Despegó los labios y empezó a narrar:
Rela vagaba por las profundidades del mar con la mirada perdida y el alma vacía. Se sentía sola y todos los seres marinos podían notar su presencia marchita y el halo de tristeza que desprendía a cada paso. Pasaba los días alzando la mirada y viendo a los mortales en compañía de otros como ellos. Los veía reír, llorar, sufrir y amar y ansiaba con todas sus fuerzas amar como ellos. Rela se había dado cuenta de algo que los humanos no parecían percatarse. El amor es más fuerte que las corrientes y mareas y puede destrozar mundos y elevarlos de nuevo a reinos de plata. La diosa de las corrientes pensaba que como estaba tan sola nunca podría amar a nadie. Rela veía a amantes desearse desde la distancia y veía a padres llorar la pérdida de sus hijos. A diario los observaba desde las profundidades de su azul abismo jugar con los sentimientos de los demás y disfrutar de los besos robados. Sin embargo, había un amor que creía más puro que el de los demás. Había una clase de amor que Rela no conocería jamás. Era el amor más honesto, más inmaculado e inocente. Era el amor que profesaban las madres hacia sus hijos. Veía a madres vivir y morir por sus criaturas y Rela no entendía el motivo. Su corazón se tornaba espuma al ver a una madre amamantar a su recién nacido y sus ojos lloraban perlas al observar a la madre sonreír cuando veía a su hijo dar sus primeros pasos.
Rela vivía en la soledad más agonizante y las profundidades más oscuras del mar y cerraba los ojos imaginando qué debía sentirse al amar y ser amado. Aegir, omnipresente, la contempló durante años y se percató de la pesadumbre que llevaba en el corazón. Aegir podía ver el dolor de todas las criaturas del mar, pues guardaba en un cofre un frasco de color amarillo por cada una que vivía. Cada día que pasaba el frasco con el nombre de Rela se tornaba un poco más negro y el dolor de ella empezó a pesarle incluso al dios de dioses.
-Puedo concederte aquello que deseas más –dijo Aegir. –Pero deberás pagar el alto precio por conocer qué es amar.
Rela, que no ansiaba más que poder amar a alguien con toda su alma aceptó el trato sin saber el provenir. Anhelaba sentirse viva y llena y deseaba que su corazón dejara de ser de piedra para convertirse en luz, una luz que le guiara por las tinieblas donde vivía. Aegir decidió conceder a Rela su mayor deseo y le descubrió al dios del viento, Rexi. Rela sintió de nuevo el palpitar de su corazón en el pecho nada más verlo y se enamoró perdidamente de él. Sin embargo, el dios del viento Rexi compartía lecho con la diosa de los vendavales. Rela, diosa de las corrientes no podría ser nunca correspondida. Entendió entonces el dolor de un corazón roto que sería capaz de hacer cualquier cosa por la persona amada y deseó no conocer nunca ese sufrimiento. Vivía para amar a Rexi y las corrientes, como ella, sufrían por todo el mar. El dolor que sentía Rela era insoportable y le suplicó a Aegir que le devolviera de nuevo la soledad y la pena y se llevara con él el dolor que sentía cada día en el pecho, pero Aegir no contestó, pues su trabajo ya estaba hecho.
Rela dejó de observar a los mortales para observar a Rexi y cada día que pasaba veía sus labios besar los de otra mujer. Cerraba los ojos y fantaseaba con pasar el resto de su vida al lado del dios del viento. Habló a Aegir y le ofreció su vida a cambio de pasar un minuto con Rexi.
-Podrías pasar una eternidad con el dios del viento –dijo Aegir. –Pero en tu vientre caerá la maldición del sacrificio.
Rela, que había llorado tanto por despecho que había creado otro mar, aceptó el trato de buen grado y Aegir le pidió al dios del viento casarse con la diosa de las corrientes. Rela no cabía en si de gozo. Abrazó a Rexi y el corazón de Rela volvió a unir todas las piezas que el dios del viento había ido esparciendo por el mundo con su indiferencia. Rela pudo besar al dios del viento una y mil veces y cada noche le ofrecía todo el amor que su cuerpo desprendía. Yacía con él y sentía calor en el pecho pues su corazón no le pesaba más. Rexi, un dios envenenado de furia, desprecio y ambición y que enviaba las fuerzas del viento allá donde gustaba, no había caído bajo el conjuro del dios de dioses, pues él no había hecho con Aegir ningún trato y solo quería a la diosa de las corrientes para provocar las más altas mareas que los mortales podían imaginar. Rela hacía todo aquello que su marido le pedía y ambos, ella sin saberlo pues hacía años que había dejado de observar el mundo de los humanos porque solo tenía ojos para el dios del viento, provocaron grandes desastres e inundaciones que provocarían una terrible y mortal guerra entre los hombres.
Una noche, Rela observaba el cielo nocturno cuando sintió algo en el vientre. Se tocó el abdomen y experimentó, por primera vez, aquel amor tan puro y que jamás pensó conocer. Rela pasaba los días hablándole a su vientre y cantándole canciones que los peces le enseñaron de pequeña. Cada día le explicaba a su hijo historias de mortales y traiciones y amores no correspondidos hasta que dio a luz a un hermoso niño. Rela se dio cuenta entonces que el amor que sentía por el dios del viento no se compararía jamás con el amor que sentía por su pequeño Villig. Un buen día, cuando Villig tenía ya seis años, se desató la guerra entre los mortales que había provocado el matrimonio y los dioses enviaron a las pírfides a recoger a los muertos. Sin embargo, caían demasiados hombres y mujeres en batalla y las pírfides no podían llevárselos a todos. Rela movía las corrientes favorablemente para los mortales del agua cuando Aegir le pidió que hiciera el sacrificio que tantos años atrás había pactado con él. Rela no entendió qué le pedía el dios de dioses y Rexi cogió a su hijo Villig para entregarlo en la batalla como ofrenda. Rela resistió todo lo que pudo mas fue en vano. Vio a su hijo morir asesinado en la batalla y su sangre azul derramada verterse sobre el mar. A Rela no se le rompió el corazón, ni siquiera se torno piedra como lo fue antaño. El frasco con el nombre de la diosa de las corrientes que guardaba Aegir en un cofre se partió en mil pedazos y el corazón de Rela se llenó de odio, veneno y rabia. El amor que Rela había sentido por su hijo hizo que el cadáver de Villig se convirtiera en niebla y protegiera a los hombres del mar del ataque pero Rela ya estaba envenenada de odio y rencor. Sentía rencor por Rexi, quien jamás la había correspondido. Sentía asco hacia los mortales, quienes se sentían poderosos al quitar la vida de los dioses. Sentía odio por aquellos que le habían enseñado qué era amar. Sentía aversión por Aegir, quien le había dado aquello que deseaba a base de engaños y mentiras. Aquel día juró no obedecer nunca más al dios de dioses y creó con su furia las dos corrientes que partieron el mundo, la corriente de los dioses del oeste y la corriente de los dioses del este. Su cuerpo estalló en un grito de dolor que hizo retumbar el mar entero y aparecieron mil monstruos que poblarían el mar en busca de Villig y matarían aquel que se interpusiera en su camino.
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