juan3 Proséf Chetai

Chemiro y Guza solo quieren conectar el riego y volver a su casa. Ese fue el plan hasta la intromisión de una lucecita. Lo que no tienen es idea de las consecuencias que les traerá aquella inocente aparición.


Paranormal No para niños menores de 13.

#Asombroso #intrigante
Cuento corto
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POR CUATRO MONEDAS

(Disponible en audio libro)

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─ No te olvides de traer la linterna; gritó el viejo Guza mientras su obesa figura y el tenue haz de luz se lo tragaba la densa neblina.

El chico no tenía mucho ánimo de ir, pero no estaba en la edad de poder rehusarse. Entre la gente de aquel páramo no había derecho a desobedecer a menos que se contara con lo propio. Y… siete años no era edad para tenerlo. Sin ponerse a cuestionar mucho las razones de su obediencia, se agachó un poco para ajustar sus botas de hule y subirse las medias más arriba que el orillo de las botas. No quería que de nuevo le rompieran la piel y menos quería mojarse con la humedad del camino.

─ Espéreme, chilló. Mientras corría detrás de la última estela que dejó la linterna del Guza.

En sus siete largos años, no recordaba que hubiese vivido una noche con tanta neblina como la de esta noche. Entre tantos cambios, la diferencia tan repentina del clima hubiera sido normal para él. Pero esta noche se le ocurría que había algo extraño, y eso que no tomaba conciencia del raro olor que traía aquella niebla.

─ ¿Por qué tanto apuro, abuelo? ¡No ve que no veo! Decía mientras tanteaba ponerse a la par.

─ Ahhh! Muchacho remilgao (sic). Cuando yo estaba a la edad tuya yo ya iba solo a cambiar el agua del riego.

─ Abuelo, ¿Y no le daba miedo?

─ Noooo. ¡Nunca! Los de la “Gonzalera” jamás hemos sufrido de ese mal ¡Serán otros! Dijo, entre tanto su mente le muestra esos otros; los del pueblo. Y…con aire de superioridad, mientras levantaba la barbilla; exhaló profundo.

─ Abuelo ¿y porque hay tanta nieblina (Sic) si estamos en verano?

─ Ah, Muchachito ¡Si preguntas! No ves que estamos en Semana Santa, dijo el viejo a la vez que aseguraba la manguera a la toma de riego.

La inclinación del terreno hacia complicado moverse, eso sin contar la habilidad de poner bien los pies dentro del surco para no estropear algún brote. Eso Chemiro ya lo había aprendido tres pescozones atrás. Así fue como se había descuidado minutos atrás para ahora darse cuenta que la neblina se había puesto tan densa que casi se hacía necesaria el hacha de talar para poder cortarla. Porque la de rajar leña estaba descomunalmente mellada.

─ Abuelo ¡hace mucho frío!

─ ¡Muchachooo!, no pareces un González. Pareces más bien del pueblo. Te dije que te pusieras el suéter.

─ ¡Claro que me lo puse abuelo! Dijo, entre el tembleque del frío y del recelo al abuelo. Aunque, realmente, la inocente criatura no estaba en la edad de entender la sensación de espanto en el cuerpo.

─ Entonces deja de quejarte muchachito. Ya solo faltan tres más y nos vamos.

Chemiro disfrutaba andar detrás del abuelo por las ganancias de las galletas y caramelos que a veces obtenía. Pero sobre todo, porque quería aprender mucho de la siembra. Saber tanto como su abuelo; para pegar varias cosechas e irse de casa. Aunque era un tema que no estaba dispuesto a tratar con ningún adulto; y, menos de este páramo.

─ ¡Listo! dijo el abuelo ¡Vámonos!

Cada uno con su linterna en mano, echaron rumbo a la casa. Ya por hoy había terminado la faena. Seguro las mujeres habrían lavado los trastes y acostados los niños. Total, en un hogar de tres madres solteras y un solo hijo varón; lo que sobraban eran niños. El futuro de la familia.

Quizá fueron cuatro o cinco pasos, cuando Chemiro jaló el saco del abuelo con insistencia.

─ Urhmm, y ¿ahora qué? Preguntó el abuelo con pocas pulgas, ya fastidiado de la preguntadera de Chemiro.

─ Abuelo ¿qué esa luz que se mueve allá? Dijo mientras señalaba con inquietud hacia la casa vieja de bahareque. ─ Desde que el viejo Guza se recordaba, ya era vieja ─.

─ ¿Dónde muchacho?

─ Allá abuelo, cerca de la piedra del molino.

Era otra reliquia del pasado glorioso, de cuando la “Gonzalera” fue trapiche ¡Que días aquellos! La travesía comercial hacia pulular el punto. Aquí trajinaban los compradores. Con los compradores se asomaban los vendedores de mercancía. Con los vendedores de mercancía los vendedores de ron. Con los vendedores de ron las muchachas y la alegría de la parranda. Pero hace mucho tiempo que eso terminó.

Para asegurarse le pregunta:

─ ¿Adónde muchacho? Yo no veo, dijo el Guza un poco exasperado; para volver a preguntar:

─ Pero ¿Dónde? ¿Cómo es la luz?

─ Es como un globito brillante. ¡Si se ve clarito abuelo! El ligero zapateo del pie murmuró la certeza de Chemiro.

─ ¡Allá está! insistió Chemiro, sin dejar de señalar; rehuyendo a darse cuenta de lo oscuro que se había puesto el cielo; ni una estrella titilaba. Todo por el hechizo de aquel extraño globito de luz. El chiquillo ni por asomo podría imaginarse lo desafortunado que sería aquello.

En ese momento, le cayó la ficha al Guza. Recordó que en su niñez oyó decir a los mayores que los entierros, sin más, únicamente los puede ver un alma inocente. Sin perder tiempo, animó a Chemiro.

─ Vamos a ver para donde dirige, le comentó al niño; mientras lo empujaba hacia donde decía que estaba la luz.

En principio, a Chemiro no le pareció la idea, pero en previsión de otro pescozón se enfiló hacia donde estaba la luz. Aunque, tampoco tenía idea de que quería el abuelo con aquella luz.

Aquel rastreo resultaría errático para cualquiera; de no ser por lo que a continuación sucedió. El niño de un solo golpe se detuvo y dijo:

─ Se paró allá. Cerca del paredón.

El Guza, sin ningún aspaviento, se acercó y preguntó con voz fuerte y de autoridad:

─ ¡En el nombre de Dios! ¿Qué quiere? Por supuesto que no se oyó nada. Pero, de una vez, saltó Chimiro y le dijo:

─ Abuelo se metió ahí; señalando a su vez una losa vieja ubicada en el piso.

─ ¡Quédate Aquí! ya vuelvo. No dejes de Alumbrar.

Aquella situación le causaba confusión a Chimiro. Pero ni que se le ocurriera se movería de ahí. Afuera la neblina seguía impenetrable y sin el abuelo al lado, no se sentía la valentía de siempre.

La ausencia del Guza le pareció a Chemiro demasiado tiempo. Para el viejo Guza, fue sólo una carrerita al cuarto de herramientas.

─ ¡Quítate, muchacho! le dijo a Chemiro, cuando regresó al sitio; a la vez que con ánimo acelerado clavaba la punta delgada del pico en la losa para removerla. Fue un instante. Listo.

A continuación, de manera frenética clavó la herramienta una y otra vez. Una y otra vez, hasta que por fin lo avistó. Ahí estaba. Era un pequeño cofrecito o algo similar –la batería de la linterna ya estaba algo mortecina─. No importa pensó el Guza, ya lo tengo en mis manos. Lo sacudió. Lo sopló y mientras se giraba, para que no viera Chimiro, lo abrió.

─ ¿Qué es abuelo?

─ No preguntes tanto muchacho. ¡Tú si preguntas Caray! ¡Vámonos! Esa fue toda la información que dio el Guza a su nieto.

Esa noche, Chemiro durmió en segundos por llegar más tarde de lo habitual a dormir. No así, el Guza. Estuvo toda la noche soñando despierto en que iba a usar el regalo. Mientras fumaba su noveno cigarro sin filtro y bebía otro gran buche de aromático ron – el gato encerrado de hacía mucho tiempo─ pensaba en sus adentros:

─ Ahora si podré arreglar la vieja Toyota. Al fin podré comprar semilla de primera. Le compraré a Domitila, en el mercado, el corte de tela de chillones colores que tanto me había rogado. ¡Ahora sí! Con las cuatro monedas de brillante oro podré salir adelante.

El Guza se carcajeo bajamente recostado en el taburete; mientras veía a Domitila resoplar dormida en el catre. ¡Mañana será un Gran día! Todo estaba bien para Guza, menos el amarillento y deteriorado papel que estaba junto con las monedas. Eso tendría que resolverlo también; no fuera que viniera una petición de misa o algo parecido. No quería deberle nada a nadie y menos del más allá.

Hasta ese momento, sentado en su taburete, cayó en la cuenta de que nunca se le había pasado por la mente que tanto echaría en falta algún día no tener letras.

─ Bueno, mañana lo arreglo, se dijo, mientras que se posó con cuidado al lado de Domitila. Eso sí, abrazando el viejo cofrecito. A lo lejos, casi lastimero, se oía el gallo de la media madrugada. Y, junto con él, un perro aullando en soledad. La pesadez de las sombras cayó finalmente sobre el Guza.

No le dijo mucho a Domitila cuando se iba. Ni siquiera le recibió el aromático café que le ofreció. Todo lo que respondió fue:

─ Cuando regrese.

Esa mañana, justo esa mañana de viernes Santo, salió temprano, cuando aún los demás de casa dormían. Aunque ya clareaba el sol, todavía se mantenía aquella extraña bruma; como si no quisiera que la noche abandonara su estancia. Quizá querría anunciarle al Guza su situación, pero ya él estaba instalado en sus sueños.

Lo primero que hizo el Guza al llegar al pueblo fue vender las cuatro monedas de brillante oro que le había regalado el cofre. No hallaba como guardar el montón de papel que le habían dado por sus cuatro moneadas. Hasta que pensó:

─ ¡Pero si ahora me sobra!

Se compró un zurrón de cuero donde cabían cómodamente sus haberes. Ahora sí. Al taller: Contrato: arreglado. Al negocio de telas: Pendiente. Hoy no comería en casa. Hoy sería una comida inolvidable. A Domitila la contentaría con su ansiado corte.

Se le ocurrió entrar donde nunca hubiese soñado: En “El Roble”. Todos se extrañaron, aunque no les importó. Lo que si les importaba lo vieron en el zurrón; sin embargo ni por asomo se imaginaban la procedencia. Pagó todo lo que pidió: Chicharrones de tocino y Chorizo, de esos que la manteca le chorrea por todos lados. Yuca frita; su debilidad. Un plato tras otro ─ de los que siempre había ansiado ─ fue desfilando. Y… venga, otro trago de ron. Había que disfrutar en grande. Tanto tiempo esperándola y al fin llegó la bonanza.

Mientras compraba el corte de tela para su Domitila, en medio de su parranda, recordó que todavía le faltaba el incierto papel que acompañaba a las monedas. ¿A quién le preguntaré? No se atrevía a que fuera cualquier persona. Podrían querer sacar provecho de lo que dijera.

No se le ocurrió otro que Marcial, el farmaceuta. Era un hombre de bien y honrado. Solo faltaba que estuviera abierta la botica. Pero no fue así.

Aquello lo dejó pensativo ¿Ir a casa o salir de eso? En medio de su estado se le dificultaba darse cuenta de la mirada de extrañeza que le ofrecía cada transeúnte que pasaba a su lado. Para él, no existía aquella oscura sombra que lo rondaba. Hasta la cieguita doña María, sentada en el frente de su casa, se persignó al sentir pasar el frío de ultratumba que acompañaba al Guza.

Ajeno a todo aquello se preguntó: ─ ¿A dónde, adónde?

¡Claro! ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Se recriminó a sí mismo. Y como sayón impenitente cruzó la plaza.

Sin mucho reparo, ahora era adinerado, cruzo el porche de la casa parroquial y tocó. La puerta se abrió sin mucha prisa, para luego surgir un larguirucho y pálido cura. ¡El pobre! La cara ¡Ay, la cara! Algo huesuda y marcada por las cicatrices de los años. Era tan alto como para verse delgado en extremo. Y con mirada fría y sin mucho ánimo. El mismo, sin muy buena actitud, preguntó:

─ ¿Qué deseas Guza? No ves que hoy es viernes santo y falta muy poco para la celebración de la pasión del Señor.

─ ¡Solo serán cinco minutos cura! dijo la pesada lengua. ─ Por supuesto que lo podía tratar de tú a tú. Ahora los dos tenían lo mismo: status ─.

El sacerdote, movido por la osadía del Guza o quizá por el maléfico aliento etílico, se dio cuenta que no era momento de hacer un espectáculo con el Guza en tal estado. Así que reiteró la pregunta:

─ ¿Qué quieres Guza a esta hora tan inoportuna?

─ Cura, necesito que me lea un papel con urgencia, Con eso me doy por satisfecho y me iré a casa. Mire que le he comprado un corte de tela muy bonito a Domitila y le llevo un paquete de galletas y caramelos a Chemiro. Se los ganó.

─ Déjame ver el papel, dijo el cura sin mucho ánimo.

─Ya va, necesito sentarme un momento para sacarlo. –Claro que su desequilibrio de manera despiadada le exigía que se sentara.

─ ¡Pasa pues y siéntate! Pero rápido. Ya la gente está entrando y no voy a llegar tarde por tu culpa.

A causa de su estado, al Guza le costó un poco encontrar el viejo papel en medio de los otros que le habían dado.

─Tome, lea.

El sacerdote todo contrariado empezó a recorrer la línea con la vista y entre más fijaba la mirada, más se abrían sus ojos. Las cejas se fueron levantando poco a poco; mientras el ceño se tensaba y la boca dibujó un rictus tenebroso. Solo cuando quitó la mirada del papel, se pudo vislumbrar toda la intensa perplejidad que lo atrapó.

Todavía, el Guza sentado como un don, esperaba la respuesta del cura, pero éste no salía de su estado hierático en el que se encontraba.

─ ¿Qué pasó cura? ¿Qué dice?

Con dificultad, por la rigidez que tenía, el cura comenzó a decir quedamente:

─ Aquí dice:

“A quien se le dio su paga también debe pagar su deuda. Es una vida por cuatro monedas”.

No pudo ni levantarse el Guza. Era como si la neblina hubiera bajado nuevamente y lo hubiera envuelto en algo invisible a los ojos de los demás. Una neblina que ni con el hacha de talar se lograría cortar. Sus ojos estaban desorbitados. Algo insufrible lo azotaba infernalmente. Tanto, que pasaba sus manos con desespero por el pecho. Los involuntarios movimientos de los brazos gritaban lo inaguantable que era aquello.

En medio de tan satánica y tormentosa situación, apenas si medio logró doblar el cuerpo, como protegiéndose de su invisible enemigo; mientras se deslizaba al duro y frío suelo. Todo el rostro y brazos desnudos mostraban el ardiente enrojecimiento que los azotaban.

Instantáneamente todo pasó a ser una espeluznante escena. De la boca del Guza salía una riada de líquido fétido, mientras el infernal parpadeo solo dejaba ver lo blanco de los ojos. Aunque nadie lo veía, aquel invisible enemigo lo rodeaba por todos lados haciendo que se contorsionara. Al final, con un terrible alarido quedó absolutamente mudo, mientras que del pantalón al suelo corrió el pestífero orín y dentro del mismo quedaron amortajados los excrementos. No quedó más que un cuerpo convertido en piedra azul ceniza.

En el piso, al lado de aquella desafortunada estatua, solo quedó el corte de tela de colores chillones comprado para la sufrida Domitila y la bolsa de galletas y caramelos de Chemiro.

De ahora en adelante, a Chemiro el abuelo ya no le volvería a dar un pescozón por pisar un brote.

Fin







19 de Abril de 2020 a las 22:32 0 Reporte Insertar Seguir historia
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Fin

Conoce al autor

Proséf Chetai Una obra escrita es una criatura que se va gestando como la vida. Llega el momento en que ella quiere ampliar sus horizontes. Hay que dejarla crecer. Que tenga tantas personas en su camino como tantas quieran conocerla. El lector será quien elija. Por supuesto tiene que ser un lector que quiera ir mas allá de la zona de confort.

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