aleiadaus Aleia Daus

Irene Sanchís es una mujer con ganas de formar parte de un negocio controvertido por el que luchará por obtener un lugar estable. David Úbeda recela des del primer momento de ella y la pone a prueba. Una mujer en un mundo de hombres tiene mucho más recorrido por dejar atrás, pero eso no es algo que a Irene le intimide. Porque ella tiene un plan. Y necesita a David para llevarlo a cabo.


Thriller/Mystère Tout public. © http://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/4.0/

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Capítulo I


Año 1932

Irene se había leído tres veces el mismo cartel y se sabía de memoria cuáles eran las indicaciones para el uso del teléfono. Se empujó las gafas con el dedo corazón y bajó la vista hacia la letra en grande: “Se distinguen por una serie de zumbidos intermitentes y muy frecuentes”. La señal para marcar, la de llamada y la de ocupado. No era tan difícil, o eso creía ella, que no había usado aún ninguno de esos teléfonos modernos. Y sentía curiosidad por manejar uno. Se quedó mirando una mancha en la letra s del final de la frase y estuvo más entretenida con ese puntito que en cualquier otra cosa. Esa manchita había conseguido distraerla de la larga espera.

—Señorita… —La voz de un hombre se interrumpió.

Ella levantó la vista e irguió la espalda.

—¿Sí? —respondió.

El caballero tenía un bigote debajo de la nariz que ocultaba el labio superior. Vestía con ropajes grises y oscuros y tenía una hoja en la mano. Fruncía el ceño mientras repasaba la hoja como si algo no le cuadrara. Levantó la vista y la miró por primera vez con vacilación. Antes de que dijera nada, ella supo lo que iba a decirle.

Había estado esperando dos horas y media a que la atendiera después de que le pasaran por delante a otros que habían llegado tarde. Cada vez que salía uno, entraba otro sin siquiera concederle a ella el tiempo de alisarse la falda y a dar un paso. Se quejó para sus adentros y se limitó a esperar un poco más. Hasta quedarse la última. Aquella era la cuarta vez que la miraban de la misma forma que lo estaba haciendo Don Úbeda. Una mezcla de confusión y de sospecha que acabaría encarrilándose hacia la decepción cuando comprendiera que ella iba enserio.

—Puedo hacerlo —aseguró ella irguiéndose—. Puedo demostrárselo, Don Úbeda.

Él parpadeó con incredulidad.

La mujer conocía su nombre a pesar de que él había sido cauto para no revelarlo. En el letrero de su establecimiento ni siquiera se anunciaba como tal. Para sus clientes era Salvador. Y pocos eran los que conocían su verdadero nombre. Observó a la muchacha que era de estatura mediana y de apariencia recatada. Parecía dulce, pero solo lo parecía. Vio en sus ojos una pincelada de astucia y de determinación. Sabía mejor, que ninguno de los aspirantes a los que había entrevistado, dónde se metía. Su reacción le indicó que tenía carácter y que, si tenía que quemarse, lo haría.

Úbeda se permitió dudar.

—Disculpe… —pidió éste metiéndose una mano en un bolsillo—, ¿cómo ha sabido mi apellido?

Ella no respondió al instante. Le pareció una pregunta engañosa. Si le decía que a pesar de que cerrara la puerta las paredes no eran del todo herméticas y que había escuchado cada una de las conversaciones que había tenido con el resto de aspirantes, pensaría que no había tenido el menor decoro y que tampoco se había esforzado por no escuchar. Sabía lo que le ofrecería y cuáles eran los términos, pero en su caso serían otras condiciones. Y aunque el sueldo dejaba mucho que desear, no estaba allí por dinero a diferencia del resto de candidatos, que no habían dudado en levantarse de la silla e irse a otro lugar.

—Mi hermano me habló de usted —respondió.

—Su hermano —repitió Úbeda con asombro.

—De hecho —pensó rápido—, usted no lo conoce a él.

—Ah —murmuró.

Se quedaron en silencio y fue un momento incómodo.

—Mire… —empezó él sacando la mano del bolsillo para acompañar el gesto de lo que iba a decir—, no me gustaría que se sintiera incómoda si fuera testigo de…

—He estado en una ocupación similar antes —interrumpió ella— como ayudante para la asistenta del jefe en la compañía de la luz. Ordenaba y archivaba los documentos. Llevaba el control de los horarios de los trabajadores y los cuadraba y eso es un auténtico quebradero de cabeza.

La juventud era una fuente de arrogancia y esa mujer era el vivo reflejo de quien pretendía comerse el mundo antes de que el mundo la devorara a ella. Y a pesar de que su determinación le había caído en gracia, aquel lugar no le correspondía.

—Estoy seguro de que es usted brillante —aseveró— y que sus recomendaciones…

—No lo soy —interrumpió ella—, soy adecuada para este puesto.

Él no se esperó esa respuesta. Trató de anteponerse.

—Debo serle sincero —murmuró en voz baja—. Busco un perfil concreto, señorita… —Buscó en la hoja su nombre— Irene.

—¿Eso es que va a invitarme a pasar? —preguntó con la corazonada de que fuera así.

Él se rascó detrás de la oreja. Le estaba costando rechazarla. No todos los días se topaba con una moza que se aferrara a la oportunidad de aquella manera. Además, no pudo negarse sentir curiosidad por ella, porque no sabía y no recordaba cómo había llegado su nombre en la lista de los que quiso entrevistar.

—Debo formularle una pregunta indiscreta —avisó él.

Ella era consciente de que ese hombre se estaba sintiendo acorralado porque no deseaba conocerla. Y que buscaría la manera de sabotearla. Como lo habían hecho los demás.

—Tengo la sospecha de que solo usted sabe que está aquí para lo que ofrezco —confesó él.

Ella no dijo nada.

—¿Me equivoco? —instó él.

—Se equivoca.

Ella no se explicó y él supo que iba a tener que ser más preciso.

—¿Tiene usted la aprobación de su padre o de su marido?

Ella dejó transcurrir unos segundos antes de responder.

—Mi hermano es quien me recomendó asistir —explicó.

—El hermano que sabe mi nombre, pero que no conozco —recordó él.

—Sí.

—Y tiene la aprobación de su hermano —dedujo él.

—Sí.

—¿Su padre también está de acuerdo? —preguntó.

Irene habría preferido conversar en el despacho, no a pie como si sostuvieran un diálogo informal a cerca del estado del tiempo.

—Únicamente mi hermano —murmuró ésta en un tono bajo.

Él habló con calma.

—No es suficiente con que su hermano sepa que se ofrece a este puesto de trabajo —objetó— y me gustaría que entendiera…

—No estoy casada —interrumpió ella.

—En ese caso, debería de solicitar a su respetable progenitor su conformidad antes de hacer cualquier otra cosa. Y lo digo a modo de consejo para evitarse estos disgustos.

Ella bajó la vista y la clavó en sus zapatos en punta redondeada.

—Lamento decir que tiene razón —murmuró—. Me disgusta que no me conceda la duda. Porque usted a mí no me conoce de nada. De lo contrario, sabría que acabo de decirle la verdad. —Levantó la vista y lo miró a los ojos—. El único hombre de familia es mi hermano.

Él habría sonreído si no fuera porque había ofendido a la muchacha y no deseaba enfadarla. Dio el aspecto de una niña enfurruñada en el cuerpo de una mujer. Le sostuvo la mirada con coraje y él aguardó unos instantes a que ella se relajara. Hasta que no vio que destensaba los hombros y aflojaba los dedos de las manos no procedió a hablarle.

—¿Sabe usted francés? —preguntó éste.

Ella se desconcertó.

—Por supuesto —respondió.

—¿Y estaría dispuesta a recibir trece pesetas por semana?

Ella sintió como la esperanza emergía con fuerza y se adueñaba de su ser.

—Tal vez —respondió.

Lo que le ofrecía era una miseria comparada con lo que había escuchado que daría al resto. Ya tendría tiempo de ajustarlo si el plan salía bien.

Él apoyó la mano en su pecho alisándose el chaleco azul marino de franela y con la otra, que sujetaba la hoja, le indicó con un gesto que entrara.

Ella contuvo la emoción de la victoria y cuando iba a entrar en el despacho, se oyeron unos pasos apresurados. Se le puso delante un muchacho y éste presentó una carpeta a Don Úbeda.

—Disculpen la interrupción —pidió boqueando—. He perdido el tren. Mi nombre es Miguel González y tenía una cita con usted. No he podido correr más rápido. Ruego que me disculpe.

Irene tenía a un palmo de su nariz la espalda de aquel chico. Y estaba demasiado estupefacta para reaccionar.

—Ah, es usted Miguel —exclamó Úbeda alargando una mano.

—Sí, lamento haberle hecho esperar —pidió estrechándole la mano—. Visto que no hay nadie más interesado me gustaría presentarme como es debido.

—Claro —respondió Úbeda.

—Quiero que sepa que he intentado hacer lo posible, pero las circunstancias me han impedido llegar a la hora —insistió—. No hay nada que desee más que me dé una oportunidad.

—La tendrá. —Le aseguró el otro— Y acepto sus disculpas. Pero nada cambia el hecho de que ha llegado tarde.

Irene se controló tan bien como pudo. La desfachatez de aquel muchacho la había puesto de mala guisa. Creyó que, si abría la boca para hacerle saber que la había pisoteado como a una mota de polvo, metería la pata con algún insulto inapropiado. Y apretó los labios para no fastidiar lo que había conseguido.

—Por favor, pase —pidió Úbeda sin mirar al chico.

Miguel sonrió con alivio.

—Es usted muy amable —respondió éste.

Entró y se sentó en la silla frente a una mesa. Úbeda no se había movido del lado del marco de la puerta y miraba a Irene que había clavado la vista en la nuca del muchacho y parecía querer prenderle fuego.

En aquella ocasión, sonrió porque ella no lo veía. Era peculiar. Una chica muy peculiar.

—Señorito Miguel —llamó Úbeda.

El chico se removió en la silla y miró por encima del hombro.

—Dígame —respondió.

La falta de educación del joven hizo que se decidiera a terminar la busca de un aspirante.

—¿Podría retroceder, por favor?

Miguel se sintió confuso. Pero hizo lo que le pedía. Úbeda no había apartado la mirada de la muchacha. Ahora ella lo miraba a él con expectación.

—Por favor —pidió Úbeda sintiéndose divertido—, pase.

Irene parpadeó varias veces al comprender que se refería a ella. Cuando entró, Úbeda indicó con la cabeza a Miguel la dirección a seguir.

—Si de verdad le interesa este puesto se personará mañana a las ocho en punto —indicó el primero—. Buenos días tenga.

A Miguel se le atropellaron las palabras en la garganta y no dijo nada con sentido. Para cuando logró tranquilizarse, la puerta del despacho se había cerrado.

30 Mai 2021 18:20 0 Rapport Incorporer Suivre l’histoire
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