moonrabbit13 Constanza Bandeo

Lena solo desea una vida normal, sin las costumbres esotéricas de su madre, sin vecinos que cree en extraterrestres, sin su habilidad para ver el aura de las personas. Y, sobre todo, sin Izan. Izan no sabe lo que es ser normal. No cuando es un alienígena. Un aer que ha ido mutando de piel desde los arboles de la humanidad, viviendo cientos de vida. Con una única misión en la tierra: evitar ser cazado. Y proteger a Lena. Sus destinos no pueden evitar entrelazarse, aun cuando eso pueda significar sus muertes. Otra vez.


Science fiction Interdit aux moins de 18 ans.

#alquimia #ovnis #aliens #argentina #romance #enemies-to-lover #amistad #soulmates
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Colores

Lena

Tock tock.

Me apuré a abrir la puerta de mi habitación y mi vista quedó obstruida por un lindo, muy lindo torso masculino donde pequeñas gotas de agua pendían de un moreno y bien cuidado abdomen. Sin poder evitarlo, mi mirada siguió a unas gotas hasta que cayeron por la línea de las caderas, apenas cubiertas por una toalla blanca.

«Dios bendiga el momento en que se me ocurrió venir a vivir a esta pocilga» oré en mi interior.

Temiendo que el dueño de ese abdomen notara mi falta de decoro, levanté la vista para encontrarme con los bonitos ojos negros de Gabriel. Su rostro era casi tan interesante como su cuerpo, con una mandíbula firme y pómulos anchos. De su largo cabello oscuro aún caían gotas de agua. En sí era una visión espectacular, aún con aquel velo rojizo de su aura. Rojo: acción, vigor, pasión.

Si, había dicho aura. Yo podía ver el aura de las personas. Siempre pude hacerlo. Tanto la mía como la de los demás. Azul, verde, rosado, todos se limitaban a convertirse en un color para mí. Y aunque no era un don muy sorprendente cuando lo mantenías en secreto, era muy práctico para conocer a los demás. Las auras me decían el carácter de las personas y, cuanto más brillantes eran sus colores, más puro era su corazón. Sonaba cursi, pero era efectivo.

—El baño te está esperando, Lena —la voz de Gabriel me sacó del aturdimiento, y traté de dedicarle la sonrisa más inocente que pude mientras lo veía encaminarse hacia su habitación.

—Gracias —le grité antes de volver a meterme al cuarto.

Tomé rápidamente mi neceser y mi bata y corrí hasta el único baño de la casa temiendo que algunas de las chicas, en especial Marisol, pretendiera robar mi turno. Estaba a punto de entrar al cuarto de baño cuando un destello rojo y amarillo entró antes que yo, cerrando la puerta de un golpe.

—¡Marisol! —grité golpeando la puerta del baño. —Abrime enana, es mi turno.

—¡Lo siento! —chilló su voz sobre el ruido del agua—. Es una emergencia.

—¡Siempre es una emergencia! —me quejé, resignada. Siempre era lo mismo con ella. María Soledad Gutiérrez era amarillo: energía, alegría e inconstancia. Eso, sumado su cabello rojo la convertía en la principal fuente de color de El Rancho.

El Rancho era el nombre que le habían dado a la residencia en la que vivíamos. Si es que esto se podía considerar una residencia estudiantil. En realidad, era una antigua casona de estilo europeo ubicada en uno de los barrios más antiguos de la ciudad de Neuquén. Cuando los dueños murieron, su hija la había reacondicionado un poco para convertirla en una pensión para estudiantes universitarios. Ahora contaba con seis residentes que se apiñaban en cuatro habitaciones y teóricamente dos baños, aunque solo uno funcionaba, y todos debíamos seguir un estricto horario para usarlo. Todos salvo Marisol.

A veces entendía la preocupación de mi madre cuando decidí mudarme a este lugar para poder estudiar Administración en la capital. La casa era muy antigua, tenía algunas goteras, las tuberías no siempre funcionaban bien, las maderas del suelo crujían y se rumoreaba que había fantasmas en el ático. Y lo peor para ella: era una residencia mixta. Ella temía que, no sé, los chicos se pasearan semidesnudos por la casa. O que se fomentara la promiscuidad y las orgías. De esto último podía estar segura que no sucedía porque la única regla que todos respetábamos a rajatabla era la de “no sexo en El Rancho”. Después de todo nadie creía que el suelo del segundo piso aguantara un sacudón.

Sin embargo, El Rancho había sido la opción más económica y sus residentes me habían dado una buena primera impresión. Sus auras coloridas los habían delatado como buenas personas. Y, luego de vivir allí durante todo un año escolar, podía asegurar que no me había equivocado.

Aunque ahora debía rendirme ante el hecho de que tendría que esperar que Marisol terminara de usar el baño y me dirigí a la cocina por un vaso de agua.

Nada más entrar noté unos destellos naranjas y verdes en la mesa. Ayelén estaba ofuscada, marcando una gran pila de copias con rotuladores de colores. A su lado, Sam estaba leyendo una de sus revistas ecologistas, mientras le cebaba mate a la otra chica. El aura de Ayelén era anaranjada: entusiasmo, seguridad y generosidad. Al igual que con Gabriel, el aura de Ayelén Castillo parecía combinar con su piel cobriza y rasgos fuertes que heredó de su linaje mapuche y llevaba con orgullo. Por su parte, Samanta Wilde tenía la piel tan bronceada por el sol era casi más oscura que su cabello rubio y hacía destacar sus pecas. Y su aura, al igual que todo lo que le gustaba, era de un precioso color verde esmeralda: esperanza, paz y vida.

—No me digas —dijo Ayelén, sin levantar la vista de sus apuntes cuando me oyó abrir la heladera—. Marisol.

Le sonreí con amargura a la botella de agua vacía y abandoné mi búsqueda.

—Otra vez —respondí, dejándome caer en una silla junto a la mesa.

—No te molestes, Lena —dijo Ayelén en tono conciliatorio—. Creo que quiere verse bien para esta noche.

—Lo sé. Dijo que era una emergencia —suspiré, tomando el mate que Sam me pasaba. Supuse que Marisol tendría una cita o algo así.

Yo había sido hija única hasta los diez, cuando nacieron los gemelos. Santiago y Mateo eran los hijos que mi padre tuvo con su segunda esposa y tampoco nos relacionábamos mucho que digamos. En casa solo éramos mamá y yo. Así que esta había sido mi primera experiencia conviviendo con más de una persona. Tampoco había tenido muchas amigas durante mi vida. El pueblo donde crecí parecía estar habitado solamente por ancianos, ovejas y extraterrestres, según los rumores.

Pero ahora las tenía a María Soledad, Ayelén y Samanta, las tres chicas que vivían en El Rancho y quienes se habían convertido en mis mejores amigas. También estaban Nicolás y Gabriel; pero Nico era muy molesto y Gabi muy guapo para considerarlos amigos cercanos. Sin embargo, era lindo sentir que podía contar con todos en El Rancho, en especial con Ayelén, quien siempre se comportaba como una hermana mayor para el resto. Como solía decir Sam, Ayelén era el alfa de la manada, la que sabía poner orden en esta descontrolada comunidad.

—¿Sabés la nueva noticia? —interrumpió Nico en ese momento, entrando al comedor y robándose mi mate cuando pasó a mi lado.

Nicolás siempre se metía en cualquier conversación y casi siempre cambiaba el tema. Él tenía una de las auras más bonitas que conocía, azul oscuro con manchitas amarillas. Era La noche estrellada de Van Gogh andante. Pero también tenía una de las personalidades más desesperantes que tuve que aguantar en mi vida.

—¿Cuál? —pregunté, recuperando mi mate de su mano antes de que se lo bebiera.

—Tendremos un nuevo compañero que llegará esta noche. Otro chico —contestó con una sonrisa traviesa y un movimiento de cejas—. Un regalito para los ojos de ustedes, señoritas. Aunque conmigo ya tendrían suficiente para endulzar la vista.

—Por supuesto que sí, Nico —le respondí con un tono sarcástico que él no cachó, pues una sonrisa socarrona apareció en su rostro.

Nicolás era un tipo alto y desgarbado, puro brazos y piernas largas. Siempre llevaba su pelo castaño en picos, anteojos de montura gruesa y ropa tan ancha y pordiosera que parecía un espantapájaros. Solía crear un contraste muy curioso cuando estaba junto a Gabriel, quien era pura espalda ancha y aspecto arreglado.

—Pero tampoco nos vendría mal un poco de compañía masculina a Gabrielito y a mí —continuó Nico con su cháchara—. No es como si me quejara de su compañía, chicas, pero…

—¿En serio vendrá un nuevo residente? —le pregunté a las chicas con una mezcla de escepticismo y curiosidad, ignorando completamente a Nico.

No es que no estuviera satisfecha con mi sexy compañero de pensión actual. Gabriel, por supuesto. Pero la incorporación de nuevo material masculino tampoco sonaba mal.

—¿No te lo dijimos? —exclamó Sam con su melodioso acento de Chile—. Es por eso que Marisol estaba tan apurada por bañarse. Quiere impresionar al nuevo.

—¡Es cierto! —casi gritó Ayelén, cayendo en cuenta de algo y quitando al fin su atención de sus apuntes—. Creo que es de tu pueblo, Lena. O de por ahí cerca.

—¿En serio? ¿Quién es? —pregunté. Ahora sí que estaba interesada en el tema.

—No recuerdo su nombre. Me sonó bastante raro —admitió Ayelén frunciendo el ceño—. Mierda, los parciales me están fritando el cerebro.

—¿Acaso sabes quién podría ser, Lena? —preguntó Nico a la vez que le daba unas palmaditas de consuelo a Ayelén.

¿Quién podría ser? El pueblo de dónde venía era en verdad pequeño, seguro que lo conocía. Mi mente recorrió el listado de nombres y rostros de los hombres de más o menos mi edad, que podrían llegar a estudiar en la ciudad este año y mis esperanzas cayeron al pensar en todos los idiotas que podrían ser.

—Ni idea —respondí, aunque tuve un mal presentimiento que decidí ignorar.


Una vez que al fin logré darme un baño, volví al cuarto que compartía con Marisol, temblando a causa del cabello húmedo. Quería terminar mi proyecto antes de la cena... Y de la llegada del misterioso chico nuevo. Hoy era un día feriado, así que podía dedicar la noche a mi pasatiempo favorito. Y eso planeaba hacer, pero, al llegar al cuarto y ver la montaña de ropa desperdigada por todo el lugar, supe que esa noche no tendría paz.

Aunque había pasado por lo menos una hora desde que mi compañera se bañó y el frío otoñal se colaba por la vieja ventana, Marisol seguía vistiendo apenas ropa interior.

—¿Qué me pongo? —exclamó sin voltease a verme mientras comparaba dos jeans idénticos.

—¿Tanto alboroto por un pibe que luego te verá en pijama el setenta por ciento del tiempo? —cuestioné.

—La primera impresión siempre es importante —argumentó ella casi en un gruñido mientras intentaba entrar en un jean tan bajo que apenas le cubría los huesitos de las caderas. Esperaba que la primera impresión que pretendía dar no fuera mostrarle su tanga al agacharse.

Por mi parte, envolví mi cabello en una toalla para que se secara y me puse un buzo abrigado y un jumper lleno de manchas de pintura. Cuando me consideré lista, me acerqué a mi último trabajo sobre un atril junto a una cómoda.

«¿Debería agregar más azul?»

Mis obras de arte, si se les podía llamar así, consistían en una mezcla de colores abstractos. Supongo que así podía expresar lo que solamente yo veía. Se podría decir que mi verdadero pasatiempo no era pintar, sino retratar las auras que veía.

—¿Quién es? —me preguntó Marisol, llevando su atención de la ropa al lienzo.

Marisol era la única persona, a excepción de mi madre, que sabía de mi extraño don. Por suerte se lo había tomado bastante bien, como si solo le hubiera dicho que sabía hablar alemán o bordar; excepto cuando le dije su color. Al parecer, irónicamente, Marisol odiaba el amarillo.

—Yo. Es algo así como un autorretrato —contesté, y me miré una vez más en el espejo de cuerpo entero que estaba en la puerta del ropero de Marisol.

Como siempre, me encontré ante una chica de caderas anchas y busto prominente, para nada delgada. Unos mechones de cabello castaño, casi rubio, se escapaban de la toalla. Mi nariz era tan pequeña que parecía perderse entre mis cachetes y mi boca era tan redonda como el resto de mi cuerpo. Todo aquello estaba rodeado por un halo púrpura. Mi aura. En realidad, era de un color casi índigo, con la mezcla exacta entre púrpura y azul. Índigo: color de la intuición, la espiritualidad y la magia.

Llevaba un largo rato tratando de plasmar ese color en el lienzo cuando Marisol apareció a lado.

—Es muy lindo —dijo Marisol, torciendo su pequeña cabeza para apreciar mi obra—. Creo que deberías dejarlo así.

Observé atentamente mi creación. Ella tenía razón, así estaba perfecto.

—¡Chicas! —nos llamó Sam con su acento tan marcado, antes de aparecer apoyada en el umbral de la puerta—. Tal vez quieran bajar a saludar a chico nuevo —dijo con sonrisa tranquila.

—¿Ya llegó? —exclamé, mirando mi radio-reloj que apenas daba las ocho de la noche.

—¿Cómo me veo? —preguntó Marisol, examinándose en su espejo. Una polera rosa chicle y unas botas blancas habían aparecido mágicamente sobre su pequeño cuerpo.

—Como un hada con una sobredosis de azúcar —le contesté. Y realmente se veía así. Marisol era casi demasiado delgada y bajita para sus veinte años, con un rostro de muñeca repleto de pecas del mismo naranja que su cabello que salía en picos alrededor de su noca. Y ni hablar de su hiperactividad. Ella era una extraña mezcla entre un pixie y un demonio de Tasmania.

—Eso significa adorable, ¿verdad? —preguntó ella con una enorme sonrisa. Y en otro abrir y cerrar de ojos, Marisol había desaparecido de la habitación.

Unos instantes después se podía la podía oír saludando nuevo en el comedor, junto a los demás. Intenté escuchar la voz del nuevo, pero me fue imposible con tanto alboroto.

—Él estuvo preguntando por vos —dijo Sam, antes de abandonar la puerta.

Eso avivó mi curiosidad. Me limpié los dedos llenos de pintura y me quité la toalla de la cabeza, intentando peinar un poco mi pelo con los dedos. Eché un último vistazo a mi reflejo en el espejo en una última inspección de mi aspecto. Mi aura se estaba agitando ligeramente, pero la ignoré. No había motivos para ponerme nerviosa, ¿no? Unos minutos después estaba siguiendo a Samanta por las viejas escaleras y pude ver a todos reunidos junto a la mesa del comedor del nuevo residente, que…

¡Oh, no! No, no, no.

El chico me da la espalda, pero aun así supe perfectamente quién era.

Izan Ferrer.

«¿Por qué, de todas las personas de mi pueblo, de todas las personas en Argentina y el mundo, tuvo que venir él a vivir en el mismo lugar que yo?»

Como si me hubiera escuchado, Izan se giró hacia los pies de las escaleras, donde yo estaba. Cuando se dio vuelta, pude ver lo satisfecho que estaba al sorprenderme.

Él siempre había sido un chico bajito, nunca más alto que yo, pero ahora, parado frente a mí, pude notar que me sacaba media cabeza de altura. ¿Cuándo creció tanto? Tampoco conservaba más aquel aspecto de niño demoníaco que recordaba. Su cabello rubio que caía en dos mitades sobre su frente, sus ojos grises y aquella sonrisa traviesa seguían siendo los mismos, pero ahora los rasgos de su rostro eran más duros y su espalda más ancha. A pesar de todo, había algo que no cambió. Su aura. Su aura era una de las cosas que más me inquietan de él. No era de un solo color o tonalidad como el resto de las personas. Tampoco era bicolor como pasaba en unos pocos casos, como Nicolás o mis hermanos. No, su aura se asemeja a un prisma, conteniendo todos los colores del espectro. Era un maldito arcoíris.

—Hola, Muffin —saludó Izan con una sonrisa radiante y odié escuchar otra vez ese horrible apodo con su voz suave y tranquila. Él siempre supo que no me gustaba que me llamase así y lo hacía a propósito, solo para desesperarme—. ¿Me extrañarte? —agregó, acercándose y saludándome con un beso en la mejilla.

Sorprendida y un poco asqueada ante su gesto, reprimí la necesidad de ir corriendo a lavarme la cara con lavandina y me quedé en el molde, sabiendo que no debía reaccionar a sus provocaciones. Eso era lo que él quería y no se lo iba a dar.

—¿Qué haces acá? —le pregunté bruscamente casi rechinando los dientes y consciente que todos nos están observando. Aun sin un sexto sentido, mis compañeros podían sentir la tensión en el ambiente.

—Vine a vivir acá —contestó Izan, poniendo esa expresión inocente que tanto odiaba—. Voy a estudiar Administración. Con vos. ¿No es grandioso?

«¿QUÉ? No, esto no podía estar pasando. Creía que ya había terminado con esto.»

Se suponía que Izan se había ido a estudiar al exterior y yo al fin sería libre de su tormento.

Había tenido que soportar a este idiota desde que tenía uso de razón. Su familia vivía junto a la mía, teníamos la misma edad. Y siendo hijo único, sin nadie a quien molestar, Izan se había propuesto a hacerme la vida miserable desde que empezamos a caminar. Sin mencionar que siempre aparecía donde yo estaba: el mismo curso en la escuela, los mismos grupos de catequesis en la iglesia, las mismas fiestas. Estaba en todos lados. Lo veía hasta en la sopa, y no era exageración.

Y solo había una cosa peor que su actitud de mierda y esa aura diabólica. Él me conocía tanto que parecía leerme la mente todo el tiempo y sabía exactamente qué hacer para desquiciarme.

En resumen, lo odiaba.


10 Novembre 2020 16:54 1 Rapport Incorporer Suivre l’histoire
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José Mazzaro José Mazzaro
Muy bueno!
November 26, 2020, 14:30
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