Si se lo preguntaran, Fiorella no sería capaz de explicar por qué volvió a casa de su madre aquel fin de semana. Era un secreto a voces que quería estar con su hermana, pero en ese momento ella se encontraba en casa de su padre. Y Fiorella no soportaba a esa mujer, tenía mejores cosas que hacer y el artículo que debía entregar a primera hora del lunes no iba a hacerse solo. Por eso le era difícil entender la razón por la que decidió quedarse… si era que existía alguna.
Su bolígrafo rojo comenzaba a mostrar signos de desgaste esa mañana mientras que, recostada contra el marco de la abierta puerta principal, repasaba en su cuaderno lo que digitaría al día siguiente. Ver sus palabras en azul y las correcciones en rojo le otorgaban una extraña paz, se inflaba su orgullo al tener pruebas de cuánto había crecido desde el momento en el que abandonó esa misma casa hacía cuatro años.
Pero su presencia en el porche no se debía al hecho de que disfrutara escribir de pie contra la entrada o le apeteciera limpiarse los pulmones con el aroma matutino del rocío mezclado con la lluvia, no. Su encantadora madre aparentemente había olvidado su presencia, a pesar de que llevaban acompañándose unas catorce horas, y le estrelló contra el suelo el plato medio lleno de su desayuno, a un escaso centímetro de sus pies. Tuvo suerte de que ningún pedazo le hiciera daño, porque no existía fuerza sobre la tierra -especialmente cuando su hermana no se encontraba cerca- que pudiera evitar el golpe que le habría soltado. Lamentablemente el sonido de su celular la salvó y prefirió atender, cualquier cosa era mejor que perder el tiempo con su madre. Y había sido por trabajo, como siempre.
Así que ahí estaba, filtrando el mal humor con el boli rojo medio desgastado, realizando una de las tareas que más le gustaba en la vida. Lo difícil ya se hallaba prácticamente hecho y las correcciones conseguían aliviar su cabeza. Cualquiera podía decir que era necesario estar concentrado cuando buscabas que dos palabras encajaran a la perfección. Sin embargo, la tranquilidad no iba a durar eternamente.
Un auto se estacionó frente al terreno de su madre y ella, más por costumbre que por necesidad, estiró el brazo izquierdo al cielo para que el reloj se deslizara unos milímetros por debajo de su muñeca, desviando su mirada a las manecillas que le señalaban que eran las once y siete de la mañana. Del vehículo salió un hombre alto al que no recordaba nunca haberle visto la frente lisa, con el cabello anaranjado tan apagado que casi parecía castaño peinado hacia un lado con la intención, sospechaba, de ocultar sus entradas. No tenía que estar cerca para adivinar que su camiseta estaba sucia, esas bermudas las usaba desde que era una cría -lo sabía porque reconocía el tajo mal remendado en una de las piernas- y calzaba chanclas. Hacía unos años había admirado su estilo relajado, para decepcionarse al descubrir que lo único que lo guiaba era una insoportable pereza.
Él caminó con torpeza hasta la puerta trasera para abrirla y sacar a la menor. Su brusco agarre y los traspiés de la niña la tensaron. Abrió los ojos como platos al verla tropezarse, el hombre sólo reafirmando el agarre y alzándola más por el brazo para evitar una caída. Cerró con brusquedad su bolígrafo pensando en lo fácil que le sería utilizarlo como arma, ahí, directo en la vena del cuello de ese animal. Las gotas de lluvia le caían encima y a él no le preocupaba. Una queja salió de sus pequeños labios al su pie chocar por no tener un aviso contra el escalón de la casa, y él ni siquiera la escuchó. Ardía. Le ardían los ojos, le ardía el pecho y le ardían las manos.
—¡¿Estás bromeando?! —rugió al tenerlo cerca.
—¿Uhm? —su padre apenas le dirigió la mirada cuando soltó a su pequeña hermana en el medio del porche, regresando al auto para volver por sus cosas.
—¡¿Estás mal de la cabeza?! —le gritó, incapaz de contener el gesto.
—¿Fior? —llamó la menor, dudosa.
La aludida tuvo que tirar de ella, murmurándole una rápida disculpa, protegiéndola entre sus brazos con una mano en su espalda y la otra en su cabeza para evitar que el salvaje que tenían como padre la atropellara con el peso aumentado de su velocidad y las maletas.
—¡¿Estás jodiéndome?!
El hombre ralentizó su paso para mirarla con sorpresa, entrando lentamente a la casa sin quitarle los ojos de encima.
—Cuida tu lenguaje frente a tu hermana.
Eso era el colmo.
—¡¿Cuidar mi lenguaje?! —Fiorella tuvo la decencia de apartar a la menor para evitar herirla con sus gestos por accidente, siguiendo al hombre al interior—. ¿Qué te parece cuidar su maldito bienestar?
—¡Fiorella, no maldigas en esta casa!
—¡Yo maldigo donde se me pegue la maldita gana, maldita sea!
Gracias a sus gritos, su hermana fue capaz de seguirlos hasta el recibidor. A pesar de su expresión compungida, estaba tan acostumbrada a esas demostraciones de su familia que sabía que lo mejor que podía hacer era dejarlos estar y continuar expectante. Lamentablemente, esa era la cualidad que tenían en común.
—¡¿Qué está sucediendo aquí?!
La expresión de hartazgo de Fiorella fue gloriosa. Ya había tratado con su madre lo suficiente por el resto de su vida como para tener que enfrentarla de nuevo ahora. Pero nada, no había ningún problema. Se subiría las mangas tantas veces fueran necesarias por su hermana.
—El imbécil de tu esposo es lo que sucede —lo señaló con una mano.
—Oh, no —el dedo acusador apuntó hacia ella—. Ya no más. Estamos divorciados.
Fiorella le rogó internamente a alguien por paciencia, componiendo una de sus expresiones favoritas.
—Mira cuánto me importa.
Que su madre tomara aire de forma brusca la hizo sonreír, pero su satisfacción duró poco ante la acción de su padre de frotarse el rostro con cansancio.
—Por amor a Dios, Fiorella. ¿Qué se supone que hice ahora?
—¡¿Que qué se supone que-?! ¡¿Ni siquiera lo sabes?! —se indignó, girando medio cuerpo hacia la puerta abierta para extender un brazo en esa dirección, siendo totalmente consciente de que el pequeño cuerpo se encontraba a su espalda, las pequeñas manos aferradas al bajo de su camiseta—. ¡¡Está lloviendo!!
—¿Qué pasa con la lluvia? —el hombre atravesó el pasillo para cerrar la puerta—. Es sólo agua.
—Ah, ¿sí? ¿Y vas a recordar eso cuando tu hija tenga gripe y debas sacar de tu dinero para comprarle las medicinas o la vas a culpar por no haberte recordado usar un paraguas cuando la sacaste violentamente del auto sin aviso?
—Fiorella —su madre arrugó la nariz con tono de advertencia.
—¿Su bastón también es sólo un trozo de madera?
Fue evidente en el rostro del hombre que había descubierto su error.
—¡Gianna! —dirigió su atención a la menor detrás de Fiorella, su repentina atención le provocó un sobresalto—. ¡¿Por qué no me acordaste?!
—¡¿Disculpa?! —la vena de la frente se le marcó—. ¡¡Ella es ciega, Joseph!! ¡Tiene nueve años ciega! ¡No puedes quitarle su puto bastón!
—Y-Yo s-sólo-
—¡¿Tú sólo qué?! ¡Maldición, ¿qué diablos les pasa?!
—Fiore…
Inhaló profundamente para calmarse, mirando por encima de su hombro a la castaña que con tanta fiereza protegía de sus propios padres. No podía enojarse con ella, todo el fastidio desaparecía de su sistema tan pronto veía esa carita de ángel. No debería gritar en su presencia sabiendo lo sensible que era a los sonidos, pero esa pareja encendía la mecha que tenía por venas y luego no había manera de detener la explosión.
Bueno, sí. Sólo existía una manera.
—Si no querían la responsabilidad —los miró, más fría y seria que enojada—, ¿para qué siquiera tuvieron hijos?
La suave presión en su muñeca fue suficiente como para que diera el tema por terminado. Fiorella deslizó el brazo hasta poder tomar la pequeña mano y le hizo el gesto acostumbrado antes de empezar a caminar para guiarla a su habitación. Alejó cualquier desastre del medio con una furiosa patada, sin importarle en lo más mínimo a menos que fuera alguna pertenencia de la menor.
La dejó en su lugar seguro y, lamentablemente, se despidió de ella. Si no la hubieran llamado del trabajo se quedaría, pero tenía una entrega que realizar dentro de un plazo, y vivía de eso para poder hacer lo que ya estaba a punto de conseguir.
Su fría calma pareció incendiarse en hielo cuando cerró la puerta de la habitación de su amada hermana detrás de ella, mirando con furia a sus padres.
—Esto no puede continuar —les advirtió en tono bajo. En su camino a la puerta recogió su mochila, alejando la mirada de ellos para guardar su libreta y su bolígrafo en el bolsillo correspondiente—. Los voy a demandar por negligencia y les voy a quitar la custodia, tengo mucho material en su contra. Creo que yo soy prueba suficiente como para ganar el juicio. Y también cuento con el testimonio de Lorraine, así que… —dejó caer los hombros, regresando la mirada a ellos—. Voy a hacerlo legal. Les sugiero que disfruten sus últimos días con ella, porque también pediré una orden de alejamiento en su contra.
La pareja se encontraba, en realidad, demasiado sorprendida para hablar, por lo que el camino de Fiorella hasta la puerta se llevó a cabo bajo un dulce silencio. Joseph, que estaba justo en el medio, se apartó con ciertos tropiezos, y a ella realmente le importó poco que afuera hubiera empezado a llover en serio.
—Me la voy a llevar de aquí.
Junto a esa promesa, una lágrima roja brilló en la muñeca de la chica, imperceptible bajo la cubierta del reloj. De no haber estado el accesorio, tal vez alguien lo habría notado. Tal vez no. Lo realmente cierto fue que esa pareja no volvió a escuchar otra palabra de su hija mayor. No la volvieron a ver. Y, tras esa noche, tampoco encontraron a su hija menor. Ambas habían desaparecido sin dejar ninguna pista. Y lo peor de todo pudo ser que sus padres no hicieron mucho por recuperarlas.
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