borja-freire Borja Freire

Una Navidad, un hombre frustrado en las solitarias calles de esta festividad. Una madrugada de aventuras y borracheras.


Histoire courte Tout public.

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La Nochebuena de los que no sienten

En los días que anteceden la Navidad, me veía sin dinero y sin ningún tipo de recurso para sostener esta festividad. A priori, dada mi personalidad antimateria, estaba convencido de que no me afectaría de sobremanera. El día de mi despido se efectuó el de diciembre, por una accidente catastrófico del que no pretendo excusarme, fui echado a la calle instantáneamente. Todo apuntaba a que era cuestión de apretarse el cinturón unos días hasta volver a encontrar otro trabajo.


Aunque creáis lo contrario, en aquel momento no era para nada la peor de mis calamidades. Mi hermana estaba enferma, ingresada en el hospital, me acaba de emancipar y no podía volver a casa de mis padres. Yo tenía la esperanza de poder ayudar a pagar sus costosos medicamentos con sudor de mi trabajo, pero cuán equivocado estaba. Cuando me vi de patitas en la calle, por la cabeza corrían ideas de las más disparatadas. Escribir un libro para salir del atolladero era el principal salvoconducto que tenía a mi disposición. Mientras iba sumido en estas meditaciones buscando una solución a mis problemas pecuniarios. Deambulaba hacia mi sórdida buhardilla, entre el abigarrado alumbrado público, la barahúnda de personas que recorrían las calles buscando tiendas que tuviesen cosas para ellos innecesarias. Sus manos enguantadas para esquivar el gélido frío de diciembre, iban cargadas de bolsas. Las administraciones de lotería vomitaba colas en las que se respiraba la rapiña que causa el frenesí navideño. El camino hacia mi casa se me hacía interminable ante esta salpicadura de artificiosidad que ebulle de estas fiestas. Pobre gente que espera con ansias el milagro navideño, me compadezco de esa gente. A escasos metros de mi casa hay una pequeña capilla por la que estaba obligado a pasar para cumplir el objetivo de mi derrotero. Sobre ella había una congregación de ancianas, que salían de su misa de adviento. Juntas como una bandada tórtolas esperando migajas de pan, arrojadas por la mano de su Dios; para ellas, las migajas eran las desgracias ajenas pues la ruindad de su vida debería nutrirse con las desgracias que la omnipotencia del todo poderoso siembra por doquier en su creación.

Cuando por fin, subí por las escaleras hasta el sexto piso en el que habito. Me encontré con todo desordenado como de costumbre. Encendí un cigarro y me tumbé en mi ruidosa cama. Poniendo a Tchaikovsky en mi reproductor de audio. Su fantástica obra musical me podía llevar a regiones, ahora ignotas, de mi niñez. En las que todas las galas que se abren en estas fechas era un tapizado de magia que me alegraba. Y luego estaba Santa Claus... La ansia con la que esperaba su llegada, me hacía aguantar toda la noche en vela, anhelando una conversación con la persona más altruista que vive sobre la faz de la tierra, mientras todos cenaban y conversaban en la cena de Nochebuena, yo le escapaba al balcón de la casa de mis padres buscando en la negrura una estela de luz que seguía como su sombra a ese bermellón trineo impulsado por sus renos. Qué gran delicia tuvo que haber sido, y qué día tan funesto el que se acabó toda esa magia. En el momento, tras una rabieta pueril, lo asimilé con estoicismo. Puesto que ya había reunido eslabones que me llevaron a razonar un cadena, en la que hallé la siguiente respuesta: todo era un absurdo, el hecho de que un anciano barbudo y con sobrepeso, sobrevolara nuestros tejados repartiendo regalos, era una lógica que vista desde cualquier óptica cojeaba. Decidí ponerme manos a la obra y escribir, era lo único que podía llenar aquel vacío en el que estaba atrapado en estas tan señalas fechas.


Tras horas sentadas frente a mi escritorio repleto de colillas, y tazas amarillentas por el café. No obtenía nada de inspiración, era frustrante. Pero qué otro oficio tenía en aquel entonces. Un hombre como yo, que se sentía un desfunciona, en un mundo que no cesa de pasar veloz, se siente inútil y marginado. Estuve los tres días siguientes así, el décimo de lotería navideño que poseía desde hace meses no me había salvado de la pobreza. Las cervezas, y paquetes de tabaco no ayudaban a atenuar la precaria situación que me envolvía. El día veinticuatro de Diciembre, me habían llamado varios parientes y amigos para haber si quería ir con ellos a cenar. Yo me vi obligado a declinar cada ofrecimiento en pro de defender la soledad, mi única acompañante en esta baldía época. Sabía que abriría alguna tasca de mala muerte esa noche, mi plan era cenar un poco de pasta con vino y disfrutar de la programación navideña, pero no dejaba de ser el mismo bodrio que cada año con distintas caras que el anterior.


Mi reloj de pared daba las doce, y su lastimera melodía me recordaba que el tiempo efectivamente pasaba y se escapaba de mi. Bebí un vaso de vino más, me vestí con prontitud y decidí salir a la calle en busca de una tasca abierta. Pensaréis qué difícil sería encontrar en un día tan señalado en el calendario. Pero nada más lejos de la realidad, hay más gente como yo, Un Harry haller quizás o cualquier tarado incomprendido que disfruta la soledad mientras todos se juntan felizmente, para criticarse recíprocamente durante todo el año las malas conductas que han visto estas fiestas. No, yo no soy así.


Tras dirigirme a la zona de tabernas, casi todos cerradas. Vi titilar un cartel de neón entre la caligine. Dos personas fumaban una a cada lado de la entrada, con rostros taciturnos y apagados. Me saludaron:

—Feliz Navidad, vienes a pasar la noche aquí, eh. ¿Eres foráneo y no conoces a nadie de por aquí?–Preguntó con enorme descaro.


– Qué importará si soy o no foráneo. Te equivocas, llevo toda mi vida en este pueblo. Y no veo nada de raro venir a una taberna un día como el que es hoy, es único día en el que uno se puede embriagarse con tranquilidad. Sin conversaciones insustanciales, y demás hechos anodinos para mí –Contesté.

– Qué malas pulgas tienes, compañero. Así solo conseguirás que el bueno de Santa no te traiga nada–Exclamó con el orgullo de quien piensa que ha dicho una genialidad.


Le miré con desdén y entré a la tasca. Tenía una iluminación débil, impregnada por el humo, y las luces navideñas estaban sobre la barra como el que musgo lame la roca.


– Sírvase un whisky, por favor-Dije dirigiéndome al barman.


Con una prontitud digna de los que profesan su oficio, me sirvió un la copa con una amarga sonrisa. Sonaba Frank Sinatra, su voz flotaba entre las copas, bajo los taburetes y se deslizaba como una culebra por la barra buscando unos oídos en los que posarse. Al escucharlo, se me escapó una pequeña sonrisa que denotaba cierta nostalgia, observé el Whisky y lo bebí de un trago, como si fuera alguien perdido en el desierto que se acabará de topar con un oasis.


–¿Es que piensa emborracharte esta noche?–Preguntó el camarero.

– Es posible, no hay nada mejor que hacer.


A lo que el rollizo barman solo supo responder con una sonrisa bajo su poblada barba. Pedí otra consumición que pensaba beberme mientras fumaba otro cigarro. De pronto, un hombre se sentó a mi lado en la barra. Quizás fuera el hecho que no se preocupó en saludar o que pidió un whisky al igual que yo, que me cayó bien. Tenía una mirada triste y pérdida. Tras un rato los centinelas de la puerta entraron y empezaron a armar jolgorio cantando villancicos con sus letras erradas por culpa del alcohol que llevaban ingerido. El barman,que ahora sabía que era el dueño de la taberna por conversaciones que escuché con los dos alborotadores; los observaba con ojos que expresaban complacencia con lo que veía ante él. Tras un rato, entre hilarantes comentarios y vasos, acabé intimando con toda la gente que había dentro del local.


De los dos personajes que encontré a mi llegada allí, descubrí que eran hermanos gemelos y que habían perdido a sus padres en un accidente de tráfico el día de Navidad; en su octavo cumpleaños, y se juraron hacer pasar las Navidades siempre juntos. Y parecía que lo cumplían y se lo pasaban en grande cogiéndose curdas considerables. El solitario hombre que se sentó a mi lado, se empezó a soltar poco a poco con nosotros. Resulta que tenía una pareja de la que se había enamorado desde la más pronta niñez, y tras catorce años de relación sentimental las pasadas navidades un cáncer le arrebató de ella. Era de un pueblo lejano, del que jamás había oído hablar, y se había mudado aquí porque todo le recortaba a ella. Nos enseñó una foto preguntándonos si era guapa, mientras sus ojos se indundaban de lágrima, nosotros contestamos que lo era, realmente lo era.

Miré mi reloj y eran las tres de la madrugada, estaba siendo una Navidad diferente, pero la noche solo acaba de empezar. Me cuesta admitirlo pero hasta me lo estaba pasando bien con aquella gente.

– He de cerrar en breves–Dijo San, que así se llamaba el Barman.

– Pues vamos acabar de tajarnos a otro sitio, San. Deberías acompañarnos, nadie merece estar solo esta noche. Yo no lo creo así, pero la gente dice que es así, quizás tengan razón aunque quién sabe. Estoy borracho, quién sabe.– Tropezando con los taburetes al acabar de decir esto, caí de bruces, mientras mi cabeza daba contra la barra. Notaba como manaba sangre de mi cabeza, pero ellos todos me socorrieron torpemente, aunque he decir que fue por la borrachera que tenían encima. San fue el único que actuó con eficacia cogiendo su botiquín y poniéndome una tirita de un modo paternal, hasta me sentí raro por el cariño con la que la coloco, ni mi propio padre lo haría con ese amor.

–San, te quiero. Eres un buen tipo- Dije arrastrando las palabras por la borrachera,– San-ta Claus eres, rollizo y barbudo y tienes un corazón que parece no entrar en tu pecho.


San arrugó sus cejas mirándome, sus pupilas parecían escudriñar mi alma. De pronto, se empezó a reír.


–Qué ocurrencias tienes. Lo que hace el alcohol... -Dijo riéndose.


– Ojalá lo fueras, era un enamorado de estas fiestas hasta que descubrí que Santa Claus no existe. Su existencia era uno de los pilares de un castillo de naipes que se derrumbó al quitarlo. Para mí estas fiestas ya no son nada.


– Pues habrá que convertirlas en algo, ¿No lo creéis, muchachos? Me ha tocado algún dinero el otro día en la lotería y me habéis caído bien todos muchachos. Yo soy muy navideño y estoy dispuesto a dejaros disfrutar un poco la Navidad–dijo con acompañándolo con carcajadas.


Me ayudaron todos a levantarme y, curiosamente ninguno rechazamos el ofrecimiento del barman. Los hermanos y el hombre taciturno, ahora algo más hablador y risueño se pusieron sus abrigos y bufandas. Yo me dirigí a San para decirle algo que pensaba en ese momento.


–Es una gran pena lo de este sitio, he pasado infinitud de veces por estas calles para evadirme un poco de mis problemas, y nunca me había fijado en este sitio. Te has ganado un cliente.


La única respuesta que obtuve de San fue una sonrisa. San apagó todas las luces de la cantina antes de marcharnos. Se puso un gabán rojo y salimos a la calle. Ya no se veía el letrero de neón de la hogareña tasca.


Caminamos en las callejuelas y sucedió lo impensable en este pueblo. Comenzó a nevar abundantemente. Y digo impensable, porque vivo en un pueblo costero. La última vez de la que había constancia de que hubiese nevado mi difunto abuelo era un niño. Pues mientras todos dormían del ahíto que les produjo la copiosa comilona, nosotros caminábamos bajo un milagro navideño. De pronto, no sé quién empezó, pero todos empezamos a tiranos bolas de nieve, risueños como si fuéramos niños que dejan todas las penalidades atrás a la hora de centrarse en juego. San reía como nadie y su risa nos contagiaba. Nos llevó por las desiertas callejuelas del pueblo en busca de un bar, pero no había ninguno curiosamente. El nibveo pueblo era nuestro. San nos ofreció montar en su viejo coche que guardaba en un garaje cercano a donde nos encontrábamos. Era un Cadillac Eldorado Convertible 1959, el coche con el que había soñado Arthur, el hombre al que le había muerto el amor de su vida. Lo tenía tapado con una lona. La rojiza chapa del coche relucía, y Arthur no se lo creía. Era un coche único que siempre le habría tenido enamorado, y tenía uno de pequeño que le habían echado sus padres por Navidad.

–¡No me lo creo, San! ¿Cómo has conseguido este coche?-Preguntó con entusiasmo Arthur.

El se comenzó a reír como solía hacer, mostrando toda su modestia.

-¿Te gusta, Arthur?- preguntó San.

-¿Qué si me gusta? Es el coche que siempre he soñado tener. Me acompaña desde mi infancia. Mi pareja y yo soñábamos con ir a recorrer Europa con uno si lo conseguimos antes de que se la llevase el cáncer.

-Me alegra saberlo, conduces tú.

– Voy algo borracho, San...

- ¿Crees que no lo sé, Arthur? No hay nadie por las carreteras te dejo probarlo, no te preocupes en el peor de los casos nos parará la policía, y si es así, yo te pagaré la multa.


Arthur entusiasmado cogió las llaves, y todos nos subimos en eldorado. San se puso de copiloto y los hermanos y yo atrás. El automóvil rugía como un león enjaulado al sacarlo por las calles, Arthur parecía feliz en ese momento.


-Arrhur vayamos, a la colina para ver el pueblo desde arriba nevado. El coche parecía volar por momentos sobre las sinuosas curvas. Una vez llegamos arriba nos quedamos embobados todos mirando el pueblo con el alumbrado navideño y bajo un manto níveo.

–Ojala ella estuviese aquí- Dijo Arthur.

-¿Sabes, Arthur? He pasado por lo mismo que tú, soy mayor ya, y con este coche me recorría el país con la que fue mi mujer. Pasamos días hermosos que ahora guardo como mi mayor tesoro, vimos paisajes espectaculares, hicimos el amor infinidad de veces. Y con la edad he aprendido que la vida se desvanece como mañana se derretirá esa nieve con la llegada del sol. Nuestro mundo es esta noche, y la mañana llegará a todos para llevarnos a quién sabe dónde. El caso, Arthur, es que la noche que se nos da, la vida debe ser disfrutable pese a sus adversidades.


Arthur, encendió un cigarro y se quedó mirando al brillante horizonte, como si acabara llevar un golpe propinado por el raciocinio. Se quedó callado, pero no era el mismo silencio al que nos tenía acostumbrados.


–Arthur, vi la ilusión que te hizo ver este automóvil cuando quité la lona que lo cubría. Lo quiero demasiado por todas las cosas que hemos vivido, pero me recuerda a tiempos mejores y a la que fue mi mujer. Siempre quise venderlo, pero había algo que me decía que no. Ahora estoy decidido, es tuyo. Ya arreglaremos los papeles, pero es tuyo...


Arthur estaba llorando por ese buen gesto. Pero sus sollozos eran de emoción. Yo estaba absorto. Cuando salí de mi buhardilla no imaginaba ni de broma el derrotero que iba a tomar esta noche.



Al rato bajamos de la colina, y los gemelos: Octavio y Claudio. Comenzaron a hablar de su infancia y el día del trágico accidente de sus progenitores. Y la depresión que después les azotó. San los escuchaba con especial atención. Preguntó sus nombres a lo que San contestó-Los conocía.

Los gemelos quedaron paralizados como el ratón que se encuentra a una serpiente.

–Arthur, déjame llevar un momento el coche a mí. Os mostraré algo tanto a ti como a Octavio y Claudio. Estacionaron el coche, e intercambiaron los sitios. San ajustó los espejo retrovisores y se rió, accionó un botón y el coche se volvió descapotable. Accionó el radiocasete y sonaba Back door Santa de Clarence Carter. Puso sus gafas de sol, pulsó un botón y el coche se convirtió en descapotable.

No sé si era el alcohol que llevaba en sangre o velocidad del relámpago con la que conducía San, pero todo lo que apreciaba era una sucesión ininterrumpida de luces que me mareaban. Rogué que pararan para poder vomitar sobre la alfombra blanca. San siguió pisando el pedal del acelerador y tomando las curvas como un energúmeno. Hasta llegar a las puertas del cementerio. Todos nos preguntábamos que pretendía. Él solo reía, nos colamos saltando las verjas y buscó las tumbas de sus padres.


- Era lo que temía... Veréis, chicos. La fecha, todo sucedió el mismo día que murió mi señora. Vuestros padres colisionaron con mi señora que venía de hacer la compra de varios regalos para Nochebuena. Así que sois vosotros, lo dudaba cuando estaba tras la barra y lo comentasteis. Cuánto lo lamento, pero la vida nos ha juntado por algo. Han pasado ya tantos años desde ese día... ¿Sabéis? Me he dado cuenta que a ninguno de vosotros tres os gusta la Navidad. Y los tres disteis a parar a mi negocio. Habéis pasado una buena noche. Todo es realmente curioso.


–La verdad es que sí-respondí.


–Me da lastima sois gente como yo, que habéis perdido la ilusión por las fiestas. Pero me juré que hoy se acaba y así será. Subamos a dar el último viaje en el coche.


Todos subimos, volvió a sonar la misma canción que puso antes. Y San aceleró e hizo algo extraño con el volante. El coche se elevó, estábamos volando. Todos quedamos anonadados ante este hecho inopinado. Solo yo reuní cordura para hacer la pregunta.

-San, ¿Quién eres?- dije con trémula voz.

–Soy San, amigo.

-¿Santa Claus?

- Ja, ja, ja. Más quisiera esa bola de sebo ser yo. Cada uno de vosotros habéis llegado a mi local, eráis los únicos en este mísero pueblo que estabáis solos por propia voluntad y sin sentir nada, no podía consentir eso. Yo no soy Santa Claus, soy San Cletus. Antiguo amigo del gordo, sí, por no decir que somos hermanos. El cenutrio de mi hermano, tiene la habilidad de dejar de regalar cuando nadie cree en él. Yo soy quien recoge los desechos de esas niñeces destrozadas por el egoísmo de mi barbudo hermano. El coche de Arthur, las Navidades que nunca pasaron con alguien Claudio y Octavio, la nieve cayendo en los tejados y aceras que nunca habéis vivido. Y en cuanto a tí-dirigiéndose a mi-empezaste a perder la fe, cuando descubriste que Santa Claus no existía, pero aquí tienes a Santa Cletus. Te has emborrachado habéis forjado entre vosotros, rara avis de estos tiempos, una amistad que sé que perdurará. Pero antes de que esta noche acabé, os llevaré a la aldea en la que disfrutan los hombres que dejaron de creer en la Navidad...



13 Décembre 2020 23:27 0 Rapport Incorporer Suivre l’histoire
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La fin

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