Joaquín creía con fuerza que sabía lo que era el amor. Ese verano, con el sol recalcitrante y las chicharras zumbando en casi todos los árboles de la cuadra, hacía guardia en la vereda de su casa, esperando que ella pasase. Eran años ya, los que llevaba observándola caminar. Siempre por las siestas, el horario en el cual el no tenía actividades de la facultad y todos dormían. Alguna vez ella le había sonreído, pero la situación nunca pasaba de miradas lejanas y la necesidad imperiosa de él por expresarle todo cuanto sentía. Un universo anidaba en su pecho, un fuego fatuo que ardía sin resquemor por ella.
María Martina, era una joven de treinta y dos años, médica especialista en dermatología, oriunda de Entre Ríos, capital de Misiones, una provincia al noroeste de Argentina. Era una mujer alta, esbelta con orientación hacia lo atlético, sus piernas, definidas a razón de largas y zigzagueantes caminatas, se movían al compás de dos cuchillas que acariciaban el suelo. Sus cabellos, casi blanquecinos, le llegaban al hombro, enrulándose ligeramente en las puntas. Era, sin lugar a dudas, una musa caminando sobre la tierra. Tenía una piel clara, de esas que parecen brillar bajo el sol. Unos labios abultados y aunque nunca la había visto sonreír, consideraba que sus dientes eran perlas sagradas de perfecta simetría.
Sabía poco de ella, de sus pensamientos en general, su belleza la había cautivado desde el primer momento que la había visto y todo lo demás le fue agregado. Joaquín se imaginó su voz, dulce, suave y profunda; fantaseó con sus gestos, sencillos, aunque poderosos. Se pensó entre sus largas piernas, fundiendo su piel con la de ella, sus almas en una danza perenne que los juntase al fin.
Ese verano en particular, Joaquín estaba completamente decido a hablarle. No sólo para expresar la vergüenza de aceptarse admirador, sino para establecer un contacto verdadero, escuchar su voz. Tenerla más cerca que a unos diez metros, la distancia que separaba una vereda de la otra. Vivian frente a frente. Joaquín con sus padres, María Teresa y Mario, y ella, según intuía, estaba soltera, vivía sola y no tenía hijos. Creyó verla entrar y salir algunas veces siempre con hombres diferentes, pero estaba convencido de que ella no era una persona de las aventuras, sino alguien que se reservaba para el correcto. Así como lo hacía él con ella.
Sus padres no sabían de su encantamiento, pero por algunos comentarios de María Teresa, creía que quizás resultase obvio el hecho de esperarla volver del trabajo solo para verla pasar. De todas formas, no le importaba en lo más mínimo, ella era su secreto inevitable. Cuando María Martina pasaba frente a sí, era el momento en el cual comenzaba el día. Su vida, por esos años, era las oportunidades en las cuales la veía venir cuadras a lo lejos y entrar a la casa, todo lo demás, formaban unas pausas de mayor o menor contenido. Lo extraordinario, era que, para Joaquín, su existencia pasaba de un blanco y negro, a una paleta de colores casi infinita cuando la tenía delante de sus ojos.
Un miércoles, cuando María Martina transitaba por la vereda de enfrente hasta la puerta de su hogar, Joaquín tomó un valor inusitado. Un relámpago ardiente y veloz se derramó desde la cabeza hasta la punta de todos sus dedos, guiándolo hacia ella. Comprendió en ese mismo instante, lo que era el amor, lo mismo que sentían todos los planetas por el sol, una necesidad imperiosa de acercarse. O en todo caso, de no poder alejarse una vez encontrados. Él estaba siendo arrastrado hacia ella.
Avanzó lentamente, no quería tropezarse ni parecer evidente. Calculó la trayectoria, pensó algunas palabras y se dispuso a cruzar la calle. Deberían encontrarse unos pocos metros antes de que ella llegase al acceso de su hogar. Iba con la cabeza agachas, no quería que ella lo notase. Aunque la imaginaba ingenua, calma y de fiel espíritu, tenía que tratar de guardar las apariencias.
Al cruzar la calle, a mitad de la acera, escuchó un ruido que lo distrajo por unos segundos. Unos segundos que se transformaron en eternos, puesto que nunca más volvió a abrir los ojos. Un automovilista imprudente, desquiciado tal vez, lo había levantado por los aires sin la más mínima intensión de esquivarlo. María Martina vio al joven volando por los aires e impactando de forma violenta contra el pavimento caliente. Se quedó quieta, como quien ve el nacimiento de un fantasma.
Merci pour la lecture!
Ha sido una historia muy bien contada, construida con diferentes perspectivas de los personajes para conocer la situación con más detalle y ser también testigo partícipe de la desdicha de un joven que no pudo concretar el expresar su amor por causa de una serie de eventos desfavorables. Excelente historia.
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