Aquél 26 de marzo del 2019 desperté muy temprano, me puse de pie frente a la ventana, abrí las cortinas y miré en el cielo al sol brillar. Di media vuelta y te miré en la cama, dormías plácidamente. Sonreí y agradecí a la vida por uno de los momentos más felices de mi existencia. Salí de casa para comprar pan y café, y luego caminé de vuelta para desayunar contigo.
Cerca de casa un extraño sujeto se posó frente a mí, bloqueándome el paso.
—Hilda —suspiró.
Abrí muy grandes los ojos, me pregunté por qué un completo desconocido sabía mi nombre.
—¿Lo conozco?
—Sí.
—¿De dónde?
—Hoy estoy ahí —dijo, señalando el lado izquierdo de mi pecho— pero no será así por mucho tiempo.
Fruncí el ceño y apreté los labios.
—¿Qué?
—¿Por qué lo hiciste, Hilda? Te lo di todo. ¡Todo! —enfatizó.
Su aspecto desaliñado y su aliento etílico me causaron escalofríos. Tragué saliva y miré a mi alrededor. Quise alejarme, pero mis piernas temblorosas se anclaron al suelo.
—¿Te asusté?
Por supuesto que me había asustado, mas no respondí nada.
—¿No me reconoces, Hilda?
Negué despacio con la cabeza.
—Soy yo, Daniel.
"Cuál Daniel" —comencé a pensar—. "Quién Daniel". "De dónde lo conozco". Veía su rostro y trataba de ponerle un contexto, algún recuerdo, lo que fuera para no sentir tanto miedo. Pensé que, si en verdad nos conocíamos de algún lado, no había razón para pensar que me iba a hacer daño. Me notó tan turbada que lo dijo, esa fue la primera vez que lo hizo:
—Soy Daniel Anzares y vengo del futuro.
Abrí grandes los ojos. Una no se puede reír cuando un sujeto viejo y borracho le dice algo como eso, pero tampoco lo podía tomar en serio. Me quedé petrificada, absorta en sus ojos rojos e hinchados. ¿Qué pretendía al decirme eso? Por más que intenté no pude hablar, ¿qué iba decirle? ¿Que estaba loco? Sí que lo estaba, y por ello, lo más conveniente era quedarme callada. Tenía miedo, sentía que la peste de su cuerpo me estaba embriagando también. Él me observaba, quieto y sin parpadear. Esperaba una reacción, pero no pude darle ninguna; yo sólo quería correr, quería pedir ayuda, tratar de ser amable y así poder alejarme, pero estaba tan cerca que si lo intentaba quizá me tomaría y quién sabe lo que haría conmigo. Sus ojos comenzaron a moverse, a recorrer mi rostro centímetro a centímetro, y con cada oscilación un adarme de agua iba naciendo en ellos: estaban inundándose, a punto de desbordarse sobre sus anchas mejillas.
—¿Por qué? —preguntó— ¿Por qué me dejaste? Yo te di todo lo que pude. Yo te amaba de verdad.
Contraje las cejas. Lo que me chillaba no tenía sentido. Su amenazante tono de voz amilanó mi corazón; sentía mi pulso saltando sobre mi cuello. Tendría que estar confundiéndome, tan alcoholizado y drogado que no era consciente de su insensatez. No sabía cómo quitármelo de encima. Se acercó un paso más, y antes de poder hacer nada, me tomó por los hombros y me sacudió con brusquedad. "¿Por qué?", insistió. Las lágrimas cayeron de sus ojos. Me liberé de un tirón y sin pensarlo le aventé el café en el estómago. Eché a correr mientras él se retorcía de dolor.
—No voy a dejar que me hagas esto —vociferó—. ¡No otra vez! No irás a Melbourne.
Pelé los ojos cuando escuché sus últimas palabras, casi me detengo para voltear atrás, pero no, seguí corriendo hasta llegar a casa.
No fui capaz ni de buscar las llaves. Manoteé la puerta desesperadamente hasta que abriste. Te abracé muy fuerte y lloré en tu pecho. Sin saber nada me dijiste que ya todo estaba bien, que estaba a salvo.
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