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Tarzan era un heredero inglés criado en la selva. Fue adoptado por un grupo de monos tras la muerte de su padre a manos del simio Kerchak. Tarzán, cuyo nombre inglés era John Clayton, vizconde Greystoke, crece de esta manera en la jungla del oeste africano. Ya de adulto, con grandes habilidades atléticas, también como cazador y experto en el medio en el que vive, Tarzán conoce a la joven americana Jane Porter cuando es abandonada en la selva. Gracias a su ayuda, la joven vuelve a su país, pero el amor hace que Tarzán abandone África y viva en Inglaterra junto a Jane, con quien llega a tener un hijo. Sin embargo, Tarzán no se adapta a la hipocresía y falsedad de la sociedad moderna y decide volver a la selva, donde se hace dueño de un gran territorio donde vivirá numerosas aventuras.


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En alta mar: I

Esta historia me la proporcionó alguien que no tenía motivo alguno para contármela,
ni a mí ni a nadie. El principio del relato podría atribuirlo a la seductora influencia que
sobre el narrador ejercían los vapores etílicos de una añeja cosecha. El resto de la
extraña fábula llegaría como consecuencia de la escéptica incredulidad que
manifesté durante los días siguientes.
Cuando mi sociable anfitrión se percató de lo lejos que había llegado en su relato y
de que me inclinaba más bien a dudar de la veracidad de lo que me exponía, su
insensato orgullo asumió con renovados bríos la tarea que había desencadenado la
vieja añada vinícola y le indujo a desenterrar pruebas documentales que
confirmaban los rasgos más sobresalientes de la singular leyenda: un mohoso
manuscrito antiguo y ciertos expedientes polvorientos de la Oficina Colonial
Británica.
No digo que la historia sea verídica, ya que no fui testigo presencial de los sucesos
que detalla, pero la circunstancia de que al contárosla asigne nombres ficticios a los
protagonistas creo que constituye evidencia suficiente de mi sinceridad al declarar
que opino que muy bien pudiera ser cierta.
Las carcomidas y amarillentas páginas del diario de un hombre fallecido hace
muchos años y los documentos de la Oficina Colonial Británica coinciden
exactamente con la narración de mi cordial anfitrión, así que os presento el relato tal
como, tras laboriosos esfuerzos, me ha sido posible componerlo, a base de encajar
las diversas fuentes de que dispuse.
Y si la crónica no os parece digna de crédito, al menos convendréis conmigo en que
es única, extraordinaria e interesante.
A través de los expedientes de los archivos de la Oficina Colonial y de los datos
facilitados por el diario del difunto, nos enteramos de que a cierto joven aristócrata
inglés, al que llamaremos lord Greystoke, John Clayton, se le encomendó la
particularmente delicada tarea de investigar la situación de una colonia británica
situada en la costa occidental de África, entre cuya ingenua población indígena,
según determinados informes, otra potencia europea se dedicaba a reclutar soldados
para su propio ejército colonial, tropas que sólo utilizaba para recolectar a la fuerza el
caucho y el marfil de las tribus que vivían a orillas de los ríos Congo y Aruwimi.



Los nativos de la colonia británica se quejaban de que a muchos de sus jóvenes se
los llevaban encandilados con promesas deslumbrantes, pero que muy pocos volvían
después junto a su familia, si es que volvía alguno.
Los ingleses establecidos en África llegaban incluso a afirmar que a aquellos pobres
negros se los mantenía en una situación de virtual esclavitud y que después de
concluido el periodo de alistamiento, los oficiales blancos aprovechaban la
ignorancia de aquellos desdichados para engañarles diciendo que aún les quedaban
varios años por cumplir.
A la vista de ello, la Oficina Colonial destacó a John Clayton como enviado especial
al África Occidental Británica, con un nuevo cargo e instrucciones confidenciales
para que realizase una investigación a fondo sobre el trato injusto al que los oficiales
de una potencia europea amiga sometían a los súbditos británicos de color. Sin
embargo, la causa por la que encargaron a lord Greystoke tal cometido carece de
importancia en lo que afecta a este relato, puesto que no llegó a realizar
investigación alguna; a decir verdad, ni siquiera alcanzó su punto de destino.
Clayton pertenecía a ese tipo de hombre inglés que uno suele asociar de buen grado
a esos nobilísimos monumentos con que se conmemoran las hazañas victoriosas
obtenidas en mil campos de batalla: un hombre vigoroso y varonil, tanto mental como
física y moralmente.
De estatura superior a la media, tenía ojos grises y facciones regulares y enérgicas;
salud de hierro, porte distinguido y constitución robusta, lógico fruto todo ello de los
años de adiestramiento y práctica militar.
La ambición política le había inducido a solicitar el traslado del ejército a la Oficina
Colonial y así le encontramos, joven aún, encargado de una misión delicada e
importante al servicio de la Reina.
Al recibir el nombramiento, Clayton se sintió entusiasmado y horrorizado a la vez.
Aquel ascenso le parecía normal, un honor merecido, el premio a sus esfuerzos y a
la inteligente labor que había llevado a cabo; representaba también ascender un
peldaño más en el escalafón que conducía a puestos de mayor importancia y
responsabilidad. Por otra parte, sin embargo, apenas habían transcurrido tres meses
desde su boda con la honorable Alice Rutherford y le aterraba la idea de llevar a la
preciosa muchacha al aislamiento y los peligros del África tropical.
Por ella hubiera rechazado el nombramiento, pero la joven no lo habría consentido
de ninguna manera. Muy al contrario, la muchacha insistió en que lo aceptara y se
empeñó en acompañarle.

Había madres y hermanos, tíos y primos que echaron su cuarto a espadas en el
asunto; pero de esas opiniones y del tono en que las expresaron no dice nada el
relato.
De lo que sí queda constancia es de que una luminosa mañana del mes de mayo de
1888, John, lord Greystoke, y lady Alice, zarparon de Dover, rumbo a África.
Al cabo de un mes llegaban a Freetown, puerto en el que fletaron un velero, el
Fuwalda, que debía trasladarlos a su destino.
Y en ese punto John, lord Greystoke, y lady Alice, su esposa, se perdieron de vista y
no se volvió a saber nada más de ellos.
Dos meses después de que el Fuwalda hubiese levado anclas y se alejara de
Freetown, media docena de buques de guerra británicos recorrieron aquella zona del
Atlántico sur, en busca de la pareja o de algún rastro de su velero. El casi inmediato
descubrimiento en la playa de la isla de Santa Elena de los restos del naufragio
convenció al mundo de que el Fuwalda se había hundido con cuanto llevaba a bordo,
de modo que la búsqueda se interrumpió cuando apenas acababa de iniciarse,
aunque en varios corazones anhelantes la esperanza continuó aleteando durante
muchos años.
Bergantín de unas cien toneladas, el Fuwalda era un típico barco mercante como
muchos otros de los que por entonces se dedicaban al tráfico marítimo en el
Atlántico meridional, cuyas tripulaciones las componían lo más facineroso de la
escoria del mar: asesinos que habían dado esquinazo a la horca y sanguinarios
malhechores de toda raza y nacionalidad.
El Fuwalda no era ninguna excepción a aquella regla. Sus oficiales, matones
endurecidos, odiaban a la tripulación y, naturalmente, la tripulación les pagaba en la
misma moneda. El capitán, con todo y ser un competente lobo de mar, trataba a sus
hombres con despiadada brutalidad. En sus relaciones con ellos, sólo conocía, o
sólo empleaba, dos argumentos: la barra de hierro llamada cabilla y el revólver. Es
harto probable que aquella abigarrada chusma que tenía a sus órdenes no
entendiese ningún otro.
Así que, desde el día siguiente al de la partida de Freetown, John Clayton y su joven
esposa presenciaron en la cubierta del Fuwalda escenas que jamás hubieran creído
posible que se desarrollaran en otro lugar que no fuesen las cubiertas ilustradas de
las novelas de piratas.




En la mañana del segundo día se forjó el primer eslabón de la que iba a ser una
cadena de circunstancias que se remataría con el nacimiento de una criatura de vida
sin parangón en la historia de la humanidad.
Dos marineros fregaban la cubierta del Fuwalda, el primer piloto estaba de guardia y
el capitán hizo un alto en su camino para hablar con John Clayton y lady Alice.
Los marineros trabajaban retrocediendo de espaldas hacia el pequeño grupo, que se
encontraba de cara hacia el lado opuesto por el que se acercaban los tripulantes.
Éstos siguieron aproximándose hasta que uno de ellos quedó inmediatamente detrás
del capitán. Unos segundos más y habría pasado de largo, con lo que este insólito
relato tal vez no se hubiera escrito jamás.
Pero en aquel preciso instante, el capitán dio media vuelta para separarse de lord y
lady Greystoke y, al hacerlo, tropezó con el marinero, cayó de bruces sobre la
cubierta, volcó el cubo de fregar y el agua sucia que contenía éste le dejó como una
sopa.
La ridiculez de la escena duró segundos, muy pocos segundos. Porque, casi
automáticamente, al tiempo que despedía una andanada de espantosos reniegos y
la iracunda mortificación soliviantaban su rostro tiñéndolo de escarlata, el capitán se
puso en pie y propinó al marinero un golpe terrible que lanzó al hombre contra la
cubierta.
Era un individuo menudo y entrado en años, lo que acentuó la brutalidad del acto. El
otro marinero, sin embargo, no era viejo ni pequeño, sino un tipo gigantesco y
robusto como un oso, de fiero bigote negro y grueso cuello de toro asentado
firmemente entre los hombros macizos.
Al ver caer a su compañero, encogió el cuerpo para tomar impulso y, a la vez que
emitía un sordo gruñido, se precipitó sobre el capitán y con un solo pero demoledor
derechazo le hizo doblar la rodilla.
El rostro del capitán pasó del rojo al blanco, porque aquello era sedición, un motín
que no era el primero al que se enfrentaba en su desalmada carrera profesional.
Estaba acostumbrado a dominarlos. Sin incorporarse, tiró fulminantemente de
revólver y disparó a quemarropa contra la formidable montaña de músculos erguida
ante él. Sin embargo, con todo lo rápido que fue en sus movimientos, John Clayton,
casi le superó en celeridad, por lo que la bala cuyo objetivo era el corazón del
marinero se vio desviada en su trayectoria y se alojó en la pierna del hombre, ya que
lord Greystoke se había apresurado a golpear el brazo del capitán, en cuanto vio
centellear el arma a la luz del sol.


Hubo un intercambio de palabras entre Clayton y el capitán, durante el cual lord
Greystoke dejó bien claro el disgusto que le producía la brutalidad con que se trataba
a la tripulación y manifestó que no estaba dispuesto a consentir que se produjeran
más escenas como aquella en tanto lady Greystoke y él estuviesen a bordo como
pasajeros.
El capitán estuvo en un tris de replicar airadamente, pero lo pensó mejor, dio media
vuelta bruscamente y, fruncido el ceño y tenebrosa de rabia la expresión, se alejó
hacia popa.
No le seducía lo más mínimo ponerse a malas con un funcionario inglés, porque el
poderoso brazo de la reina enarbolaba un instrumento punitivo cuya eficacia él sabía
apreciar y, en consecuencia, respetaba: la Marina británica, cuyo alcance era infinito.
Los dos marineros empezaron a recobrarse y el viejo ayudó a ponerse en pie a su
compañero herido. El gigantón, conocido entre sus camaradas por el nombre de
Michael el Negro, probó cautelosamente a apoyar la pierna tiroteada y, tras
cerciorarse de que aguantaba el peso del cuerpo, miró a Clayton y le dio las gracias
con un áspero gruñido.
Aunque el tono del hombre fue desabrido, su reconocimiento no dejaba de ser
evidente. Apenas había terminado de pronunciar sus bienintencionadas palabras de
gratitud, giró sobre sus talones y echó a andar cojeando hacia el castillo de proa, con
el manifiesto propósito de evitar todo posible diálogo ulterior.
No volvieron a verle en varios días, como tampoco les concedió el capitán el honor
de departir con ellos; les dirigía la palabra sólo cuando era imprescindible y siempre
a base de gruñidos hoscos.
Continuaron comiendo en la cámara de oficiales, tal como solían hacer antes del
infortunado lance; pero el capitán tuvo buen cuidado en arreglárselas para que
alguna de sus obligaciones le impidiese coincidir con ellos a la mesa.
Los demás oficiales eran individuos toscos e incultos, de nivel humano sólo
ligeramente superior al de la canallesca tripulación que tenían a sus órdenes, y se
esforzaban al máximo para eludir todo trato social con el refinado aristócrata inglés y
su elegante esposa, de forma que los Clayton se pasaban la mayor parte del tiempo
solos, sin que nadie alterase su tranquilidad.
Lo cual se ajustaba perfectamente a sus deseos, aunque también los excluyó de la
vida cotidiana del buque y, al dejarlos un tanto aislados, les impidió estar en contacto
con los sucesos que culminarían en sangrienta tragedia.



Saturaba la atmósfera de la embarcación ese algo indefinible que augura el
desastre. Exteriormente, que los Clayton supieran, a bordo del pequeño velero todo
marchaba como siempre; pero aunque no se lo confesaran el uno al otro, ambos
presentían que una corriente invisible impulsaba a todos hacia un peligro
desconocido.
Dos jornadas después del incidente en el que Michael el Negro acabó herido,
Clayton salió a cubierta en el preciso instante en que cuatro miembros de la
tripulación bajaban el cuerpo inerte de un compañero, mientras el primer oficial, que
empuñaba una gruesa cabilla, contemplaba con expresión feroz al grupo de hoscos
marineros.
Clayton no formuló pregunta alguna no hacía falta y al día siguiente, cuando en el
horizonte se recortó y fue aumentando de tamaño la silueta de un buque de guerra
británico, se sintió medio decidido a solicitar que los subieran a bordo del mismo, a
lady Alice y a él, ya que cada vez cobraban más fuerza los temores de que, si
continuaban en aquel siniestro Fuwalda, sólo podría ocurrirles alguna desgracia.
Hacia el mediodía, los buques estaban tan cerca uno de otro que se podía hablar
con el barco de guerra británico, pero cuando Clayton casi había decidido pedir al
capitán que los trasladase a bordo, comprendió súbitamente lo ridículo de semejante
solicitud. ¿Qué razones podía ofrecer al oficial que estuviese al mando de la nave de
Su Majestad para justificar el deseo de volver hacia el punto de donde procedía?
En el caso de que declarase que el motivo consistía en el trato violento que los
oficiales aplicaron a dos marineros rebeldes, los del buque de guerra se reinan para
sus adentros y atribuirían el deseo de abandonar el Fuwalda a un solo motivo:
cobardía.
John Clayton, lord Greystoke, no solicitó que le permitieran trasladarse al buque de
guerra británico. Bastante después del mediodía contempló cómo iban perdiéndose
tras la lejana línea del horizonte los palos de aquel barco. Antes de eso, sin
embargo, se enteró de algo que confirmaba sus más negros temores y que le
impulsó a maldecir el falso orgullo que pocas horas antes le había impedido procurar
seguridad a su joven esposa, cuando tal seguridad estaba a su alcance... Una
seguridad que había desaparecido ya para siempre.
A media tarde, el menudo y anciano marinero que unos días antes derribara a golpes
el capitán se llegó a las proximidades de la borda desde donde John Clayton y su
esposa observaban el cada vez más diminuto perfil del gran buque de guerra.



El viejo limpiaba los dorados y, con disimulo, se fue acercando hasta situarse casi
pegado a Clayton.
-El infierno se va a desencadenar sobre esta nave, señor -susurró-. Acuérdese de lo
que le digo. Esto va a ser un infierno.
-¿Qué quiere decir, amigo? -preguntó Clayton.
-Vamos, ¿es que no se da cuenta de lo que está ocurriendo? ¿No se ha enterado de
que esos hijos de Satanás del capitán y sus sicarios se están ensañando con la
tripulación?
»Ayer rompieron la cabeza a dos marineros. Hoy han sido tres. Michael el Negro ya
se ha recuperado casi del todo y no es hombre que aguante esta situación; fíjese en
lo que le digo, señor.
¿Insinúa, amigo, que la tripulación proyecta amotinarse? -inquirió Clayton.
-¡Amotinarse! -exclamó el viejo marino-. ¡Amotinarse! En lo que piensan es en
asesinar, señor, no olvide lo que le digo, señor.
-¿Cuándo?
-Está al caer, señor; la rebelión va a producirse de un momento a otro, pero no sé
exactamente cuando. He hablado ya más de la cuenta, pero usted se portó bien con
nosotros el otro día y pensé que debía avisarle. Le aconsejo, sin embargo, que
mantenga el pico cerrado y que, en cuanto oiga disparos, baje a su camarote y se
quedé allí.
»Eso es todo, limítese a mantener la lengua quieta, si no quiere recibir un balazo, y
tenga presente lo que le he dicho, señor.
El viejo marinero continuó sacando brillo a los metales, tarea que le apartó del lugar
donde se encontraban los Clayton.
-Vaya panorama que se nos presenta, Alice -comentó lord Greystoke.
-Debes ir inmediatamente a avisar al capitán, John. Puede que aún estemos a
tiempo de evitar la revuelta.
-Supongo que, en efecto, debería hacerlo, pero por motivos puramente egoístas casi
me inclino a «mantener el pico cerrado». Hagan lo que hagan los miembros de la
tripulación, estoy seguro de que no se meterán con nosotros, en agradecimiento por
mi postura a favor de Michael el Negro. Pero si descubren que los he traicionado, no
tendrán piedad de nosotros, Alice.
-Tu deber sólo es uno, John, y consiste en respaldar la autoridad legítimamente
constituida. Si no vas en seguida a advertir al capitán, tendrás tanta responsabilidadresponsabilidad


habrá de atenerse a las consecuencias e irse al diablo. Me tiene sin cuidado el que


sea usted un lord inglés. Yo soy el capitán de este barco y le exijo que, en adelante,
deje de meter sus impertinentes narices en mis atribuciones.
El capitán había perdido los estribos de un modo tan frenético que su rostro estaba
cárdeno de furor. Pronunció las últimas palabras a voz en cuello y las subrayó
descargando furiosamente contra la mesa uno de sus enormes puños, a la vez que
agitaba el otro frente al semblante de Clayton.
Greystoke no se alteró lo más mínimo, sino que permaneció tranquilo, de pie,
sosteniendo la mirada colérica del capitán.
-Capitán Billing -silabeó Clayton finalmente-, perdone mi sinceridad: es usted lo que
se dice un perfecto burro.
Dio media vuelta y salió de la cámara con su acostumbrada flema indiferente, una
calmosa actitud sin duda calculada para provocar torrentes de iracundas
imprecaciones en sujetos de la catadura moral de Billing.
Es posible que el capitán se hubiera arrepentido de sus precipitadas palabras de
haber intentado Clayton aplacarle, pero al no ser así, sino todo lo contrario, el mal
genio del oficial situó a éste en una irreversible postura negativa que impedía toda
posibilidad de colaboración en pro del bien común. La última posibilidad se había
disipado.
-Bueno, Alice -comunicó Clayton a su esposa, al reunirse con ella-. Podía haberme
ahorrado el esfuerzo. Ese individuo ha demostrado ser un ingrato. Le faltó muy poco
para lanzarse sobre mí como un perro rabioso. Por lo que a mí respecta, tanto él
como su maldito barco pueden irse al garete. Hasta que tú y yo nos encontremos a
salvo, emplearé todas mis energías en velar por nuestra propia seguridad. Y creo
que, para empezar, lo primero es ir a nuestro camarote y coger mis revólveres.
Ahora me arrepiento de haber guardado en los baúles que van en la bodega las
armas largas y las municiones.
Encontraron sus compartimentos en el mayor desorden. La ropa de los cajones y las
maletas, ahora abiertos, aparecían desperdigadas por el reducido espacio del
camarote y hasta las camas estaban deshechas y rotas.
-Es evidente que alguien tiene más interés por nuestras pertenencias que nosotros
mismos -observó Clayton-. Echemos un vistazo, Alice, a ver qué falta.
Una revisión completa demostró que no les habían quitado nada, salvo los dos
revólveres de Clayton y unos cuantos cartuchos que había separado para dichas
armas.

Precisamente las cosas que más desearía que me hubiesen dejado -dijo lord
Greystoke- y el detalle de que hayan organizado todo este desbarajuste para
llevarse esas armas y nada más que esas armas resulta algo de lo más ominoso.
-¿Qué vamos a hacer, John? -preguntó Alice-. Tal vez estabas en lo cierto al opinar
que nuestras mayores posibilidades residían en mantener una actitud neutral.
»Si los oficiales se las arreglan para dominar el amotinamiento, no tendremos nada
que temer, y si los sediciosos logran su objetivo, nuestra esperanza, aun que débil,
consistirá en la circunstancia de no haber intentado frustrar sus designios ni
oponernos abiertamente a ellos.
-Tienes razón, Alice. Nos mantendremos en el centro del camino.
Cuando se disponían a poner en orden el camarote, Clayton y su esposa advirtieron
simultáneamente que por debajo de la puerta asomaba la esquina de un pedazo de
papel. Clayton se inclinó para cogerlo y vio, sorprendido, que el papel se deslizaba
hacia el interior de la estancia. Comprendió que alguien lo estaba empujando desde
fuera.
Se acercó a la puerta rápida y silenciosamente, pero cuando alargó la mano hacia el
picaporte, Alice le agarró la muñeca.
-No, John -susurró la muchacha-. No desean que los veamos, así que vale más que
no lo hagamos. Ten presente que hemos decidido mantenernos neutrales.
Clayton dejó caer el brazo, al tiempo que esbozaba una sonrisa. Permanecieron
inmóviles, con la mirada en el papel que, al final, quedó inmóvil sobre el suelo del
camarote, junto al borde inferior de la puerta.
Entonces, Clayton se agachó para recogerlo. Era un trozo de papel blanco, sucio,
torpemente doblado en irregular rectángulo. Al desdoblarlo, los ojos de Clayton
tropezaron con un mensaje escrito en toscas letras de imprenta, casi ilegible, con
todos los indicios de haber sido trazadas por alguien nada acostumbrado a tales
tareas caligráficas.
Traducida, la nota era un aviso para que los Clayton se abstuvieran de denunciar la
pérdida de sus revólveres y de repetir lo que el viejo marinero les había confesado.
Abstenerse de ello o enfrentarse a la pena de muerte.
-Imagino que seremos buenecitos -Clayton acompañó sus palabras con una sonrisa
pesarosa-. Lo único que podemos hacer es cruzarnos de brazos, sentarnos y
esperar lo que puede venir.


19 Août 2020 21:18 1 Rapport Incorporer Suivre l’histoire
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Mitzi Hernandez Durán Mitzi Hernandez Durán
Nunca me había tocado leer el libro original, que bueno que está aquí.
October 09, 2020, 16:36
~

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