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eva-lapertu1567441215 Eva Lapertu "Tienes para escribir una trilogía" " Ni Almodóvar podría hacer un guión de tu vida" Frases de este estilo me persiguen en conversaciones banales, de cinco minutos, con gente que acabo de conocer y no saben prácticamente nada sobre mi. Imaginaros que pasaría por sus cabezas si pudieran ser espectadores directos de la realidad. Mi historia tiene tintes dramáticos, románticos, de ficción y mucho humor ácido, del que escuece. Hay vidas que no caben en una novela, ni en una película, la mía sí. Tengo 44 años y con 20 capítulos voy a intentar contarte quien soy y como he llegado hasta aquí sin que me falte ningún órgano de momento. El corazón lo tengo tocado, pero entero. 0 critiques

#trocitosdevida
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5. UN DIAMANTE EN BRUTO.

Solo había que pasar cinco minutos con él para saber que era necesario pulirlo cada día y entonces brillaría como una auténtica gema.

No era demasiado delicado en sus formas, tampoco en sus palabras, ni en sus gestos, pero era muy cuidadoso con las almas del resto.

Pertenecía a una familia conservadora, tradicional donde la mujer estaba al servicio del hombre y éste llevaba el dinero a casa y mantenía el bienestar económico y social gracias a su fortaleza y sacrificio.

Recibió múltiples castigos y cachetazos por parte del jefe de aquella tribu (su padre), un hombre que sentía que de ese modo se ganaría el respeto y la admiración de su hijo pequeño. Nada más lejos de la realidad, nunca lo idolatró, ni le tuvo más respeto que podría tenerle a su entrenador de baloncesto, o a alguno de los contrincantes que se encontraba cada fin de semana en el ring de boxeo. Sin embargo esos constantes menosprecios consiguieron sembrar en él un sentimiento de inseguridad e inferioridad, que se vislumbrara en su mirada, desde el primer momento que me adentré en aquellos ojos negros y rasgados, bellos y profundos.

La mirada felina, los brazos trabajados y contorneados, la sonrisa amable y pícara a la vez, el humor fácil y amable, la robustez en sus actos y el cálido despertar a su lado, me atraparon sin compasión.

Le encantaba dibujar, tenía mil escondrijos donde guardaba sus ilustraciones. Siempre se mostraba muy cauteloso, ya que había oído millones de veces, que esa no era un afición demasiado masculina. Todos aquellos dibujos estaban realizados a lápiz para poder borrarlos una y otra, en su afán de conseguir lo que se esperaba de un buen dibujante. Miedoso de que se burlaran de él nunca los compartió con sus más allegados, pero yo tuve la suerte de disfrutarlos y en ocasiones de ser la protagonista de aquellos trazos rugosos, oscuros y potencialmente hermosos. En el instante que cogía alguno de aquellos cuadernos diminutos y comenzaba a diseñar diferentes lineas y texturas su semblante cambiaba, se volvía sereno, apacible, sosegado, dejando atrás ese legado retrogrado y falócrata que sus ancestros hubieran querido dejarle tatuado en cada poro de su piel.

La música era otra de sus pasiones. Pasaba horas frente a su altar, con sus cascos, deslizando sus bellas manos entre los vinilos, mezclando sonidos y voces, soñando con un futuro al rededor de tocadiscos, cables, luces y sombras. Tenía magia en su rostro, aquella pequeña habitación, se inundaba de pasión y de alegría cada vez que su cabeza comenzaba a maquinar distintas composiciones, diferentes confluencias de notas y acordes. Un día me sorprendí a mi misma espiándolo por la rendija de la puerta, una sensación de euforia y de serenidad a la vez me embargó y pensé " no me he equivocado, elegí bien, será un gran padre, será un compañero magnífico, solo le hace falta creer en sí mismo".

A veces la vida es cruel, es maquiavélica, disfruta programando aprendizajes a base de sufrimiento, te da golpes inesperados y sádicos, y encuentra la manera de ganarte la partida, con un solo movimiento. A las pocas semanas de disfrutar como una voyerista de aquel paisaje, de descubrir que mi vida tenía sentido a su lado, el destino me jugó la peor de las bromas. Me lo arrancó, se lo llevó sin previo aviso, sin dejar pistas, sin dejar huellas, sin dejar rastro. Con su marcha se fue una parte de mi capacidad de amar, de entender, de tener compasión, me quedé sola y asustada, me quedé vacía y atrapada en un laberinto de dolor. Nadie me había preparado para esto. Nadie en su sano juicio te prepara para asumir la pérdida de un ser querido, de un ser amado, de tu mitad. Nadie podía darme consuelo. Nadie podía mirarme a los ojos y decirme, tienes que seguir adelante, nadie se atrevía.

Mi hijo tenía dos años, yo veintiséis. Comenzamos juntos el camino del duelo, del auto conocimiento. Un sendero para valientes e inconscientes. Cuando la muerte te roza tan cerca que casi puedes saborearla, el miedo se vuelve tan grande que impregna cada órgano y célula de tu ser. Así que nada te queda por perder, la valentía no es una opción es una realidad. Durante el trayecto hemos aprendido que la culpa solo sirve para castigarnos, para hacer que la herida no cicatrice, para redimirnos ante los demás. Pero esa culpa se va transformando y en mi caso, se convirtió en rabia, en una rabia intensa de color granate, y con olor a azufre, que me comía por dentro y que nunca me dejó volver a ser la misma. Me volví guerrera, provocadora, drástica, sentenciosa, casi inmortal. Ajena al dolor de los demás, me volví implacable en mi relación con el mundo, me creía estar por encima de los demás, todo el sufrimiento que me rodeaba era insignificante, anodino y miserable.

En aquella época me alejé de todo y de todos, también de mi hijo. No estuve a la altura, lo abandoné a su suerte. No me fui de su lado, compartíamos tiempos y espacios, pero yo no estaba presente, me convertí en una madre inservible. No quería recordar de donde venía, no podía soportar la idea de que su existencia era fruto de un acto de cordura, de compromiso y de puro amor. En sus ojos se reflejaba la luz de su padre. De algún modo yo era incapaz de sosterenerle, de cuidarle y de disfrutarle. El horizonte se mostraba oscuro, turbio y ambiguo. Nos costó volver a conectar. A día de hoy me persigue aquel episodio y me embarga la tristeza al recordarme en ese papel indigno.

Con el tiempo la rabia dio pasó al dolor, a la incertidumbre y al desconsuelo. Entendí que tenía que rendirme, que debía arrodillarme y acariciar mi pena. Comprendí que en un instante todo cambia, que somos débiles, que estamos de paso y que cada uno tiene su lección de vida, la mía fue él, mi diamante en bruto, aquel que nunca pude pulir y hacerlo brillar como se merecía. David fue mi elección y mi lección en la vida.

1 Décembre 2019 14:53 0 Rapport Incorporer 1
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4. ME SALVÓ LA VIDA.

Ella me abrazaba con todas sus fuerzas, con los ojos cerrados y el corazón en un puño. Intentaba traspasarme con toda su buena voluntad la poca energía que le quedaba, pero aún haciéndolo con todo el vigor del mundo, yo no conseguía sentir nada. Sus abrazos eran largos en el tiempo y profundos, me los ofrecía desde muy adentro, desde sus entrañas. Sus ojos se llenaban de agua salada cada vez que me soltaba.

Fueron tiempos muy difíciles. Ella sufría por las dos e intentó por todos los medios quitarme de encima el sufrimiento y la desesperación. Fuimos juntas a diferentes tratamientos, curanderos vende-humos, médicos homeopáticos, herboristerías varias, hipnosis, yoga, meditación y un sin fin de terapias naturales que no hicieron más que acrecentar la incertidumbre y el malestar en mi casa y en mi alma.

Sí, tenía el alma rota, hecha trazos, yo no era yo y mi mente estaba dirigida por algún ser tarado con ganas de hacer bromas pesadas y que vio en mi un blanco fácil.

Ya llevaba unos tres meses sin dormir, sin comer y con pensamientos suicidas. En mi cabeza rondaban ideas obsesivas que me hablaban sobre la muerte, el sentido de la existencia y el poco sentido de la vida. Me solía enfrascar en remolinos de conceptos demasiado abstractos para llegar a conclusiones reales y eso me llevaba a su vez a un estado de ansiedad extremo, me faltaba la respiración, me sudaban las manos, tenía palpitaciones, y sufría agorafobia.

Salir a la calle era una batalla perdida de antemano. El cielo me tragaba, una insoportable sensación de desasosiego invadía mi ser, me entraban nauseas, mareos, el mundo que me rodeaba ahora, era muy distinto. Todo era oscuro, terrorífico, la gente me había dejado de gustar.

Cada mañana me levantaba para acompañar a mi madre al trabajo, las dos nos armábamos de valor y salíamos de casa acompañadas por una sensación de desaliento y angustia que solo cesaba cuando poníamos un pie dentro del hospital. Ella andaba cabizbaja, no quería que nadie le preguntara nada, ni que la detuvieran por cualquier razón, no quería dar explicaciones. Una vez en su despacho cogía una silla de la sala de espera, la ponía al lado de la suya, me sonreía y con un gesto amable me invitaba a sentarme.

Recuerdo el primer día que le pedí por favor que me llevara con ella, que no soportaba quedarme sola en casa, que me daba miedo a mi misma, que no estaba segura de no hacer alguna locura. Su cara se transformó , pero aceptó la proposición sin más explicaciones, no me presionó para que volviera a la universidad, ni para que buscara alguna otra actividad, creo que ella, en el fondo, tenía más miedo que yo.

Pasábamos la mañana sin hablar, entraban y salían sin parar doctores, enfermeras, familiares, visitadores médicos, toda clase de gente. La reacción siempre era la misma, caras de sorpresa cuando me veían allí postrada en la silla con la mirada vacía y la expresión triste. Con el paso del tiempo algunos se atrevían a preguntar , otros solo miraban descaradamente, e incluso algunos dejaron de percibir que yo estaba allí, creo que al final me mimeticé con los muebles de aquel habitáculo, con la mesa, la máquina de escribir y los azulejos. Aún ahora cuando escucho el sonido de las teclas de una máquina de escribir, me entran escalofríos, me vienen esas imágenes de mi en condiciones totalmente dementes y me pregunto como conseguí salvar mi cuerpo y mi psique de la devastación que supuso pasar por todo aquello.

Un día entró por la puerta el jefe de mi madre, un doctor muy mayor, pero humilde y buena persona. Se sentó al lado de mi madre y le dijo: " Creo que deberías ir a hablar con el Dr Ribes, ya se que tu no eres partidaria de la medicación, pero tu hija no está mejor y es hora de pasar a la acción". Mi madre rompió a llorar, me miró y me explicó que ese doctor era el jefe de psiquiatría de aquel hospital y que solo teníamos que andar hasta el edificio de al lado para hablar con él. Yo la miré, asentí tímidamente con la cabeza y seguí contando los azulejos de la pared, como cada día, en mi tarea de distraer los pensamientos que me atormentaban continuamente y que no me dejaban vivir.

Al llegar a la planta de psiquiatría me invadió una sensación de temor más grande, si cabe, que la que me perseguía desde hacia tiempo. Miré por el cristal redondo de la puerta y las imágenes eran dantescas. Algunos de los enfermos que estaban por los pasillos caminaban sin rumbo "pasillo arriba, pasillo abajo", con los camisones azules y las caras inertes. Al entrar se oían los gritos desesperados de gente que estaba en sus habitaciones sin conseguir reacción alguna por parte de las enfermeras o los médicos. Devastador.

Ella no me soltó de la mano en ningún momento, hasta que una mujer con cara de pocos amigos dijo mi nombre y me hizo entrar en una habitación llena de libros, enciclopedias y panfletos, con una mesa minúscula repleta de papeles, informes y recetas. En frente de mí encontré a un hombre con una cara extraña, ojos bastante hundidos, pómulos regordetes y sonrisa débil. Me pregunto: "¿Que te pasa exactamente Eva?". Comencé a llorar sin consuelo y entre sollozos le dije que por favor me ingresara, que no quería seguir viviendo, que me había vuelto loca y que me pinchara algún tipo de medicación para quedarme dormida para siempre. No quería sentir más esa sensación de no saber quien era, de no reconocerme ni en mis actos, ni en mis pensamientos y le supliqué reiteradamente que me metiera en una de esas habitaciones. Él volvió a mostrar su sonrisa débil y me comentó con total tranquilidad que si yo pensaba que estaba loca, entonces no lo estaba. "Eva los enfermos que ingresamos aquí no creen que están locos".

De repente un hilo de aire fresco entró en mis pulmones y llenó mi cerebro de oxigeno limpio y claro, que depositó en mi algo de luz y de esperanza. Estuvimos más de una hora hablando, le conté todo lo que me pasaba por la cabeza y todas las sensaciones que me apretaban el pecho y no me dejaban respirar. Le conté que era lo que sentía cuando me subía en un coche, que mi cuerpo avanzaba a la velocidad de éste, pero mi mente se quedaba atrapada atrás, no podía correr a la misma velocidad. Le conté que cuando mi madre me abrazaba con todas sus fuerzas, yo no podía sentir el calor de esos abrazos, porque mi cuerpo estaba allí, con ella, pero mi mente observaba aquel momento desde lejos. Aquel hombre, experto en psiquiatría, y con cara de buena persona, me dijo que lo que estaba sufriendo era un aguda depresión y un trastorno de ansiedad generalizado. Todos los síntomas que yo le había narrado estaban especificados en un libro, se denominaban "despersonalización" y "desrrealización". Después me recetó unas pastillas que me hicieron dormir una semana entera y recuperar los sueños perdidos y el apetito.

A las tres semanas de aquella visita volví a ser yo, recuperé mi mente y mis pensamientos. Recuperé las ganas de vivir y de sentir, pero lo más importante, empecé a creer en mi y en mi capacidad para superar situaciones adversas, una habilidad innata de supervivencia que sin saberlo, pronto sería imprescindible.

Aquel doctor se convirtió en uno de los hombres más importantes de mi vida, es quien conoce mejor que nadie que oculta mi mente y cuales han sido los patrones y estructuras mentales que me han hecho, ahora, ser quien soy. Me enseñó a tomar firmemente mis fortalezas y ha soltar mis debilidades. Inspiró en mi la idea de que "una" nunca sabe hasta donde puede llegar por superarse y que todo lo aprendido se puede desaprender para comenzar de nuevo. Me reinventó. El Dr. Ribes me salvó la vida.




23 Septembre 2019 17:58 0 Rapport Incorporer 1
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3. UN GRAMO DE LOCURA

Desperté con taquicardias, boca seca y angustia existencial. Intenté levantarme de la cama pero todo me daba vueltas. Miré de reojo y vi que en la mesita de noche tenía ya preparada la primera ralla del día.

Un bodegón bien ordenado, una línea blanca en el centro de la mesa, a un lado mi DNI y al otro un cilindro perfectamente enrollado con un billete verde que me daban los buenos días.

Tenía que darme prisa, tenía que asistir a la facultad a las 9:30. A la clase de las 8 no podía entrar. ¿Adivináis en que asignatura se me había vetado?. Sí, historia de la religión. No se trataba de un recorrido por las diferentes creencias que acaban con la paz mundial, no, era un viaje por los fundamentos más arcaicos de la fe católica. Mi santo padre me adoctrinó bien en el ateísmo y como consecuencia en mi primer día de clase tuve una discusión bastante ardiente con el profesor en cuestión, que me invitó a no volver a ninguna de sus clases y presentarme directamente al examen.

Llevaba un mes aproximadamente viviendo en aquel piso, mi compañero de vida ahora era un traficante de cocaína venido a menos, que me dispensaba sustancias estimulantes a mi antojo. Mi mayor problema no era precisamente la adicción, si no las consecuencias de la misma.

Hacía quince días que no tenía el periodo. Así que aquel lunes tenía que salir de dudas, y cerciorarme de si ese Dios al que la mayoría de mis compañeros de universidad veneraban me estaba castigando por pecadora.

Me incliné sobre la mesita y aspiré con todas mis fuerzas. Ahora sabía que en cinco minutos volvería a ser la mujer fuerte y empoderada de cada día.

Mientras que salía por la puerta de aquel piso franco comencé a preguntarme como había llegado hasta allí. ¿ Cómo era posible que una hija única, de clase media alta, con unos padres buenos, sabios y amorosos, se encontrara en el límite de la cordura?. En aquel momento no supe contestarme.

Desde los 13 años me empeñé en joderme la vida. ¿Por qué? Ahora visto desde la distancia temporal que me separa de aquella época, tengo diversas teorías.

La primera tiene que ver con una madre preocupada continuamente por mi seguridad y obsesionada con las enfermedades. La sobre protección te hace huir de la realidad pero yo lo hice de la peor manera posible. Durante mi infancia tuve otitis cada semana, no quería escuchar, eso está claro. Y conforme fui creciendo ansiaba que llegara el fin de semana para excusarme con estancias en casas de amigas, mientras que verdaderamente sobrevivía en los parkings de las discotecas de moda experimentando periodos de ausencia aliñados con drogas, violencia y sexo sin sentido.

Otra hipótesis que barajo sobre mi autodestrucción tiene que ver con la idea de que siempre me he sentido inferior al resto de la faz de la tierra. Pequeña, gordita, con gafas, zapatos ortopédicos y ortodoncia. En la mayoría de ocasiones pasaba por el mundo tan desapercibida e insignificante que parecía que estaba muerta. Las otras circunstancias que viví por mi físico imperfecto eran mucho más atroces y tenían que ver con el maltrato verbal e incluso físico que algunas bellas sin alma me dedicaban con gran delicadeza y cortesía.

La primera vez que probé las drogas, creí volar, creí ser más fuerte que nadie, y algo en mí cambió. Comencé a creer en mis posibilidades, comencé a sentirme importante y popular, todo el mundo me aceptaba y pensaba que era una persona interesante, osada y atractiva con la que tratar y conversar. Inflexión existencial lo llamo yo.

Fue complicado dejar de consumir, porque la realidad sin "ellas" era demasiado dura, áspera y cruel. Así que estuve jugando a ser una "súper girl" durante unos siete años. Al principio fueron las "blandas", humo y risas en el parque. Al final fueron las "duras", papelinas y balanzas en mi casa.

El test dio positivo, y aquel embarazo que fue interrumpido sin demasiadas cuestiones morales de por medio, cambió por fin el rumbo de mi vida y tuve otra oportunidad.




16 Septembre 2019 18:45 0 Rapport Incorporer 2
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2. MARIPOSAS O DRAGONES

Yo miraba a mi alrededor y solo podía fijar mi atención en él. Su espalda ancha, sus brazos fuertes y su tez morena mataban mi hambre de aventuras y hartaban mis ganas de carne cruda. Nos hicimos un minucioso examen el uno al otro cuando se cruzaron nuestras miradas y allí mismo, en aquel loco instante supe que Eros me estaba poniendo a prueba. No importa en qué momento tuviste esa extraña sensación de que algo te devora por dentro. Una sensación ambiciosa que se cierne en tu hábitat interna y que te pone en frente de un espejo para que te mires bien y veas lo verdaderamente frágil y vulnerable que eres. Cuando estás ahí, frente a ti misma, inundada de dudas, pero deseosa de saber, en ese mismo momento, ya no hay marcha atrás, estás condenada a vivirlo.

Las mariposas iban haciendo de las suyas, revoloteando entre mis vísceras y acariciándome bien profundo. Es curioso averiguar que esas “mariposas en el estómago” no son más que hormigueos que se producen por una bajada brusca de la sangre y oxígeno en este órgano. Nuestro sistema nervioso, más concretamente el denominado autónomo simpático (que de simpático tiene poco porque te las hace pasar putas) se alerta y manda toda la sangre posible a los brazos y a las piernas. Prepara nuestras extremidades por si hay que salir corriendo. Hablando claro, cuando te enamoras estás bien jodida y tu cerebro lo sabe. Tu cuerpo reacciona para la huida, y antes de que comience la partida, te quieres marchar.

Mis cinco sentidos se convirtieron en seis, apareció de la nada esa habilidad para canalizar e interpretar estímulos que no tienen nada que ver con el oído, el olfato, el gusto, el tacto o la vista. Esa intuición femenina tan deseada y ciertamente venerada se instaló en mi piel y me susurró que aquel desconocido iba a adentrarme en el mundo adulto y depravado del amor.

Desde el primer segundo mis armaduras, recias y firmes, comenzaron a cocerse en el líquido caliente y tórrido de la pasión y la posesión. Con catorce años y recién salidita del horno, como los dulces de convento, me sorprendí a mi misma pensando en aquel chico desnudo en mi cama y haciéndolo mío. Supongo que él pensó lo mismo porque a las dos semanas más o menos de conocernos me llevó a su casa, a su habitación y a su cama directamente.

Los dos tumbados mirando al techo y sin mediar palabra. Los dos tumbados mirando al techo y sin mediar caricias. Yo tumbada mirando al techo y pensando ¿Qué coño va a pasar ahora? Si tenemos en cuenta que mi educación sexual era bastante escasa y se basaba en lo que mi retina había visto a través de una rendija de la puerta del dormitorio de mis padres o en películas como Dirty Dancing o La chica de Rosa, no es de extrañar que estuviera realmente acojonada, por muchas ganas que tuviera de experimentar.

Al final no tuvo nada de dirty (sucio), y nada de rosa. Él apagó todas las luces, se bajó la cremallera y sin remilgos, sin gracia y sin dulzura empujó su órgano viril dentro de mi vagina. No pude ver nada, ni oír nada, tan solo un pequeño quejido que salió de mi garganta el cual hizo el mismo efecto que una señal de stop. Todo se paró. A continuación, escuché el sonido de su cremallera y un minuto más tarde estábamos en su cocina bebiendo agua sin mirarnos a los ojos. Casi no podía tragar, ¿Qué acababa de pasar? ¿De verdad eso era hacer el amor? No me lo podía creer, pero allí estaba yo, como si nada, ataviada con mi disfraz de adulta que controla la situación sin pestañear y con la mirada perdida.

Nunca hablamos del tema. Nunca hablamos de ningún tema que tuviera que ver con el sexo. Nunca le dije esto es una mierda. Nunca le pregunté si él disfrutaba. Jamás me atreví a llevarle con suavidad sus manos hacia los puntos donde mi cuerpo gritaba “TÓCAME”. Y desde luego jamás fui capaz de decir NO, esto no me gusta. Tampoco hablé con nadie de aquella experiencia. El secreto mejor guardado. Un misterio sin resolver que traería consigo grandes secuelas emocionales y físicas a lo largo de mi vida.

¿Hacer el amor o follar? Esa es la cuestión. Lo que ocurrió aquel día marcaría el resto de mis relaciones, no solo con los demás, si no conmigo misma y mi cuerpo. Mi cuerpo y sus anhelos se convirtieron en un tabú. Igual que aquella noche, no conseguí escuchar nada, ni ver nada durante muchos años, porque mi figura enmudeció y mis deseos se quedaron aparcados en las aceras de los miedos y de los complejos. La culpa se pegó a mi alma como una lapa, las monjas hicieron bien su trabajo, y yo lo rematé a la perfección con mi silencio y mi condescendencia.

Durante siete años que duró mi relación con él, seguimos la misma dinámica turbia y temerosa en esa cama confusa e incoherente de la que se esperaba que fuera un lecho de flores, de aromas intensos y fuego de dioses. Seguí creciendo y “madurando” con la idea de que el amor, era oscuro, perverso, un enjambre de emociones encontradas del que nunca sales ilesa.

A veces las mariposas del estómago se convierten en dragones, inmensos, intensos y llenos de rabia que te digieren ellos a ti, se instalan, se apoderan y se adueñan de tus reacciones más instintivas, te arruinan las emociones suaves, dulces y frágiles. Te convierten en implacable, te hacen fuerte y te llevan al infierno, aquel del que hablaba la Biblia y que mis padres insistían en decir que no existía.+

9 Septembre 2019 15:55 2 Rapport Incorporer 2
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