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Yolanda Quesada


Corre el año 1678 en Velké Losiny, Praga. Agnes es una bruja que vive con parte de su aquelarre en una cabaña entre los humanos. Ella ha tenido siempre una simpatía especial hacia estos, ya que fue criada por unos humanos cuando su madre la abandonó siendo un bebé. Ella es feliz teniendo una sencilla vida humana, pero su alegría se trunca cuando corre la noticia de que van a mandar a la hoguera a una mendiga por brujería. En ese momento, tendrá que elegir si seguir a su corazón o proteger a su aquelarre.


Fantaisie Médiévale Interdit aux moins de 18 ans.

#brujas #magia #conjuro #siglo-xviii
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Capítulo 1. La bruja

16 de noviembre de 1678

Velké Losiny


Los pies me ardían sin parar. Sentía como el fuego iba avanzando por todo mi cuerpo, sin detenerse. Mis manos estaban atadas al poste al que me encontraba pegada. Luchaba por liberarme. Intentaba gritar pero los vítores de la gente que me observaba eran más altos. Las llamas estaban alcanzado mi cabello y ya no podía soportar el calor ni un segundo más.”


Agnes se incorporó en la cama como si de un resorte se tratara. La frente se le había perlado de sudor y el corazón le latía desbocadamente. Había sido un sueño muy real, quizá demasiado real para su gusto.

No entendía nada, más de una vez le había preguntado a la pitonisa que podía significar ese sueño, pero nunca le decía nada que tuviera sentido para ella. Lo único que podía hacer era rezarle a Satán para que su pesadilla no se hiciera realidad.

Se levantó de la cama y fue directamente al salón para comer algo, había una manada de perros peleándose en su estómago. Cogió un trozo de pan, un poco de queso y un vaso de agua. Tuvo que conformarse con eso, que era lo que había. Aún estaba amaneciendo, por lo que no había nadie más levantado.

Agnes se quedó pensativa unos instantes, no podía dejar de pensar en esa horrible pesadilla, pero tampoco podía permitir que algo así la acobardara. Era algo que había aprendido en sus más de cien años y es que no puedes dejar de vivir por lo que te pueda pasar. Al igual que los humanos, ella sólo tenía una vida y no podía desperdiciarla. Dibujó un círculo con una mano y ante ella apareció un lechón asado el cual disfrutó con una gran sonrisa en la cara. Disfrutar de la comida consistía en uno de sus mayores placeres.

Vivía en una casa de brujas en el más estricto sentido de la palabra. Junto con Agnes, vivían ocho de los miembros del aquelarre. Apenas cabían en la cabaña, pero de alguna forma tenían que integrarse entre los humanos. Llevaban muchos siglos haciéndolo y no tenían ninguna razón para cambiarlo.

–¿Ya estás levantada? –le preguntó Alice con un bostezo.

–He vuelto a tener la pesadilla.

–¿No has pensado que quizá sea una premonición? –le preguntó Alice arrugando el entrecejo. Estaba realmente preocupada por su amiga. Llevaba muchos meses teniendo el mismo sueño una y otra vez y se temía que la cabeza de Agnes no iba aguantar mucho más. Habían sido varias las ocasiones en las que se había despertado a gritos y Alice había tenido que dormir con ella para que pudiera descansar.

–No quiero pensarlo, pero es posible que estés en lo cierto y lo peor es que no sé qué podría hacer para remediarlo. –le dijo Agnes con un pesado suspiro de cansancio.

–Hasta que no llegue el momento de enfrentarte a esa pesadilla no creo que debas preocuparte.

Alice había sido una fiel amiga durante muchos años y la había acompañado en sus mejores y peores momentos, por lo que se veía capaz de confiarle su vida sin dudarlo un instante.

A los pocos minutos de estar hablando de las cosas mundanas que tenían que hacer ese día, el resto del aquelarre se levantó: Theodora, Morgan, Bessie, Minerva, Dolly, Margaret y Cassandra. Cuando en aquella cabaña estaban despiertas todas las brujas que vivían allí parecía que sus paredes se iban a venir abajo en cualquier momento. No cesaban de hablar y de usar sus poderes para realizar todo lo que se les antojara.

Sin embargo, todas eran plenamente conscientes de que había una enorme barrera entre el mundo exterior y aquella cabaña. Dentro podían comportarse como lo que eran, unas brujas muy poderosas, pero eso no quitaba que si los humanos supieran de su existencia no dudarían en acabar con ellas sin contemplaciones. Aunque Agnes no pensaba de ese modo. Ella había sido criada por unos humanos que fueron muy bondadosos con ella y, al enterarse de sus poderes, la protegieron hasta que murieron en la vejez mientras ella se seguía manteniendo tan joven como si el tiempo se hubiera parado al cumplir veinte años. Era por ello que, aunque sabía el peligro que podía correr si algún humano la descubría, sentía una gran empatía hacia aquellos seres.

Morgana era la más mayor y más sabia de todo el aquelarre, Theodora la más joven ya que apenas tenía cincuenta años, Dolly la más hermosa, Bessie la más ingeniosa, Minerva la más inteligente, Margaret la más poderosa, Cassandra la más visceral y Alice la más estratega. Agnes, sin embargo, no poseía ningún don que la hiciera especial aparte de la seducción y de su gran habilidad con la espada. No había hombre en la tierra que la venciera en un duelo, por ello, estaba siempre dispuesta a luchar por la causa que fuera.

–Así que –empezó Bessie–, ¿qué planes tenemos para hoy, chicas?

–Lo de todos los días. ¿Por qué hoy iba a ser diferente? –se quejó Cassandra.

–Bueno, bueno, sólo quería empezar una conversación agradable. Tampoco es para para ponerse así.

Se quedaron en silencio. En aquella casa no había punto muerto, o se amaban o se odiaban, no existía nada más. Pero, aunque no compartieran la misma sangre, sabían que formaban una familia inseparable.

–Yo hoy tengo que recoger las fresas y llevarlas al mercado para venderlas –dijo Agnes pensativa, más para sí misma que para las demás.

–¿Crees que vas a sacar mucho con eso? –era Margaret la que hablaba esa vez.

–No, más bien creo que perderé el tiempo tontamente, pero es lo que tengo que hacer –le respondió Agnes con seguridad en el cuerpo y desafío en la mirada.

–Theodora y yo tenemos que ordeñar a las cabras. Hoy tiene que venir el lechero a recoger la leche y puede que con lo que nos dé por ella tengamos para comprar alguna vaca.

–Genial –comentó Morgana.

Empezaron a preparar el desayuno, usando la magia para hacer deliciosos dulces que eran un gusto llevarse a la boca. Para el resto del mundo eran sólo unas desgraciadas hermanas que se habían quedado huérfanas y que necesitaban buscar un hombre urgentemente que las sacara de aquella miseria. Sin embargo, eran mujeres independientes, no le debían cuentas a nadie y, si lo que querían era placer carnal, les era muy sencillo encontrar un hombre que les satisficiera sin que fuera necesario que conservara un recuerdo de ellas.

Con el paso de los siglos habían aprendido por sí mismas que no necesitaban a nadie más para sentirse completas.


****


El mercado estaba lleno de gente, tanto que cualquiera diría que en aquel lugar no cabía ni un alfiler. A Agnes le encantaba ir a vender al mercado y, por aquella razón, cada día tenía una gran sonrisa en el rostro que por mucho que la insultaran o intentaran engañar nunca dejaba de sonreír abiertamente. Sólo había una cosa que la desanimaba de sobre manera, y es que no paraba de intentar entablar amistad con otros comerciantes, pero éstos parecían reticentes incluso de mirarla a los ojos.

Había gente que decía que podía reconocerse a una bruja por su forma de vestir, por su cara o por lo que transmitían sus ojos al mirarlos. A veces Agnes pensaba que sospechaban que ella era una bruja y por eso temían mirarla a la cara o entablar una conversación con ella. Suponía que simplemente se temían lo peor de ella pero, no por ello, Agnes cesaba en su intento por hacer amistades humanas.

Si el resto del aquelarre hubieran sabido de su empeño lo más seguro es que hubieran dudado entre matarla o encerrarla en la cabaña para siempre, se le pasó por la cabeza a Agnes con ironía. Ellas tenían el firme pensamiento de que un humano podía llegar a ser más peligroso que el más voraz de los animales, pero Agnes no estaba de acuerdo. Ella había comprobado en varias ocasiones que no era así.

Al menos le quedaba el consuelo de que estaba ganando bastante dinero con la venta de fresas. Cada día se quedaba con una pequeña parte del dinero que ganaba. Le gustaba ahorrar para comprarse ropa mundana, le hacía sentir que era como el resto de personas que la rodeaban. Eso la acercaba mucho más a sus difuntos padres.

Estaba pensando en todas las monedas que podría guardar de la venta del día cuando un airoso hombre se acercó a su puesto. Era la única persona que se había acercado a ella con una sonrisa y no pudo evitar que la desconfianza la acechara.

–Buenas tardes –le saludó intentando mantener la sonrisa que, sorprendentemente, le estaba costando mantener.

–Buenas tardes, señorita –tenía una sonrisa encantadora, tuvo que admitir Agnes para sí misma. Se fijó en su pelo rubio, en que sus ojos eran marrones y sus labios eran carnosos. Su cuerpo estaba tan musculado que no parecía que viniera de palacio y tampoco que fuera campesino, ya que, aunque su piel estaba morena, sus manos no tenían ni un solo callo–. ¿Podría darme unas fresas?

–Por supuesto –no dejó de observarlo mientras le ponía las fresas en la cesta que le que extendió y él tampoco apartó su mirada de ella.

–Espero que sea suficiente con esto –le puso el dinero en la mano y mientras Agnes se daba cuenta de que le había dado más dinero del que costaba la fruta, al levantar la vista ya había desaparecido sin dejar rastro.

Se quedó asombrada por la rapidez con la que el sonriente hombre se había marchado, pero lo más extraño era, ¿por qué le había dejado tanto dinero sabiendo perfectamente lo que costaban las fresas? No tenía aspecto de ser un necio. Tenía que haber una forma de averiguar quién era aquel hombre.

2 Septembre 2020 16:45 0 Rapport Incorporer Suivre l’histoire
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