mavi-govoy Mavi Govoy

La nueva vecina de Fer parece una auténtica pija. Va a ser difícil llevarse bien con ella... ¿o no? Por suerte o por desgracia surge de la lámpara del techo una pelirroja mandona que los embarca en una aventura que cambia por entero la perspectiva de Fer respecto a su vecina. * * * La imagen de portada es de: https://pixabay.com/es/illustrations/rayos-irradiando-irradiar-556913/


Histoire courte Tout public.

#magia #dragons #402
Histoire courte
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Viaje al mundo mágico

Hola, me llamo Fernando, bueno, no, en realidad yo me llamo Fern o Nando, pero mis padres me llaman Fernando, con todas sus letras.

Mi principal afición es meterme en líos. Mi mejor amigo, el flaco Enrique, me ha dejado solo. No es que nos hayamos enfadado ni nada, sino que se ha ido a vivir a otro barrio. Un rollo, te lo aseguro. Porque resulta que yo no tengo hermanos, así que estaba todo el día con Enrique, el flaco. Pero ahora ha venido a vivir al lado una niña. Una niña rubia con ojos color aceituna (de verdad, que me fijé bien), que se peina todos los días y no salta en los charcos, ¿te lo imaginas? ¡Un asco!

He oído el timbre. Me tocará a mí ir a abrir. Mi padre hará como que no se entera porque está oyendo música, y mi madre tiene puesta la batidora, la lavadora, el lavaplatos, la radio y no sé si también estará usando el secador de pelo; el caso es que seguro que ella no puede ir.

Ya estoy delante de la puerta. “Abrete, sésamo”. Ojalá tuviera un genio que hiciera de mayordomo. ¿Quiénes serán estos tíos raros que hay en mi puerta? Un señor flaco y alto como Don Quijote, solo que con gafas y traje de "pringao" con corbata y todo, una señora repeinada de peluquería que apesta a perfume cada vez que mueve la cabeza y una niña que... ¡Anda!, la vecina nueva, la pija.

–Hola, guapo. Somos los nuevos vecinos. ¿Están tus padres?

¿Guapo? ¿Me habrán confundido con un perrito? Pero si soy el tipo más bruto y duro de mi clase.

–Hola. Sí. Pasad. El salón es la primera puerta a la derecha. Mi padre debe estar allí, y en seguida saco a mi madre de la cocina.

Cuando volví con mi madre, la vecina nueva estaba sentadita entre sus padres, como si fuera un almohadón. Creo que no nos vamos a llevar bien. Y mi madre debió de verlo también, pero a ella le encantan las chicas “modonocositas”, o algo así que ella dice, así que nos mandó a jugar a mi cuarto.

Nada más entrar en mi maravilloso cuarto lleno de calcetines, libros y juguetes tirados por todos sitios (un paraíso para cualquier chico sano de mi edad), mi vecina que, por si no os lo he dicho se llama Ana, se quedó inmóvil y abrió la boca con asombro.

–¡Es estupendo! ¡Qué cuarto tan estupendo tienes!

–¿De verdad? –Ahora fui yo el que se quedó a cuadros.

–¿Puedo saltar encima de tu cama?

–¡Claro! Es a prueba de elefantes.

Pero Ana no llegó a saltar sobre mi cama, porque entonces, justo entonces, empezó a salir humo de la lámpara. Primero era humo blanco, luego se volvió amarillo, luego rosa y cada vez había más y más humo que nosotros contemplábamos desconcertados. Y a continuación... ¡PLOP! Por entre el humo apareció una cabeza pelirroja, con orejas puntiagudas y ojos como bolas negras y brillantes.

–¿Cómo lo has hecho? –me preguntó Ana.

Me miraba con franca admiración. Y he de reconocer que me gustó que me mirase así. Creo que sentí eso que llaman “mariposas mariposeando en el estómago”. Pero soy un tío legal, así que, aun a riesgo de decepcionarla, no la engañé.

–Yo no he hecho nada. No conozco a esa pelirroja, nunca había estado aquí.

–Rápido! ¡Dadme las manos! –ordenó la pelirroja.

Yo iba a protestar, de verdad, pero mi mano se movió sola. No es algo inaudito, suele pasarme cuando hago deberes: mi mano se mueve como le da la gana y en lugar de resolver los problemas se pone a dibujar, pero nunca me había ocurrido cuando no tengo un boli en la mano. Y a Ana debió de pasarle lo mismo. El caso es que le dimos las manos y, de repente, estábamos rodeados de humo de colores en el interior de un autobús despoblado.

Bueno, no sé si se dice despoblado o deshabitado o simplemente vacío, pero, para que lo entendáis, no tenía conductor ni pasajeros pero no se estaba quieto, no hacía más que dar vueltas como una peonza.

–¡Voy a vomitar! –se quejó Ana.

Me quitó la frase, porque yo iba a decir lo mismo, pero me dio tanto asco la idea de ver el vómito de otro que me callé.

–Pero si esto es mejor que saltar en mi cama –intenté animarla–. Anda, no vomites.

–Callaos los dos –gritó la pelirroja–. Ahora mismo.

–Oye, ¿sabes hacer algo además de dar órdenes? Porque en los pocos segundos que llevamos juntos no has parado, pelirroja.

–Si yo pierdo la concentración nos vamos a perder todos, o ¿es que os creéis que dirigir este trasto hasta el mundo mágico es sencillo? Pues para que os enteréis, vosotros no podríais hacerlo, así que callaos hasta que lleguemos, y como a alguno se le ocurra vomitar va a limpiar el autobús con la lengua.

–¿A dónde dices que nos llevas? –le preguntó Ana.

–No estoy seguro de qué ha dicho, pero no ha sonado como si fuéramos a casa de su abuela a merendar.

–Deja de hacerte el gracioso, chico, no sea que me tronche. ¿Y se supone que vosotros sois mis estupendos sustitutos?

Ana y yo nos miramos desconcertados. El autobús seguía dando vueltas y vueltas, pero afortunadamente parecía no haber cerca ninguna farola contra la que estozolarse. Aunque nunca he visto farolas entre las nubes y nosotros dábamos vueltas entre nubes.

–Bueno, en lo de estupendo me siento dispuesto a darte la razón, pero ¿sustituto tuyo? ¿Yo, tu sustituto? ¿Esperas que me tiña el pelo y me estire las orejas o qué?

La pelirroja ignoró por completo mis observaciones y miró fijamente a Ana.

–Supongo que tú serás la jefa, porque como dejes dirigir a este pánfilo vais a ir de culo, cuesta abajo y sin frenos.

–La verdad es que acabamos de conocernos –reconoció Ana–, y nadie es jefe de nadie.

–¿Han encargado a unos novatos mi sustitución? –gritó la pelirroja y se llevó las manos a la cabeza soltando por completo el volante y los pedales de autobús–. ¡Vais a arruinar mi merecidísimo prestigio!

–Prestigio de mandona, ¿no? –protesté de inmediato, porque ya me tenía harto con sus quejas sin sentido.

–Prestigio por mi buen trabajo, novato. Soy la mejor caza–monstruos de toda la galaxia.

–Ya, y de parte del extranjero –le susurré a Ana. Pero lo hice lo bastante fuerte para que la pelirroja me oyese. No le gustó el evidente desdén de mi tono, me miró con una cara que ni el profe de matemáticas me mira así.

–Por cierto, ¿sois hechiceros?

–¿De qué vas, pelirroja?

–No pareces muy listo, chaval. Os he preguntado si sabéis hacer magia.

–Yo sé hacer desaparecer mis ahorros en un plis–plas, pero no es magia, es consumo –dijo Ana.

–Yo me rompo todos los pantalones que caen en mis manos o, mejor dicho, en mis piernas, pero tampoco es magia.

–Me he ido a topar con un par de inútiles, vaya suerte la mía. Anda, poneos frente a mí.

De repente a la pelirroja le dio un ataque, se le torció la boca y guiñó los ojos, la melena se le puso de punta y las orejas se le doblaron hacia abajo. Luego chasqueó los dedos y una espada negra y pesadísima con empuñadura dorada me cayó encima de las manos. Me doble por el peso hasta que mi nariz quedó a la altura del cinturón de los pantalones y entonces me cayó un escudo en la espalda. ¡Qué porrazo! No pude mantener el equilibrio y me fui de morros al suelo.

A Ana no le fue mucho mejor. Con otro chasquido de dedos, la pelirroja soltó encima de ella un arco y una aljaba llena de flechas. Las flechas le cayeron sobre la cabeza, menos mal que como estaban dentro de la aljaba sólo le salió un chichón.

–Estas son vuestras armas, ¿entendido?

Ana y yo nos miramos sin entender nada de nada. Yo aún estaba intentando salir de debajo del escudo y Ana se sacaba el arco, que se le había enganchado en el cuello.

–Para que derrotéis al monstruo con ellas, memos – nos explicó la simpática pelirroja.

–Perdona, chica, pero por mal que me caiga el portero del colegio, ni le llamo monstruo ni me lo voy a cargar.

–Eres aún más tonto de lo que pareces. Voy a aparcar el trasto delante de la guarida del monstruo. Avisadme cuando acabéis con él para que venga a recogeros... a vosotros o vuestros restos –sonrió con mala uva.

–Pero, oye...

–¡Que te calles, chaval! Yo me voy de vacaciones y vosotros me tenéis que sustituir y acabar con el monstruo. ¿Lo pilláis de una vez?

¡PLOP! Otra vez se llenó todo de humo de colores y la pelirroja desapareció. La parte buena, además de librarnos de ella, es que el autobús se paró y mi estómago encontró de nuevo el lugar en el que le gusta estar.

–Yo me voy de aquí –dijo Ana y abrió la puerta del autobús–. ¡Aaaaah!

–¡Graaaaaaah!

–¡Ala, Ana! ¿Cómo consigues hacer ese ruido horroroso?

–¡Aaaaah!

–No, no me refiero a eso, me refiero al otro ruido.

–¡Graaaaaah!

–A ese, a ese ¿cómo lo haces? ¡Aaaaaaaah!

Cuando me asomé fuera del autobús comprendí por qué gritaba Ana y también que no era ella la que hacía el ruido superferolítico. Junto al autobús había un ser enorme, verde, con escamas, con alas de murciélago (sólo que mucho más grandes), con unas fauces del tamaño de mi armario (que no es precisamente pequeño).

–Me estáis pisando la cola con la cosa esta –protestó el dragón.

–¡Aaaah! –contestó Ana.

–¡Aaaaah! –contesté yo.

–Que sí, que sí, que ya nos hemos saludado. ¿Queréis dejar de pisarme la cola?

–Es que no sé conducir –respondí.

–Y aunque supiéramos, somos menores de edad, no tenemos carné de conducir –apoyó Ana.

–No me toquéis las escamas. Apartaros, que me voy a sacudir yo vuestro carro.

Lo hizo. Apenas tocamos el suelo de... este... bueno, de donde fuera que estuviésemos, cuando el dragón tumbó el autobús para liberar su cola.

–Oye –dijo Ana bastante asustada– Nos ha traído hasta aquí una pelirroja que se ha empeñado en que nos carguemos a un monstruo. ¿Tú no serás el monstruo, verdad?

–¿Tengo yo cara de monstruo?

–¡Claro que no! Tienes cara de dragón que tumba autobuses –afirmé rápidamente, porque había empezado a salir humillo del hocico del dragón y no me apetecía que me churruscase y me comiese de aperitivo.

–Para que os enteréis, el monstruo vive allí –dijo el dragón, y apuntó hacia un lado–. Y ahora debe estar en casa, porque sale humo de la chimenea.

La cosa apuntada por el dragón parecía un volcán de barro, grande como una montaña, aislado en mitad de un campo y con un pico que, efectivamente, echaba humo.

–Y ¿se puede saber quien vive allí? –le preguntó Ana.

–El monstruo. ¿No me has oído?

–Ya, pero ¿cómo es ese monstruo?

–Pues es como todos los monstruos: monstruoso.

–Bueno, vale. ¿Nos podrías ayudar tú a acabar con ese monstruo?

–Es que... mi mamá no me deja que me pelee con monstruos –dijo el dragón.

–Gallina –dije yo–. ¡Clocloclo! Eres un gallina.

Al dragón no le gustó mi comparación. Agarré la mano de Ana y salimos corriendo hacia el volcán del monstruo, con el dragón pisándonos los talones. En el último momento me eché a un lado. El dragón no pudo frenar a tiempo y se estrelló contra la pared de barro del volcán. Abrió un boquete enorme y luego se puso a lloriquear porque se había roto una uña (te lo aseguro. Nadie me cree cuando cuento esta parte, bueno, ni las demás partes, pero es lo que pasó).

El caso es que nos colamos por el boquete que había abierto el dragón llorica y nos pusimos a buscar al monstruo. Fue fácil dar con él. ¡Apestaba! Sólo había que seguir el rastro oloroso para localizarlo. Era un gigante feísimo, con dos cabezas, cuatro brazos, un ojo en cada cabeza y no recuerdo si tenía tres piernas o si eran dos piernas y un rabo largo y gordo, pero era espantoso, de eso sí me acuerdo.

Y allí estábamos nosotros, escondidos detrás de una bota tan grande como mi frigorífico, mirando al monstruo que se quitaba de las cocorotas unos piojos del tamaño de melones.

–Ahora o nunca –susurré al oído de Ana y me lancé contra él.

Fue como atacar a un toro con un palillo, salí rebotado y me di un coscorrón contra la pared. Ana le disparó una flecha, pero el bicho tenía tal capa de mugre encima que la flecha rebotó en su nariz. Para empeorar las cosas, el monstruo no estaba tan centrado en comerse los piojos que se sacaba que no se diese cuenta de nuestra presencia, y podría asegurar que no le hicimos ninguna gracia.

Ya me veía convertido en quetchup cuando apareció el dragón a la carrera. El dragón abrió la bocaza y escupió una preciosa llamarada de fuego azul que dejó calvorota una de las feas cabezas del monstruo. Y entonces...

–¡Buaaaaaa! ¡Pupaaaaa!

El monstruo se puso a llorar.

–¿Y este es vuestro monstruo? –se quejó Ana–. Si está más asustado que yo. Anda tú, ven aquí, que te voy a fregar y a curar esa quemadura.

Me río yo de la pelirroja. Resulta que cuando a Ana se le mete algo entre ceja y ceja es peor que ella. Fregó al monstruo hasta detrás de las orejas, lo despiojó y lo peinó y... Cuando acabó con él resultó que no era mi la mitad de feo que al principio. Tampoco es que se convirtiese en un príncipe ¿eh?, siguió siendo un bicho raro, pero no mucho más raro que un dragón parlante.

Luego llamamos a la pelirroja. El monstruo nos dejó usar su transmisor de ondas cerebrales para establecer contacto con ella y le pedimos que nos recogiese y nos llevase de vuelta a mi casa. Se presentó sin tardar demasiado, en traje de baño, con unas playeras pijas que te pasas y un sombrero de esparto supergrande, pero no se había relajado lo más mínimo, seguía tan protestona como antes.

–Pero si no os habéis cargado al monstruo –chilló–. No habéis cumplido vuestra misión.

–Mira, pelirroja, no molestes, después del trabajo que me ha llevado limpiarle las uñas, a este no te lo cargas, ¿vale? –le dijo Ana.

–Pues no esperaréis que os pague un servicio tan poco esmerado –insistió la pelirroja.

–Lo que queremos es volver a casa, a ver si lo pillas, que tampoco tú pareces muy espabilada –dije yo.

–Vale. Os llevaré de vuelta, pero sabed que sigo de vacaciones y que si me ponen alguna otra misión, os tocará a vosotros sustituirme.

–Creo que deberíamos negociar el precio por adelantado –se le ocurrió decir a Ana.

Pero me parece que no era esa la intención de la pelirroja, que se hizo la sueca (lo que con la pinta que llevaba no era difícil), nos tendió las manos y gritó:

–Agarraos fuerte, que nos vamos.

¡TATATACHÁN! Como por arte de magia nos encontramos de vuelta en mi cuarto. Ya no había humo de colores ni la pelirroja asomaba por ningún lado, pero la cama y el resto del espacio parecían haber sufrido una batalla campal.

P.D. Por si os interesa saberlo, esa fue la primera vez, pero no la última vez que Ana y yo vimos a la pelirroja.

La segunda vez fue una mañana de sábado sabadete, y yo estaba donde suelo pasar todas las mañanas de sábado, o sea, en la cama, y allí me hubiera quedado de no ser porque mi despertador empezó a llamarme. No es que se pusiera a sonar como suenan los despertadores, es que se puso a llamarme:

–Fer, despierta. Despierta, Nando.

Por supuesto no le hice el menor caso. Así que el despertador bajó desde la balda encima de mi cama en la que suele estar hasta mi barriga y empezó a saltar encima de mí sin dejar de llamarme.

–Nando, tienes trabajo. Chirla te ordena que te presentes.

Me quité de encima al pesado del despertador y seguí a lo mío... bueno, lo intenté, porque lo siguiente que recuerdo es que el despertador se había armado con una de mis deportivas y me sacudía pescozones con ella.

–¡Qué te levantes, niño! –protestó enojado.

No tuve más remedio que hacerle caso. Y mientras yo me vestía y me acariciaba los chichones, el despertador me explicó que Chirla (vaya nombre) era la pelirroja y que nos estaba esperando a Ana y a mí para encargarnos una nueva misión extra–difícil, digo, algún follonazo en el que nosotros tendríamos que hacerlo todo mientras ella escurría el bulto.

Bueno, el caso es que salí de casa seguido (perseguido en realidad) por el pesadísimo despertador y en la calle me encontré con Ana, que se acercaba dándose masajes en la cadera y cojeando ligeramente.

–¿También a ti te ha sacado de la cama tu despertador? –me preguntó Ana.

–También, me ha llenado la frente de chichones el muy bruto.

–El mío me ha clavado un tenedor en... Bueno, aquí atrás –explicó Ana.

Este fue el comienzo de una nueva y trepidante aventura. ¿Quieres saber cómo sigue?

Si quieres saberlo, pregúntame.

9 Février 2021 00:00 2 Rapport Incorporer Suivre l’histoire
5
La fin

A propos de l’auteur

Mavi Govoy Estudiante universitaria (el TFG no podrá conmigo), defensora a ultranza de los animales, líder indiscutible de “Las germanas” (sociedad supersecreta sin ánimo de lucro formada por Mavi y sus inimitables hermanas), dicharachera, optimista y algo cuentista.

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Scaip Scaip
Me encanta :) Me entretuvo todo el rato, la narración es ingeniosa
January 22, 2022, 15:10

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