La cartera había empezado a consumirse en colillas desgastadas de cigarro, las páginas de mi libreta en recuerdos que se difuminaban con el tiempo. No había nada que esperar entonces, sino el camino de vuelta a casa para sentir ese breve alivio del escape de mi rutina; escape que, además era parte de esa misma rutina. Entonces apareció en el pasillo de la Facultad, con el montón de libros y la mirada cansada quizás por una larga jornada de investigación, o por el tedio de tantas teorías que a la larga simulaban fantasías como las de una novela. Llevaba el cabello suelto y unos anteojos que resaltaban sus ojos color almendra los cuales se clavaron en mí por un breve momento que me supo a eternidad. Yo, sin embargo, sólo pensé en el cigarrillo que minutos más tarde consumiría mientras esperaba el autobús, y solamente cuando la lluvia apareció en el horizonte, anunciado el caos vial que se aproximaba, reparé en el rostro atrapado en una nostalgia perdida, un anhelo olvidado, y entonces, después de mucho tiempo, me quedé contemplando la lluvia colándose a través de los edificios como una postal mediocre del paso del tiempo…
“—El otro día escuché que no sirve de nada correr bajo la lluvia, que es más probable que termines empapado. Es mejor esperar a que baje un poco.
“—De todas maneras, me gusta ver cómo llueve. ¿Te acuerdas que así estaba el día que nos vimos por primera vez? Tú me preguntaste…
“—Que si el agua estaba muy fría; sí, me acuerdo. Tenías las manos metidas en las bolsas del pantalón y temblabas. Pero no fue la primera vez que nos vimos; días antes te había encontrado caminando solo por aquí.
“—Pero sí fue el primer día que nos hablamos, ¿no? Las otras veces yo te recuerdo aquí recargada en el kiosco, pensando en quien sabe qué cosa. ¿Cuánto tiempo pasó sin que nos habláramos?
“—No mucho. Fueron días. No tenía mucho que empecé a venir aquí.
“—Si no fuera porque ese día estaba lloviendo, jamás nos hubiéramos hablado.
“—Más bien, si yo no te hubiera preguntado eso. Me acuerdo que en cuanto llegaste, lo primero que hiciste fue desviar tu mirada hacia el otro lado del kiosco, como si yo no existiera.
“—Pero, al fin y al cabo te respondí. ¿Hubieras preferido que solamente alzara los hombros?
“—¿Tú lo hubieras preferido?
“—Ni en un millón de años.
“—¿Lo recordarás siempre?
“—¿Qué?, ¿ese día? Creo que será el mejor recuerdo de toda mi vida”.
No me acuerdo cuando fue la última vez que me puse a contemplar la lluvia. Quizás fue poco antes de mudarme a esta ciudad, tal vez cuando empecé a enterarme de lo inútil que era soñar fuera de las historias de los libros, o cuando decidí sepultar mi voz para siempre en el silencio que fue recreando mí día a día en una especie de comedia triste. Sólo de esa manera la realidad no me resultaba cansada y podía lidiar con la ansiedad de tener que compartir el mismo aire con toda esa gente que todos los días se cruzaba en mi camino. Nunca fue la mejor estrategia, pero sí la menos arriesgada para volver a pensar en las posibilidades de algo diferente. Sólo así el final de una historia no me amargaba y podía seguir construyendo todos esos ensayos que poco a poco fueron alcanzando el nivel óptimo para que un par de profesores los tomaran en cuenta para escudriñarlos con elogios y severas críticas. Pero más allá de todo eso, mi vida no era sino la de un nómada errante atrapado en el ajetreo de una ciudad inundada de ruidos, ojos cansados, máscaras de cartón y cristales cicatrizados; de paredes que ladran en distintos colores y signos que se reproducen entre los escombros de la ira y la impotencia, pero también de la ingenuidad y la falta de juicio. Por eso pienso que dejé de contemplar la lluvia, porque se me acabó el tiempo, las ganas, para contemplar cualquier cosa, y el mundo de pronto se me hizo demasiado pequeño, incluso, para guardar recuerdos de mi juventud en él...
“—Tu vida... ¿No sientes a veces que la vida es más larga de lo que imaginamos?
“—No te entiendo.
“—Cuando yo te vi la primera vez, tenía la sensación de haberte visto en otro lado. Como si ya antes te hubiera conocido.
“—Tal vez así fue. Cuando éramos más niños.
“—Qué tan niños. Tu apenas tienes nueve años, yo doce.
“—¿Qué otra cosa pudo ser?
“—¿Tú no lo sentiste así, al conocerme?
“—Pues no. Sería, ¿cómo dicen? Ilógico.
“—Tú siempre te crees bastante inteligente, ¿no?
“—Y tú siempre has sido demasiado rara, desde que te conocí, te gusta venir aquí sólo a contemplar la lluvia”.
Alguna vez me detuve a volver a pensar en aquella época, recordar el rostro de ese par de niños escondiéndose de la lluvia debajo del kiosco en el Boulevard de la Avenida 18 de Marzo. Volví a mirar los ojos del infante de ocho años, oscuros como la noche, vistiendo ropa de segunda mano y con la mochila remendada atascada de los libros del colegio. Siempre errático, con la mirada puesta en el horizonte, nunca sobre los ojos de la persona frente a él. ¿Será por eso que no recuerdo el rostro tuyo atrapado en ese recuerdo lejano? Será por eso que, después de todo este tiempo, tu existencia fue anunciándome más como una ilusión, o, más bien, como una mentira bien montada, contada por ese niño solitario a quien todo mundo despreciaba por ser tan callado. De todas maneras, me puse a pensar en ti fugazmente, en el recuerdo de múltiples contemplaciones bajo la lluvia, y luego me volví a olvidar para siempre de ti, hasta esa mortal tarde, mientras sentado de lado de la ventanilla del autobús, pude ver en un balcón a dos adolescentes, abrazados, mirando el cielo, cómo buscando algo perdido, “lo buscarán entre la lluvia”, pensé.
“—No vengo a contemplar la lluvia, ya te lo había dicho. Contemplar tiene que ver con observar con ensimismamiento, y yo no la observo, la escucho.
“—¿Y dices que soy yo el que se cree inteligente?
“—Eres muy inteligente, de eso no me cabe la menor duda. Eres muy inteligente, pero también eres un cobarde.
“—Y tú estás demasiado loca
“—Ja, ja, ja.
“—…
“—Entonces, si no eres un cobarde, por qué le temes a la lluvia.
“—No le temo.
“—Le temes. Por eso nunca quieres que salgamos del kiosco mientras está lloviendo. ¿Piensas que será como ese cuento donde al salir, el chico se da cuenta que la mujer junto a él en realidad no existe?
“—Ya te dije que no he leído esa historia. No le temo a la lluvia, temo enfermarme.
“—Vamos a caminar un poco debajo de ella, entonces. Verás que no te pasará nada. Además, ya casi no está lloviendo.
“—Sólo aceptaré si me prometes que no vas a marcharte.
“—…
“—…
“—Sabes que eso no puedo prometértelo. Esa es decisión de mis padres. Pero puedo prometerte que, si me acompañas a caminar un poco bajo la lluvia, te divertirás tanto que ni siquiera sentirás ganas de enfermarte. ¿Vamos?”
Un recuerdo fugaz. Marchito. Así se fueron articulando las imágenes en mi cabeza mientras el autobús se ponía en marcha. De pronto sentía ganas de volver a aquel viejo lugar, a esa ciudad hoy destripada de los suburbios, para desenterrar las huellas de ese misterio; encontrar en ellos algún indicio del nombre de aquella niña parada todas las tardes bajo el Kiosco del Boulevard, tus ojos que solamente recordé cuando volví a verlos proyectados en esa mirada lejana.
“—Ves, te dije que era divertido.
”—Pero el agua estaba demasiado fría. No me mires así, no esperaba que fuera tan fría.
”—Ahora estás temblando.
”—Tú también. Seguro vamos a resfriarnos.
“—También escuché una vez que el calor humano es la mejor arma contra la hipotermia.
“—¿Qué haces? Estás toda mojada, el cabello te escurre. ¿Segura que nos secaremos así, abrazados?
“—No, pero al menos se nos quitará el frío.
“—¿Y cuándo van a mudarse?
“—Pronto, en unas dos semanas, más o menos.
“—Y me lo dijiste apenas.
“—No quería que estuvieras triste.
“—Sólo porque seas mayor que yo, no significa que no debas contarme todo.
“—Lo lamento. Yo también me siento muy triste.
“—Piensas que tal vez, un día podamos volver a vernos. Quizás entonces si te creería cuando me dijeras que tenías la impresión de haberme conocido antes.
“—Ya nos hemos conocido antes, de eso no cabe duda. Ya sé, no es demasiado lógico, pero lo notarás pronto. Sabrás que existe una única posibilidad.
“—Otra vez estás hablando raro. ¿Te has das cuenta que siempre hablas así cuando contemplas la lluvia?
“—No la estoy contemplando…
“—Sí, sí, “la oyes”.
¿Cuáles eran las posibilidades?, me pregunté ansioso. Después fue mi instinto el que me hizo golpear el puño contra el cristal, un impulso por querer romper el mundo, fragmentarlo en los mismos cristales que, por una razón que desconozco, se pulverizaron contra la calle. Hubiera salido disparado por la abertura junto a todos esos vidrios, caer sobre la acera y correr sin detenerme hasta ese mismo paraje boscoso, en mitad de la nada, correr por ese mismo sendero de tierra hasta el kiosco color arena y contemplar esos ojos misteriosos, ver si acaso su mirada también hubiera envejecido. Pero, en lugar de eso, me proyecté contra el asiento de enfrente, antes de dar mil vueltas sobre mi propio lugar, impactándome contra otras bolas de carne que chillaban y se retorcían en el vórtice frente a mis ojos. El tiempo no se acelera como uno lo percibe en las imágenes posteriores al accidente, el tiempo se ralentiza tanto que habría tiempo suficiente para contemplar la caída de una gota de lluvia desde las nubes del cielo hasta proyectarse contra el pavimento…
“—¿Qué es lo que dices que escuchas exactamente?
”—¿Qué tú no lo oyes? Mi madre me enseñó a hacerlo. Desde que era más pequeña, mi madre y yo nos sentábamos junto a la puerta y nos poníamos a escuchar sus historias.
”—¿Cómo? ¿Son historias? Creí que sólo eran voces. Te digo que tú estás loca. Creía que era como escuchar una canción. Sinceramente, yo no escucho nada más que lo que todos oyen.
”—No estás prestando atención.
”—¿Ah no? A ver, dime qué es lo que estás oyendo exactamente.
”—Oigo… lo que escucho hoy es demasiado triste. Suena a dos personas olvidándose.
”—Como tú y yo cuando ya te hayas marchado.
”—No digas eso.
”—¿Por qué vas a mudarte?
”—Es una decisión de mis padres.
”—Cuando dices eso, preferiría que de verdad vivieras tú sola en este kiosco, que siempre estuvieras aquí y nunca te marcharas.
“—Nos volveremos a ver, ya lo verás. Mi mamá me dijo que lo que se desea con todo el corazón y nunca se olvida se cumple a final de cuentas.
”—¿En cuánto tiempo?
”—No lo sé. Eso no me lo dijo.
”—¿Te acuerdas lo que me dijiste hace rato?
”—¿Qué? ¿Que eras un cobarde?, no es verdad.
”—Eso no. Lo de sentir que me habías conocido antes. Sí lo he sentido yo también. Pero no me parece nada lógico.
”—Encontrarás la lógica, ya lo verás.
“—¿Cuándo? ¿Cuándo tenga tu edad y esté tan loco como tú?
“—Cuando empieces a olvidarme.
Pude ver tu rostro palmo a palmo en cada fracción de segundo, antes de desmayarme. Lo vi días más tardes postrado en el hospital, entre el recuerdo de mis pesadillas, desfigurado en fragmentos que se desprendían y se volvían a ensamblar. Sentí como mis huesos tenían las mismas grietas, y creí ver, a través de la mirada todavía borrosa, el paraje escondido entre ese viejo boulevard. Hubiera querido volver a él, pero una incapacidad de mis piernas y mis brazos me impedían si quiera alcanzar el quicio de la puerta. A mi lado una enfermera intenta auxiliarme en mi delirio, a duras penas pude preguntarle su nombre: Rebeca. No coincide, no es el tuyo. Repasaba en mi memoria un centenar de nombres, repasaba mis sueños e intentaba deshilachar cada uno buscando en ellos algún indicio de lo que fue real.
“—Sigue lloviendo y casi oscurece.
“—Lo sé. Estás mirando mucho tu reloj, ¿tienes prisa por irte?
“—¿Prisa? Para nada. Es sólo que, tu madre, ¿no estará preocupada?
“—¿Y la tuya?
“—Tampoco.
“—¿Quieres irte ya?
“—No quiero… no quiero que pase otro minuto más. Ahora que sé que vas a irte… no quiero…
“—No te vayas entonces. ¡Quédate con nosotros esta noche! Que mi madre le diga a la tuya que no pudiste volver a tu casa porque estaba lloviendo”.
Cada día, que pasaba fugaz entre sedantes, visitas de gente que ni reconocía, y el montón de procedimientos médicos que intentaban reconstruirme, vuelvo a repasar algo de esa infancia olvidada, pero era inútil. Entonces me puse a repasar el día del accidente; mi andar por los pasillos de la Facultad, sin una idea clara de lo que me deparaba para esa misma tarde: el dolor en los riñones, la boca seca a causa del cigarrillo que acababa de fumar y el peso de dos libros que llevaba bajo el hombro. Vuelvo a ver ese rostro lejano aproximarse sobre el pasillo, los ojos color castaño, unos ojos de avellana, parcos, que miraban el pasillo sin detenerse en ninguna parte, te veo a ti, veo sueños enteros buscando entre las sinuosas calles de una ciudad sin nombre…
“—Si pasa mucho tiempo, empezaré a buscarte.
“—Y yo a ti. Te buscaré bajo el umbral de cada puerta, en cada nueva persona que aparezca en mi vida, estaré aguardando porque en cada una de ellas, seas tú quien pronuncie primero mi nombre… ¿Crees que tu madre se enoje mucho contigo?
“—No lo sé. Tus padres no se enojarán contigo porque me quedé a dormir aquí.
“—No parecían molestos, ¿o sí? No ha pasado mucho tiempo desde que nos conocimos y aun así somos los mejores amigos.
“—¿Lo podremos seguir siendo cuando te vayas?
“—Sólo si no eres capaz de olvidarte de mí…
“—¿Cómo voy a saber eso?
“—Lo sabrás…”
Aquella lluvia de agosto entró como una tempestad a través de la ventana de mi habitación. Todavía en muletas salí hasta el patio y experimenté la frescura del agua rociando mi piel con súbito remordimiento. Así fue ese día, con la misma crudeza de ver tus ojos casi por última vez. Pude entonces percibir el silencio de las avenidas y volvía a sentir el murmullo de las gotas de lluvia rosando mis mejillas llevando en el timbre de su voz tu nombre.
“—Ya son las once y media, ¿quieres que ya nos duérmanos?
“—Te la pasas mirando mucho el reloj. No tengo sueño, ¿y tú? Mejor cuéntame un cuento.
“—¿Cuál?
“—El que se te ocurra.
“—¿Que invente uno?
“—Yo no soy tan creativa.
“—Pero si tu escuchas la lluvia.
“—¿Ahora sí me crees?
“—No es nada lógico…
“—Pero también puedes oírla… ¿No es así? En algún lugar, lejos de este tiempo, la estás escuchando y te ha dicho mi nombre…
“—¿No será demasiado tarde?
“—No para nosotros”.
Qué cruel la amnesia, la vida desgastada en pensamientos que destruyen todo cuánto uno sueña cuando se es un infante iluso. Tu nombre atrapado en la boca del miedo, escondido para siempre de esta vida solitaria, con prisas… Quisiera volver a contemplar ese rostro perdido entre la gente, sonreír con cuatro sílabas pronunciadas con el temblor de mi boca: decirte que te había olvidado hasta el día que la lluvia se atrevió a traer de nuevo tu nombre con sus voces, las que un día me enseñaste a escuchar, las voces de la lluvia. Y así, si volviéramos a encontrarnos, podrías reconocerme.
Merci pour la lecture!
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