La noticia corrió como pólvora en el pueblo: «Adela había aparecido». La encontró Don Arturo mientras recorría el campo en busca de comadrejas. La vio sentada con las piernas cruzadas en un claro del bosque a unos setenta metros de la ruta. Desde lejos la divisó muy tranquila, aunque la expresión de su rostro tenía algo de aterrador a medida que se iba a acercando a ella.
«¡Joven! ¿Dónde ha estado? La han estado buscando por semanas, no sabe lo preocupada que está su madre», exclamó agitado un vecino mientras se acercaba, pero ella seguía con la mirada perdida en el césped, como si estuviera trazando con sus ojos las rutas que las hormigas harían para conectar sus túneles. El anciano, aturdido por el encuentro repentino y la falta de voluntad de la muchacha, tocó su hombro derecho. Aun pareciendo llana como el agua de un lago, palpó en un simple roce la tensión que acumulaba en sus músculos, como si estuviese por explotar con un rostro inalterable y ausente.
El sol, que en ese momento deambulaba tímido por el horizonte, brillaba ferviente en lo más alto del cielo. Adela había sido llevada a la comisaría para que declarara lo sucedido aquellos días. En ese lugar se encontró con su familia. No había dicho una sola palabra, sólo soltó una lágrima al ser abrazada de forma superlativa por su madre, quien la apretó con vehemencia, como si nunca más la soltaría y permitiese que viviera lo que tuvo que vivir. Nadie, ni siquiera ella, había logrado conectar con su mirada y su ausencia se hacía cada vez más apabullante.
«Ramuc – Malin – Fora consummatum est; in te confeto Satana», oye en forma de canon. El fuego crece en el centro, las bestias bailan a su alrededor, el olor a azufre llena sus pulmones con el humo y el vapor. El calor es agobiante. Dos manos de hierro inmovilizan su cuello, una risa de mil dientes se le aparece ante sus ojos.
Adela despertó empapada en sudor y llanto, intentó gritar, pero su voz ya no le pertenecía, sintió cómo sus pulmones se contraían tomando envión para soltar su angustia, pero su pecho se comprimió apresándola. Lloró.
—Estrés postraumático —, sentenció el doctor, mientras miraba a la madre con esa expresión pedante que trae la vanidad de ser universitario en un pueblo de trabajo más que de estudio.
—¿Qué vamos a hacer, doctor? ¿Volverá a hablar?
—Por supuesto, pero no sabemos si hoy, si mañana o si dentro de un mes.
—Vamos a llevarla a la virgencita para que rece y se recupere pronto —, dijo la madre con una chispa de esperanza.
—Me parece bien, y le recomiendo que por ahora no pregunten demasiado por lo que ha pasado, eso podría devolverla al principio y necesitamos que avance, que sienta que ahora está protegida y lo que sea que haya pasado sea ya eso, parte del pasado.
—Gracias, doctor, Dios quiera que mi hijita sane pronto.
—Y una cosa más… —el doctor miró a la madre con gravedad y agregó—, la tranquilidad de su hogar es el camino más corto. Esos recorridos por las comisarías y los hospitales ya fueron suficientes según mi criterio.
Se saludaron cordialmente y la madre volvió a su casa. Pensó que podría hacerle una torta de damasco, la favorita de Adela, imperiosa de volver a ver su sonrisa.
Cuando la madre regresó a su casa se encontró con que Adela estaba arrodillada bajo la ducha completamente desnuda. Sin que ella la viera se acercó sigilosamente y la observó. Su cuerpo parecía el de un sospechoso luego de ser torturado para que confesara, tenía cortes, quemaduras y moretones por toda su espalda y en los muslos. En el torso, parecían haberle tatuado tres grandes círculos y en el vientre unos bultos de algo que habían puesto debajo de su piel. Dejó su escondite y llorando magullada se arrojó sobre su hija al grito de «¿Qué te han hecho hija mía, que te han hecho?».
Esa noche, Adela y su madre durmieron juntas en la misma cama, algo terrible había pasado y en su cuerpo quedaban las marcas de lo brutal que había sido lo sucedido. Durante la noche, la madre pudo escuchar otra vez la voz de su hija que balbuceaba palabras inentendibles mientras dormía y, por momentos, sufría espasmos que la hacían saltar del susto y se despertaba alarmada.
El día siguiente lo pasó en la cama, su madre le había llevado torta, pero no la probó. Tampoco habló ni miró a nadie cuando se acercaban para ver si la podían ayudar en algo. En la mente de Adela había una frase que se repetía eternamente: «Ramuc – Malin – Fora consummatum est; in te confeto Satana», no podía despegársela ni un segundo de ella, como si estuviese condenada a escucharla para siempre. Intercambiaba lágrimas por sueños, sólo dormía o lloraba. Cuando el cielo comenzó a oscurecer, se levantó y caminó un largo pasillo que conectaba su habitación con la cocina. Su semblante era el de una sonámbula, con pasos errantes e imprecisos, desprovistos de todo horizonte. En su mano agarrotada tenía sangre, la cual caía a cuenta gotas dejando rastros de su recorrido. Miró fijo a su madre con los ojos del mismísimo diablo y comenzó a dibujar en la pared.
Su madre, padre y hermanos permanecieron estáticos; el aire estaba denso y eléctrico. Parecía como si cualquier movimiento desembocaría en algún tipo de tragedia, por lo que sólo se dedicaron a observar lo que ella dibujaba intercambiando miradas de pánico e impotencia entre ellos.
En el mismo momento que su mano dibujó el último punto, Adela sufrió un repentino ataque convulsivo que le provocó el desmayo. Su madre, presurosa, dio un salto brusco, aunque no alcanzó a evitar el golpe. Le sostuvo la cabeza con sus manos y sintió que lentamente sus músculos comenzaban a relajarse. La muchacha de repente abrió sus ojos y con voz fuerte y clara dijo: «Ramuc – Malin – Fora consummatum est; in te confeto Satana», tensó su rostro con terror y lanzó un grito escalofriante que provocó el aleteo de todos los pájaros del pueblo que volaron alto para perderse en la noche.
El día siguiente fue el más frío en años, la escarcha vaticinaba una posible nevada, rara para el pueblo, pero posible. Una señora vestida de luto caminaba sobre el silencio del alba. Todo parecía mudo e inmóvil, tanto que hasta incluso le llamaron la atención unas huellas que vio en el pasto que salían de una casa y se perdían en el bosque. Se detuvo un momento a mirar, luego se entretuvo con el vapor que salía de su boca por el frío y siguió caminando. Dio algunos pasos más y escuchó estridentes gritos que rompieron el ambiente tan pacífico que hasta ahora ella se había figurado. Se dio vuelta y vio una mujer de unos cincuenta años arrodillada en el porche desconsolada, sujetada por un hombre, que parecía su marido, quien intentaba calmarla. Escuchó que gritaba «¡Adela! ¡Adela!».
Un patio de adoquines, rodeados por columnas que formaban un círculo perfecto, ése era el escenario. En el centro había tres personas que la esperaban con túnicas negras que cubrían incluso sus rostros. Dos hombres altos y fornidos, desnudos por completo, la agarraban de los brazos y la levantaban unos centímetros del suelo. Detrás de las columnas se divisaba otras personas vestidas con sotanas moradas y máscaras color oro. Algunas llevaban antorchas en sus manos, lo que generaba una iluminación tenue y de ensueño. Al llegar al centro del habitáculo, los monjes comenzaron a repetir en canon esa frase que se grabó entre sus sienes. En pocos segundos, los hombres le arrancaron la ropa y la dejaron desnuda en una tarima circular. Ataron sus piernas en unos ganchos amurados a los adoquines y sus manos juntas fueron atadas a otro gancho ubicado en el frente. De entre el público fueron saliendo entusiastas que tocaban a Adela con lascivia. Los hombres que la habían llevado alejaban a aquellos que habían llegado primero. Salieron de las filas mujeres que se frotaban en ella y los hombres que antes habían sido separados de la escena comenzaron una orgía con las mismas. Los monjes y los dos hombres continuaban imperturbables hasta que se oyó el sonido estridente de una trompeta. El cuadro de sexo salvaje y lujurioso se detuvo en seco. Todos se arrodillaron en el suelo y apoyaron sus frentes sobre los adoquines. Un hombre vestido con plumas caminó entre los feligreses y comenzó a azotar a Adela que gemía de dolor. Ella sabía que en ese lugar terminaría su vida. Los dos hombres colaboraron con los castigos infringidos a esa tierna muchacha. El anfitrión, repitió por última vez: «Ramuc – Malin – Fora consummatum est; in te confeto Satana» y se hizo el silencio. Un minuto más tarde, dijo con voz clara y triunfante: “Ya es nuestra», y ordenó que la desataran. Dibujaron en su torso el símbolo del ritual y colocaron una medalla en su vientre, luego suturaron la herida y la dejaron ir. El vecino que la encontró en el campo, había tardado dos días en descubrirla, ese tiempo estuvo sentada en el mismo lugar sin modificar siquiera su postura. Si bien el ritual había durado sólo unas horas, Adela había permanecido secuestrada por semanas, en donde se le practicaron pequeños rituales de iniciación y dieron de tomar algunas drogas que la hicieron vivir en estados alterados de conciencia, mientras la sodomizaban y la seducían.
Esa mañana fría Adela estaba sola, caminaba como si supiera a donde estaba yendo. Sentía un fuego interno que la abrasaba desde la cabeza a sus pequeños pies. Sólo llevaba puesto un ordinario vestido de hilo beige. Caminaba con decisión atravesando el ancho del bosque, sorteó el río y siguió su rumbo sin mirar hacia atrás ni detenerse siquiera un instante.
La madre en su casa estaba acongojada, preguntaba entre llantos por qué el doctor no le había hablado de las heridas, cómo era que la policía del pueblo tampoco había hecho mención del cuerpo ultrajado de la víctima. Cómo era posible que nadie pareciese estar alertado por lo sucedido, si eso nunca antes había pasado en el pueblo. Sus hijos, la escuchaban dóciles sin emitir palabra alguna, en cambio su marido trataba de tranquilizarla, aunque sin éxito. De forma repentina, luego de un corto silencio, la mujer tomó su abrigo y se fue caminando a paso firme a pedir explicaciones a las autoridades competentes.
Adela encontró un árbol que en su corteza estaba marcado con un símbolo que le parecía familiar. Recordó una historia que le narró una anciana durante su secuestro acerca de un alquimista llamado Levi que había encontrado «la receta final», de allí conocía el dibujo tallado.
—¡Dígame cómo no vieron las marcas que mi hija tenía por todo su cuerpo!
—Tranquilícese señora, está usted muy alterada —, le dijo el comisario sorprendido por el exabrupto.
—No puedo tranquilizarme al saber que usted y el sargento son cómplices de esos secuestradores —y agregó sollozando —, ¿Qué le han hecho a mi pobre Adelita?
—Señora, no entiendo de qué me habla, no conseguimos que ella nos dijera una sola palabra, ni siquiera pudimos hacerle el examen. Por eso le encomendamos que primero la llevase a lo del Doctor Butinsky, ¿dónde está Adela, la trajo con usted? Tenemos que tomarle declaraciones si ya puede hablar.
La madre entendió que la policía no sabía de lo ocurrido, sin decir nada más se dio vuelta con violencia y salió de la comisaría, estaba decidida a increpar al doctor, él si debía saber algo más. Recordó el consejo que le había dado días antes de no preguntar demasiado, ni pasearla por la comisaría ni el hospital. «¿Cómo no me di cuenta antes?», se preguntó frustrada.
Siguió las marcas que habían dejado por el bosque, encontró varios simbolismos más, estaba yendo por el camino correcto. Sentía cómo dentro de su cuerpo un fuego ardía más y más, provocando que sus latidos aumentaran y con ellos su respiración. El sudor recorría su cuerpo, ya no sentía miedo, tampoco dolor. Sólo una cosa sabía, tenía que llegar cuanto antes a ese lugar, allí pertenecía.
El doctor dejó pasar a la señora sin demoras ni burocracias, veía en ella la rabia del mar golpeando contra un acantilado que va cediendo con el tiempo formando esas grietas saladas, futuras arenas.
—Le ruego que me diga todo lo que sabe, mi niña ya no es la misma, ¿qué tiene en su cuerpo, donde está mi Adela?
El doctor tomó aire, miró a los ojos a la mujer y le dijo: «si usted se calma yo la puedo llevar a que la vea».
La mujer frunció el ceño, confirmó su teoría de que el doctor era cómplice de lo sucedido. Si bien había llegado hasta ahí, no imaginó nunca que el doctor iba a ceder ante sus pedidos de inmediato.
Adela ya no caminaba, ahora corría, sentía en sus entrañas que estaba alcanzando su meta, una voz interna la guiaba y era cada vez más clara. Sus pechos se entumecían, sentía el fuego de la lujuria recorrer sus venas, su boca estaba ya muy seca y al aire lo percibía denso y húmedo.
El doctor invitó a la madre a subirse a su auto, le advirtió que el camino estaba un tanto deteriorado, que no sería muy placentero pero que era la forma más fácil de llegar. Recorrieron el pueblo entero y enfilaron hacia el oeste. Atravesaron el bosque y minutos más tarde el río. Luego, salieron a una ruta de ripio, en donde apenas pudo acelerar la marcha. En ese viaje no se dirigieron la palabra ninguno de los dos. La madre sabía que podía estar siendo víctima de una trampa, pero no le importaba, no tenía miedo. Luego de un poco más de media hora, el doctor detuvo el auto: «A partir de ahora tendremos que seguir a pie».
Finalmente encontró ese lugar, recorrió el patio, vio otra vez las columnas rodeadas de enredaderas, los ganchos en el suelo y las figuras dibujadas en los adoquines. Estaba exhausta y, a pesar de su urgencia, se recostó sobre la tarima en donde había sido azotada. Aún sentía el sabor de los golpes, las manos que la tocaban, los gritos en plena orgía, el olor a sudor, que se entrelazaba con el humo y la lavanda. Mientras tanto, con sus manos recorría su cuerpo y llamaba entre suspiros a los monjes, a los feligreses y a las sacerdotisas.
Estaba anocheciendo, se escuchaba el sonido de las ranas, los búhos y los grillos; sonidos que se entrelazaban con un fondo sonoro que se fundían con sus pasos y las hojas de los árboles que se movían por la brisa. El doctor se veía dubitativo, pero no detenía su paso. La madre pensaba en la pasión de cristo, llevando la cruz entre los enemigos que lo castigaban, quien caminaba sabiendo que sólo se encontraría con la muerte. Estas imágenes, que en un comienzo eran puras fantasías, se fueron convirtiendo en figuras más reales, más vividas. Sentía que estaba caminando sobre serpientes venenosas, veía como el doctor mutaba en forma de bestia y los árboles, y las nubes, se derretían. «¿A dónde me están llevando?», pensó.
El fuego ardía en el centro del patio, la hoguera crecía más y más en tamaño, un grupo de personas saltaba a su alrededor como hienas salvajes en plena cacería. Se oían tambores y un coro de hombres cantando. También sonaban instrumentos de viento, hechos con madera o cañas. La noche servía de escenario perfecto. En lo alto de una tarima, se encontraba erguido y con los brazos en alto el hombre de plumas que había comenzado la anterior tortura ritual a Adela. Las mujeres, desnudas por completo, bailaban sosteniendo unas plumas a su alrededor. Se aceleraba la marcha de los tambores, crecía la hoguera, el volumen del coro y de los gritos. Se levantaba el viento y volaban cenizas por todo el lugar, parecido a un tornado de fuego.
La madre, sintió una mano que tocaba su cara y despertó. A unos metros estaba sucediendo el ritual sagrado. Su corazón se comprimió y ahora sí sintió miedo. Corrió a salvar a su hija como cualquier madre lo haría, empujó a los feligreses que bailaban entre las columnas y cayó de rodillas.
No podía creer lo que veían sus ojos. Estaba allí su hijita, sobre una tarima en el centro, rodeada de hombres que la penetraban y la manoseaban ansiosos. Sus ojos se habían enrarecido, el grosor de sus pupilas se expandió hasta cubrir todo el globo ocular; el pelo se había enrojecido, sus cejas se angularon, la boca parecía más grande y sus dientes triangulares, entre los cuales podía ver la lengua de una serpiente y el bulto de su vientre había desaparecido. Estaba gozando como una ninfa, y la miraba directo a los ojos mientras reía a carcajadas. Cuando pudo dejar de ver directo a su hija, miró a su alrededor y supo que todos los ojos del lugar estaban clavados en ella. Supo, también, en ese mismo momento, que estaba atrapada, que el fuego la atraía, que el suelo se agrietaba y que estaba a punto de caer.
—Que tal, doctor.
—¡Comisario, pase! ¿A qué debo el placer de su visita?
—Ayer vino a la comisaría la señora del herrero, muy consternada preguntando por unas marcas que había encontrado en su hija.
—Sí, es lamentable lo que pasó esa niña.
—Así es, doctor, sabrá usted que hoy vino su marido diciendo que ni ella ni su hija habían dormido anoche en la casa. Recordé haberle dicho a la señora que usted la había revisado y creí que tal vez supo algo de ella ayer.
—¡Qué bueno que lo pregunte comisario! Venga conmigo —y agregó —: Tuve que traerla para aquí, tuvo un pico de estrés que le provocó un brote psicótico. Ahora mismo iba a ir a avisarle a su familia, la estoy medicando para estabilizarla y luego devolverla a su hogar, aunque no creo que vuelva a ser la misma.
El médico abrió la puerta y el rostro del comisario dejó ver sin filtros su terror. La señora llevaba puesto un chaleco de fuerza, y se movía hacia adelante y hacia atrás con un pulso firme e inalterable, con la mirada perdida lejos, muy lejos. Su cabello se había emblanquecido de forma radical y temblaba esperando a que el soldado romano finalmente la rematase con su lanza y pusiera fin al infierno en que su alma había sido arrojada.
Merci pour la lecture!
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