A medida que la penumbra envolvía al bosque, Alberto comenzaba a pensar que estaba viviendo una pesadilla.
—¡Álvaro! —gritó.
La voz de Alberto se perdió en la espesura. Con el corazón en la garganta, esperó. No hubo respuesta. Se le humedecieron los ojos; tenía ganas de llorar. Sintió que algo se derrumbaba en su estómago, junto con lo que le quedaba de esperanza. Se mordió los labios, apretó los puños y golpeó el árbol a su lado.
Buscaba a su hijo Álvaro. Habían ido a acampar al bosque por pedido del pequeño por su doceavo cumpleaños. Pasaron la mañana armando la tienda, recolectando leña y explorando los alrededores del campamento. A la tarde, Álvaro, a pesar de que él lo había pedido, estaba aburrido. Y para su desgracia, Alberto no tuvo mejor idea que jugar a las escondidas. Mientras cerraba los ojos y contaba hasta cien, su hijo se escabulló por los alrededores. Alberto no volvió a verlo. Después de buscarlo cerca del campamento por una media hora, comenzó a ponerse nervioso y decidió llamar a las autoridades; el móvil no tenía señal. Sólo debatió sus opciones por un minuto; no podía salir del bosque para pedir ayuda y dejar a su hijo solo. De eso, habían transcurrido seis horas.
Volvió a gritar el nombre de su hijo. Le ardía la garganta.
Nadie respondió.
A su hijo se lo había tragado la tierra. Alberto no hallaba huella o alguna otra señal para guiarse; daba vueltas en círculos cada vez más amplios. Se recostó contra el troncó y se golpeó la cabeza una y otra vez para tratar de pensar en algo. La penumbra se retiraba temerosa y daba paso a la oscuridad de la noche. Alberto encendió la linterna y apuntó a un sitio al azar. Un escalofrío le recorrió la espalda.
En la aureola de luz, vislumbró algo rojizo medio oculto en un matorral. Dio un respingo y echó a correr hacia allí. El corazón le aumentaba en revoluciones a cada paso, hasta casi sonar como un tambor dentro de su pecho. Se arrodilló, dejó la linterna en el suelo y sujetó aquella cosa rojiza que tanto conocía: era la campera de Álvaro. Alberto sintió un alivio como jamás había sentido antes.
Entonces, el alivio fue devorado por el pánico.
El dibujo en la espalda de la campera, uno de los autos de la película Cars, estaba desgarrado. Alberto trató de calmarse aludiendo a que pudo haberse roto con una rama, pero no lo consiguió. Tuvo un presentimiento que le heló la sangre; la campera había sido arañada, pero por unas grandes garras. Sacudió la cabeza de lado a lado y tomó la linterna para ver mejor.
Descubrió pequeñas manchas oscuras en la tela. Acercó un dedo tembloroso y las tocó; estaban pegajosas. Alberto dejó caer la campera de su hijo como si se tratara de un objeto maldito y desvió la vista.
Cuando estaba a punto de vomitar, algo aulló más adelante. Se puso de pie de un salto e iluminó al frente. Una silueta negra atravesó el haz de la linterna.
—Un lobo… —murmuró.
De nuevo sacudió la cabeza para despejarse; era una alucinación; su mente le estaba jugando una broma. Eso le podía suceder a cualquiera en la oscuridad. Decidió que lo mejor era avanzar. Sujetó la campera de Álvaro y rodeó el arbusto para echar un vistazo más adelante.
Después de caminar varios minutos, y sin animarse a volver a gritar, se detuvo frente a una cueva. El haz no penetraba la espesa oscuridad como si fuera la profunda garganta de una criatura gigante. Alberto tragó saliva y avanzó; encontraría a su hijo, aunque fuera lo último que haga.
Poner un pie dentro de la cueva, fue para él como pisar el purgatorio; sus mayores miedos lo esperaban. El suelo rocoso estaba manchado de sangre.
—Oh Dios, te lo ruego, que sea la sangre de un ciervo. —pidió con voz entrecortada.
Cada paso, para seguir el rastro de sangre, era un martirio. La linterna parecía ser manipulada por un enfermo de Parkinson. De todas maneras, alumbró el final de la cueva. Alberto sintió un cosquilleo en cada milímetro de piel de su cuerpo, como si le clavaran un millar de alfileres al mismo tiempo. La campera y la linterna se resbalaron de sus manos.
—Álvaro… —balbuceó.
Se aproximó arrastrando los pies. Las lágrimas se escapaban de sus ojos hasta llegar a sus labios. Se desplomó de rodillas junto a su pequeño hijo: o lo que quedaba de él. Le faltaba un brazo y un trozo de su cuello también había desaparecido. Alberto hundió el rostro en el pecho de su hijo.
—Es una pesadilla, una broma, no es real. No puede serlo…
Eso era, una broma. Una broma de mal gusto. Alberto, abrazando el cuerpo despedazado de su hijo, elevó el rostro y comenzó a reír a carcajadas. Rió por horas y horas, hasta que se desmayó de cansancio…
—2—
El pequeño rectángulo de la puerta se abrió. Dentro de la blanca habitación acolchonada, un hombre, vestido con una camisa de fuerza, reía a tal punto que daba la impresión de ahogarse en cualquier momento.
—¿Quién es ese? —preguntó el nuevo enfermero del hospital psiquiátrico. —Parece que se está divirtiendo.
—Ese es Alberto. —le respondió el encargado. —Sobre estas horas siempre comienza a reírse a carcajadas.
—¿Saben por qué? —inquirió, curioso, el nuevo.
—Tal vez el antiguo encargado lo supiera. No es mi caso. Cuando me dieron el puesto, hace cinco años, hubo un incendio y muchos de los expedientes se perdieron.
—¿Debo sedarlo?
—No lo veo necesario, bastante tiene con estar loco. Mejor dejar que se siga divirtiendo. Ya sabes lo que dicen; hay un cierto placer en la locura, que solo el loco conoce.
El encargado y el nuevo enfermero rieron juntos, pero fueron opacados por las carcajadas de Alberto. Cerraron la rendija y continuaron con el recorrido. Al alejarse por el pasillo, poco a poco, la risa se redujo a un murmullo y dejaron de escucharla.
Sin embargo, Alberto seguía riendo. Reía como cada día desde hace cinco años, viviendo una y otra vez lo sucedido aquella noche en el bosque…
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