Ella era Amanda, pero detestaba serlo. Lo detestaba todos los días que tenía que verse al espejo y enfrentarse con la realidad de ser ella. Cada gesto y palabra que transmitía acerca de si misma era de desaprobación. Su altura, su contextura, su color de piel, su cabello... Nada tenía una sola pizca de belleza. Entonces, su solución, cuando apenas era una adolescente de 17 años, fue prohibirse comer, ya que era la única forma de tener la belleza y el cuerpo que tanto quería. Le diagnosticaron anorexia y la internaron en un hospital por largos y sufridos meses. Los doctores y las enfermeras la apoyaron a alimentarse medianamente mejor, y con el tiempo recibió el alta. Sin embargo, el trastorno alimenticio continuó, pues su mente todavía no estaba sana. El problema se transformó en atracones, los cuales obligaron a su madre a colocar un grande y tétrico candado en la nevera para que ella no la pudiera abrir. Pero lo más cruel de todo era que estos atracones venían acompañados de un intenso sentimiento de culpabilidad y de auto rechazo. De un auto rechazo que la amordazaba y no le dejaba escapatoria.
Yo no conocí a Amanda cuando estuvo en el Hospital, ni sé qué tan delgada llegó a estar, pero casi 6 meses después de salir de allí, claramente era un mujerón. Un mujerón que ella no lograba apreciar, o más bien no quería. Su estatura era envidiable, de modelo. Era esbelta, de piel blanca como la nieve, de grandes ojos color miel y de una mirada tan profunda que siempre me hacía cuestionar qué pasaba por aquella linda cabecita.
La tristeza de sus ojos y su forma de caminar cabizbaja, carente de pasión, revelaban su íntimo sufrimiento. Amanda pasaba mucho tiempo a solas en su habitación, tumbada en la cama, sin ninguna ocupación laboral o académica, pues cuando ingresó al hospital tuvo que dejarlo todo. Al salir, sabía que debía volver a estudiar, pero el verano estaba cerca y ella aún no sabía qué era lo que realmente deseaba. Además de los estudios también había abandonado lo que más le apasionaba: el baloncesto, y lo dejó por inventarse que nunca sería una gran basquetbolista.
Cuando la conocí, gracias a su psicóloga, percibí cómo maltrataba su propio corazón, había dejado su autoestima en el suelo y tenía un miedo intenso de exponerse al mundo. Le daba vergüenza todo: que la vieran haciendo deporte o en bikini. Vestía siempre ropa holgada y prefería pasar inadvertida. Y pese a que le gustaba la playa y amaba el deporte, empezó a huir de ello, pues los seres humanos tendemos a huir de las situaciones que nos incomodan, pese a que allí reside nuestro crecimiento personal. Así fue como ella anuló su poder… y sus sueños.
Desde el primer día que la visité, conectó conmigo. Por estas no casualidades de la vida me convertí en su Entrenadora Personal, y no solo deportiva. Los días de Amanda solían tratarse de no querer levantarse, salir, vivir… Pero conmigo se obligaba a salir a correr por el hermoso y verde campo que yacía junto a su casa.
Durante los entrenamientos me di cuenta cómo funcionaba su mente, esta la manipulaba de tal forma que la hacía creer incapaz, y entonces se rendía inmediatamente. Cada vez que dejaba de enfocarse en el momento presente, frenaba sus pasos y se frustraba por ello. De igual forma le sucedía en su vida. De allí, su depresión.
Después de unas semanas de estar juntas, empecé a notar una leve mejoría, y su madre también. Amanda me mostró su esencia, especialmente volvía a disfrutar de ella misma haciendo deporte. Dejó de tener vergüenza conmigo, y fue así como un día le pregunté si quería jugar al baloncesto, y con miedo, aceptó.
Yo confiaba mucho en su capacidad de recuperarse y de salir de aquella oscuridad. Y pese a que ante mí la esperanza volvía, cuando yo no estaba se refugiaba en un lugar en el que ni su madre, ni su psicóloga, ni yo, teníamos acceso: en las salidas con sus amigos. Amanda bebía, fumaba, cometía excesos y todo lo ganado desaparecía en un instante. Ella no me lo contaba, sino su madre, quien cada día que pasaba se frustraba más por no saber qué hacer. Y es que Amanda no solo llegaba a casa borracha en la madrugada, sino que era allí cuando pedía a gritos que le abran la nevera para comer. Y entonces comía lo que encontrase. Todo lo que en aquella ansiedad parecía correcto, pero no lo era. Y al día siguiente llegaba el martirio, el sentimiento de culpabilidad, la depresión y las ganas de mejorar se esfumaban.
Por si fuera poco, Amanda ganó tanta confianza conmigo que me enviaba mensajes a las 05h00 para decirme que no vaya al día siguiente porque “no iba a poder”. Las excusas se hicieron presentes y continúas. Y si bien, al principio su psicóloga y yo lo comprendíamos, luego ya no podíamos continuar así. Alguna vez la estuvimos esperando fuera de casa, en la acera, porque no quería vernos y se había quedado dormida.
Amanda me enseñó tantas cosas cuando estaba conmigo y otras más cuando decidía evitarme. Todos los seres deseamos intrínsecamente ser felices, pero cuando algo nos duele lo resistimos de tal forma que le entregamos nuestro poder intentando escapar de él. Quizás porque desde pequeños nos han enseñado que está mal sentir dolor, que es incorrecto. Pero ¿qué pasaría si la felicidad necesita del sufrimiento? Creo firmemente que el dolor es la puerta a la evolución. Rumi decía “rompe tu corazón una y otra vez hasta que se abra”. Y en vez de castigar nuestro dolor, tal vez deberíamos sentirlo para atravesarlo.
Las cicatrices de Amanda se parecían a las mías y por eso podía comprenderlas. Ella era claramente mi espejo y se convirtió en la forma más bonita que ha tenido la vida de decirme que mi misión era convertir su dolor en algo hermoso, así como con cualquier otro ser humano que el destino me ponga en el camino.
Al poco tiempo Amanda se fue de vacaciones con su madre y yo sabía que eso la ayudaría en desmedida, no solo con ella misma sino con su relación madre e hija. Si bien Amanda y yo ya no nos vemos, ambas nos recordamos y sabemos que siempre estaremos conectadas de alguna manera. Ahora sé que está un poco mejor. Tiene una relación, está trabajando y ha vuelto a jugar al baloncesto y a estudiar. Pero no lo digo por las cosas que hace, sino más bien porque ha vuelto a hacer algo por ella.
Quizás su meta más grande y real sea convertirse en el verdadero amor de su vida. Y eso solo lo descubrirá con el tiempo, los años y los momentos de dolor. El gran coach y escritor, Robin Sharma decía, nunca tendrás un ingreso más grande que tu propia identidad. Y es que la forma más exitosa de conseguir las cosas que quieres: la relación, el trabajo, el dinero, las amistades, el viaje soñado, es mejorando la relación que tienes contigo. Ese es tu verdadero trabajo.
Y no es un trabajo fácil. Yo lo sigo intentando todos los días de mi vida. Pero es un trabajo que debe hacerse con paciencia, respeto y auto disciplina. Un trabajo que requiere valor y sobre todo de una inmensa iluminación. Las cosas más bonitas, con más valor, surgen de los momentos más oscuros. Y por eso es que de ahora en adelante pretendo hacer de tu dolor algo hermoso.
5 Mai 2019 22:38:30 0 Rapport Incorporer 3Odiaba mi cuerpo. Lo odiaba intensamente. Me desagradaba tanto como quien desaprueba algo que le ha hecho daño. Esa era mi única verdad. No sé exactamente desde qué momento de mi adolescencia este sentimiento se llegó a volver tan trascendental, pero lo era, y todo lo referente a él me empujaba a sentirme menos que cualquier otra mujer. Me pensaba diferente, en desventaja, enclaustrada en un exterior que creía que nadie nunca apreciaría, en un cuerpo que no lucía bien la ropa, o que no cumplía con los estándares de belleza femenina. Y entonces, a los 18, cuando se supone que ya eres mayor de edad y empiezas a tener una vida más responsable, llegué a evitar todo lo que tenía que ver con nutrir mi cuerpo, pero principalmente mi alma. Incluso empecé a odiar la comida. Ella era tan mala conmigo que me "engordaba", que hacía que mi cuerpo no fuese el perfecto. Que me convertía en una imagen de mí que no era la que yo esperaba tener. Era tan tóxica que envolvía a todos los que estaban a mi alrededor. Los manipulaba de tal forma que me obligaban a comer. Y entonces todos se transformaban en sus cómplices. Sus cómplices encubiertos a quienes llegué a evitar también.
Me distancié y me encerré en mí misma y en la percepción de no ser lo suficientemente suficiente. Siempre quise ser alguien más y mejor. Alguien más atractiva, con mejor cuerpo, con otros ojos, otro color de pelo, otros padres, otros amigos, otra forma de mi vida. Pero no solo eso. Nunca estuve a gusto con lo que tenía ni con quién era, ni siquiera internamente. Y creo que nadie que haya pasado por algo similar podría comprenderlo, pues estoy consciente que no hace mucho sentido. En esos momentos la mente se vuelve tan astuta que te hace creerlo como si fuese la verdad absoluta y no un invento del ego. Entonces, mi única solución fue hacerme daño.
Conforme fui creciendo esos pensamientos se fueron saliendo de control. Especialmente cuando algo los alimentaba. Como cuando a alguien no le agradaba mi personalidad y me lo decía, o cuando notaba cómo no le gustaba a ningún chico, o cuando finalmente tuve un novio y este me dejó por mi mejor amiga. Todo eso, desde que era pequeña, plantó una gran semilla de auto-rechazo. Y a los 18, la bomba explotó reflejándolo en la forma de tratarme.
Recuerdo tanto momentos que me marcaron, como aquellos de cenar en grupo: mientras todos anhelaban lanzarse sobre la comida, yo detestaba ese preciso instante y lo sentía incómodo, sin sentido, amenazante. A veces, incluso, sentía los ojos de todos depositados en mí, o en su incapacidad para ocultar lo que se preguntaban.
Mis amigas fueron las primeras en romper el hielo y en darse cuenta de que estaba teniendo alguna clase de problema, pues cuando salíamos nunca quería comer. Mi peso fue disminuyendo cada vez más, hasta volverse débil y escuálido. Mi percepción, en cambio, fue engordando a tal punto, que pese a que la balanza me indicaba 41 kilos, y yo medía 1.65, me veía gorda. Cada crueldad en mi cabeza le decía a mi cuerpo que era feo. Que genéticamente no estaba bien hecho. Que parecía hombre. Que mis amigas tenían un cuerpo más bello. Que siempre había alguien mejor. Me llegué a inventar que tenía que tener el físico perfecto para poder ser guapa y para que se puedan fijar en mí. Y me llenaba de rabia cada vez que alguien me insistía en que comiera. No entendía por qué la gente quería que comiera si eso solo me engordaba. Deseaban verme gorda, seguro. Gorda y fea.
Cada vez que alguien me decía que había adelgazado mucho, pese a que no lo creía al 100%, lo sentía como una especie de cumplido. Eso ensalzaba mi día... momentáneamente. Mi mundo giraba entorno a la alimentación, en pensar en qué comía y que no, y en mirarme todos los días al espejo. Le entregué mi poder, como quien entrega su alma. Y me deprimía tanto que hasta mis muñecas llevaban la marca de ello.... Me hacía mucho daño, bebía mucho, fumaba y tenia pensamientos suicidas. Pensamientos que llegaban a hacerme creer que la gente estaría mejor sin mí.
Hasta que conocí a mi segundo padre, a quien no solo le debo mi lenta recuperación, sino mi corazón. Polo, mi psiquiatra, ha sido una bendición para mí. Él y mis padres, por supuesto, quienes encontraron el camino adecuado para sacarme de aquél hueco, porque pese a que un doctor les rebeló mi enfermedad de la forma más directa y cruel, ellos supieron exactamente qué hacer y sobretodo, que NO.
Me apoyaron cuando no quise seguir la dieta de un nutricionista que me prescribió unas cantidades abismales de comida como si fuese broma; me compraban las cosas que quería; mi madre se sentaban conmigo a cenar, a estar, a verme, porque pese a nuestros conflictos nunca ha existido nadie más comprensivo que ella para mi. Me compraba los antidepresivos, me veía regresar a casa a veces borracha, pero siempre estaba pendiente de mis avances con Polo.
Todo eso contribuyó a mi mejoría. Pero requirió de tiempo, años, y de varias recaídas. Había días mejores y otros peores. Días en los que comía con menos remordimiento, y otros que nuevamente pasaba casi un día sin hacerlo. No me gustaba comer delante de nadie. Ni que me obligaran a hacerlo, prefería que surja de mi propia motivación. Me preocupaba en demasía por este tema, en qué era lo que estaba consumiendo o cuántas calorías posibles podía tener. Leía libros, revistas y artículos de internet relacionados a esto, y mi mundo giraba entorno al mismo problema.
Al poco tiempo empecé a ejercer mi carrera de periodista, y eso ayudó un poco más a mi progreso. Me sentía más productiva y mejor conmigo misma cada vez que alguien reconocía mi trabajo y mi forma de escribir. Luego volví a enamorarme y ese alguien también se enamoró de mí. Eso no solo elevó mi autoestima, sino que me hizo sentir viva. Sin embargo, el fondo del problema aún no estaba resuelto. El concepto que tenía de mí seguía ahí adentro... en el interior de ese corazón que yo sola me rompí. El apego empezó a regir mi vida. Se que todos tenemos alguna clase de apego a algo o alguien, pero el mío siempre fue hacia mis distintas parejas. Quizás, y solo quizás, porque no me creía lo suficiente para nadie, y cuando se mostraban interesados, pensaba que nunca encontraría algo igual. Entonces empecé a conformarme con menos, a atraer a los hombres incorrectos y a sentir que no pertenecía a ciertos grupos o personas.
Así me fui encontrando con diferentes etapas de mi enfermedad, pero cuando empecé a recuperarme también fui despertando, creciendo y a la vez descubriéndome. Me di cuenta del verdadero fondo de las cosas, y si bien muchas personas me ayudaron con solo estar, yo misma tuve que decidir salir de allí y tener la fortaleza suficiente como para no recaer, como para amarme un poco más cada día, como para dejar el pasado donde está... atrás.
Así fue como el deporte se convirtió en mi razón. En mi motivo. El deporte hizo todo en mí. Si bien quizás al principio lo hacía por estética y sin alimentarme realmente bien, luego me di cuenta de que era el lugar al que pertenecía y siempre perteneceré. Era lo único que me hacía sentir fuerte, cuando por dentro me percibía débil. Era lo que me encendía cuando la oscuridad me apagaba. Era lo que me exigía comer bien, sanarme, llenarme de energía. Era lo que despertó en mí esa pasión, ganas, esperanza y vida que creía olvidada. Era y es lo único que me hace estar en el momento presente y ser quien realmente soy.
Poco a poco fui descubriéndome en esto. Practiqué distintos deportes, pero puedo decir que las acrobacias aéreas y el atletismo han sacado lo mejor de mí. Después de 10 años de haber caído en aquél problema, puedo decir que ambas disciplinas me salvaron y aún me salvan todos los días.
Es por ello que decidí estudiar lo que estudié: Entrenamiento, y ser lo que busco ser: Entrenadora. No solo deportiva, sino de vida. Es por ello lo que escribo y lo que soy. Es por ello mi pasado y mi historia. No hay nada de lo cual me arrepienta, porque por esa razón ahora esta es mi misión. Porque así como yo he vivido una especie de infierno dentro de mí misma, se que muchas personas también. Y no hay secretos. No hay razones más o menos válidas para sentir lo que sientes, solo las que son, y la única forma de darles valor es convirtiéndolas en tu razón para iluminarte y así iluminar a otros. Al fin y al cabo, tu motivo es tu historia, y tu historia puede salvar vidas.
5 Mai 2019 22:32:55 0 Rapport Incorporer 1Te acompañé a dejarme. Fui contigo al lugar en donde sería, quizás, la última vez que nos veríamos. Te acompañé a mi propio abandono, y a romper mi propio corazón. Porque si algo sucedió, pequeño mío, es que nuestra intensidad se convirtió en mi paz, en mi perfecta imperfección. Qué cruel, la vida, que nos hizo conocernos para un año después juntarnos y luego aislarnos. Pero más cruel fue nuestra promesa de permanecer juntos y luego romperla con decisiones incongruentes. Aquél gris y turbio día, algo en mi intuición me dijo que te irías lejos. Y no me refiero a los miles de kilómetros de distancia, sino a los millones de kilómetros de mi alma. Las circunstancias cambiaron, y tú con ellas. Tu ticket, tus palabras y tus visiones a futuro revelaron lo que no había podido distinguir. Empezaste a desvestirte frente a mí, a desvestir tus intenciones, tus defectos, tus formas de lidiar con las circunstancias, tu forma de coquetear conmigo y con la vida, de infiltrarte en mis sentimientos, y al mismo tiempo frenarlos. Te mudaste de piel, y te convertiste en la culpa de mis pesadillas, de mis infernales noches insomnio, de mi ansiedad, tristeza y desamor. Y esa paz que me transmitías cuando estabas aquí se transformó en un estado de intranquilidad continua que empezó a ahogarme. Desde entonces te tengo y no te tengo. Desde entonces estás y no estás. Desde entonces eres y no eres. Y yo soy libre, pero no lo soy.
Te fuiste y llegué a aceptar tu ausencia. A acostumbrarme a tu lejanía, a tu forma de hacerme creer que permanecerías. Lastimosamente me conformé con tus no respuestas, e incluso, y estúpidamente, las pensé correctas. Tu silencio confundió tanto mi cerebro que me hizo dudar de lo que realmente sientes por mí, pero dudé más de lo que yo siento por mí. Te entregué el poder de jugar ajedrez con mis ilusiones y con mi esperanza de volver a compartir todo juntos.
Y lo peor, sí, lo peor, es que aún así y con todos tus benditos defectos y desplantes, te extraño todos los días de mi vida. Te respiro cuando me despierto y cuando estoy a punto de dormir. Cuando te pienso y cuando no también. Echo de menos tu misteriosa mirada, tu delicioso olor, tu risa contagiosa y auténtica, tu forma de mirarme y hacerme sentir tuya. Extraño los momentos a solas, nuestras conversaciones profundas, nuestras travesuras, y nuestros mil y un besos de cariño intenso. Extraño despertarme en tus brazos, y sentirme en casa. Extraño tu complicidad, tu energía, y sobre todo tu locura, esa locura que sin explicaciones pegaba con la mía. Extraño tu forma de hacerme sentir la mujer más hermosa del mundo, cuando por dentro sabías que no me sentía así. Extraño todo lo que fuimos aquí y todo lo que hubiésemos podido ser, pero no lo que somos ahora. Extraño quien fuiste aquí pero no quién eres allá. Porque pese a que quiero que seas feliz, libre, y que vueles. También me encantaría volar contigo, no con la persona que aún no logro descubrir.
Capaz todavía no aprendo a aceptar estar separados. O capaz es mejor así. Pero esta forma de quererte y rechazarte al mismo tiempo solo ha hecho que me pierda en mí. Y es que respirarte se ha vuelto mi tortura, pero al mismo tiempo la única forma que tengo de estar junto a ti.
5 Novembre 2018 23:52:54 7 Rapport Incorporer 6Nous pouvons garder Inkspired gratuitement en affichant des annonces à nos visiteurs. S’il vous plaît, soutenez-nous en ajoutant ou en désactivant AdBlocker.
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