Juan creía firmemente que era un error pensar que el desnudo artístico no estaba asociado con el erotismo; se trataba de reflejar los estándares de belleza predominantes en la época del artista para generar una reacción en el espectador. Él se consideraba un experto en el tema, y considerando sus años de estudio en la academia, y además varias decenas de ardientes noches, creía tener el conocimiento suficiente sobre la anatomía humana —la masculina, siendo más exactos— para ser capaz de hacer su propuesta al mundo de lo que él consideraba era el cuerpo perfecto.
El mármol había sido su elección para plasmar su obra, ahora ya terminada. Se paró delante de la estatua —con el cincel aún en la mano— y la observó detenidamente, apreciando cada detalle y reviviendo la experiencia. Los cabellos formaban espirales en la parte superior, y habían sido uno de los retos mentales y técnicos de Juan cuando los esculpió. En un principio, había querido darles un toque muy realista —había intentado que pareciera que se movían a causa del viento—, pero entonces recordó que como artista tenía principios muy personales, a los cuales tenía que apegarse. Se había recordado a sí mismo que lo importante era generar una reacción en el espectador, y ciertamente cuando alguien ve un desnudo, no tiene como prioridad observar los cabellos; a El David de Miguel Ángel no lo recuerdan por su melena. Aún así, el aspecto de la cabeza era lo suficientemente real.
Nariz recta y sumamente estrecha, ojos distanciados siguiendo la proporción áurea y un par de carnosos labios adornaban el rostro del adonis de piedra. Juan observó su barbilla, ligeramente partida, para luego detener su vista en el cuello. Contuvo el impulso de acercarse a la estatua y poner su rostro ahí, en ese hueco entre el mentón y la clavícula, pero se detuvo. Él era el artista, no alguien que venía a apreciar su obra.
Los hombros no eran muy anchos, pero tenían la forma idónea para darle el aire de masculinidad que la estatua requería; estaban bien formados y sus pectorales bien definidos sin llegar a la exageración. Los brazos parecían colgar relajadamente a sus costados; y se pudo imaginar a él mismo siendo rodeado por ellos y al mismo tiempo, poniendo sus brazos alrededor del torso de aquel personaje.
«Tú eres el artista», se recordó nuevamente.
Su enfoque visual se fue desplazando poco a poco hacia la parte inferior, recorriendo las marcadas abdominales, una por una, hasta llegar al sexo; por un instante se sintió incómodo, pero ¿qué más daba?, él lo había esculpido. A pesar de ser una escultura de piedra —de una roca fina, pero a final de cuentas una simple roca— el deseo lo invadió por unos instantes; la sensación se intensificó cuando caminó para cambiar de ángulo y posó su mirada sobre los glúteos y las piernas de la escultura. Se emocionó al pensar en el torbellino de emociones y sensaciones que su obra generaría cuando fuera expuesta al ojo público. Solamente hacía falta una cosa: limpiar la sangre que cubría las sólidas pantorrillas de la figura.
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