Hace cientos de miles de años, bajo una nube arenosa de incertidumbre y soledad, nació, en la región que ahora conocemos por Çatalhöyük, el cuerpo de una mujer de piel ardiente.
Por aquel entonces el lugar donde nació no tenía nombre, era sencillamente un ruido entre aquellos que dormían sobre sus piedras, pero gracias a este suceso gozaría de una naturaleza divina jamás vista en tierra humana.
Cada ser viviente salió a recibir a la mujer, tan diferente a ellos. Como un cervatillo que da sus primeros pasos, desnuda, se irguió dejando ver su tez morena y una cabellera pajiza, que le valía como cobertura integral del su desnudez; sus ojos se fundían con la claridad celeste.
Todos se inclinaron sin apartar la vista de su magnificencia. Estaban viendo a la Diosa Madre, recién nacida de la tierra que ellos tanto adoraban. No hacía mucho habían sacrificado un buen número de animales con el fin de bendecir esas tierras, pero nunca se imaginaron que el universo escucharía sus plegarias y les entregaría a la Diosa Madre en su forma humana.
Varios niños se acercaron con aquello que tenían más a mano, los más acertados llevaban flores marchitas, otros las verduras, ya secas, que habían recolectado en anteriores expediciones, incluso había quien simplemente pudo ofrecerle un puñado de piedras. Ella, elegante en su silencio, aceptó cada regalo con el mismo amor y agradecimiento, besando las cabezas de cada uno de los niños.
Había algo mágico en ella, magnético, divino; eso le hizo un hueco en aquel pequeño asentamiento, por lo que le construyeron el templo más magnifico que jamás se habría creado hasta ese momento; todo sería insuficiente para proteger y cuidar a su diosa de huesos y piel. El adobe y las vigas de madera se vieron adornados con cabezas de toros en cada hueco visible; el Dios Padre debía protegerla. Cuencas de agua cristalina estaban a su disposición, bien para beber, o bien para mantener su cuerpo libre de impurezas. Cada día, mujeres, hombres y niños se turnaban para hacerle de comer, peinarla, entretenerla... Ella se lo pagaba velando por la tribu, con su amor y paciencia, y con sendas bendiciones de fertilidad y paz.
Fueron años de profunda felicidad, nunca habían estado tanto tiempo asentados en un mismo sitio, incluso empezaron a construir viviendas, todas alrededor de la casa-templo de su amada diosa. Las pequeñas construcciones acogían a dos o tres familias, y se construían dentro de un hueco en el suelo, intentando camuflarse de posibles enemigos y de los terribles cambios del clima. Desde el techo descendía una temblorosa escalera hecha de palos, a modo de entrada para la austera vivienda. A penas tenían nada, más allá de los utensilios de caza o recolección, y mucho menos decoración; aunque en ninguna casa faltaba la figura del toro y la mujer.
La población envejecía y se regeneraba con el paso de los años, pero la Diosa Madre se mantenía joven, con la misma madurez que el día en que salió de la tierra. Y eso empezó a suponer un gran problema para aquellos que la amaban, pues tenían miedo de que, algún día, acabase sola y la oscuridad consumiese su existencia.
De esta manera, bajo la determinante idea de buscarle alguien con quien permanecer en la tierra, comenzaron el ritual de emparejamiento.
Era algo complicado, teniendo en cuenta que Diosa Madre no merecía menos que un dios, el Dios Padre para ser más exactos, por lo que no les quedaba otra que invocar a éste último de la misma manera que la invocaron a ella, pero esta vez iba a ser algo intencionado, por lo que los sacrificios tendrían que ser de mayor envergadura; esto les llevó a realizar un sin fin de ritos coronados por sacrificios humanos. La mayoría de los sacrificados eran aquellos condenados por mala conducta, eran lo equivalente a delincuentes, pero una vez empezaron a escasear, no les quedó otra alternativa que sacrificar a personas inocentes, mujeres jóvenes por lo general.
Diosa Madre a penas podía soportarlo; les rogó activamente que pararan con los sacrificios, ella no necesitaba de nadie para hacerle compañía, mucho menos un hombre. Lloraba desconsoladamente, día y noche, viendo a sus mas fieles amigos morir uno detrás de otro, y lo peor de todo, es que nada parecía manifestarse; sus sacrificios estaban siendo en vano.
Después de 100 noches llorando, de sus lágrimas empezó a brotar una luz plateada, similar al color de la Diosa Luna. Esa luz se convirtió, de forma drástica, en una torrencial lluvia de plata, aunque no era convencional, porque brotaba del suelo y se dirigía, de forma punzante, directa hacia los astros.
La lluvia cesó, y no hubo sonido más allá del que producía el terror de las personas congregadas alrededor de la Diosa. Ésta les miró febrilmente, uno a uno, grabando sus caras por siempre en su mente, jurando, que algún día, ella misma se desharía del mal y el fanatismo del mundo. Por cada muerte le salió una cicatriz con forma de luna en la espalda, marcando su angelical piel.
En ese momento decidió marchar, encontrar un sonido que le diese nombre, y establecerse en algún lugar donde poder llorar la muerte de sus seres queridos y a la vez dar a luz a nuevas personas que le acompañasen en el viaje.
Lo que no se imaginaba es que la lluvia de plata había fecundado aguas lejanas, y desde hacía rato un Dios emergía de las aguas del mar, con el único objetivo de encontrar a la dueña de su existencia y vengar la angustia que le había dado a luz.
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