Sois como niños que, con los ojos bien abiertos, os arremolináis alrededor del hogar; ávidos de historias sobre aquellos que una vez ocuparon la tierra que ahora pisáis, de los que fundaron las ciudades que habitáis, que levantaron las murallas, los templos, los palacios y los puertos. Hombres tan formidables, varones de linaje divino, campesinos guerreros, reyes pastores.
Hoy me preguntáis por los hijos de la Acaya, los que se unieron al Argo y, surcando mares ignotos, se enfrentaron a múltiples peligros en pos de la áurea piel de un carnero. Eran tiempos en que dioses y demonios caminaban entre los hombres mortales, y las ninfas salían de sus grutas a cantar a los héroes.
Etálides me llamaban, cuando me uní a los caudillos minias en calidad de heraldo, y supe de todos ellos, pues a todos interrogué y todo lo retengo en mi cabeza, regalo del padre Hermes. Allí conocí a los adalides de Pelene, y con ellos conviví: Asterio, vigoroso y de ánimo leonino; y Anfión, de muy veloz pensamiento e ideas sagaces, ambos arrojados, ambos decididos. Eran hermanos solo de adopción, ya que Anfión, dejando su casa y su familia siendo un muchacho, viajó hasta aquí, donde el magnánimo Hiperasio lo adoptó como suyo. Así lo escuché de su boca en el sagrado bosque de Dodona, interesándome yo por su procedencia:
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