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Sinsentido

Me gusta pensar que no tuve una infancia difícil, que fueron las circunstancias en las que vivía entonces las que exigían otro tipo de responsabilidades; pero luego de nuestro encuentro comencé a dudar de muchas cosas, incluso hasta hoy.

Para apoyar a nuestras familias durante la crisis mercantil, los jóvenes usualmente trabajábamos jornadas reducidas de 5 horas, haciendo encargos y transportando paquetes no muy pesados. Yo, naturalmente, no era el niño más inteligente que conocieses; más de una vez me gané consultas bastante válidas de cómo era posible empaquetar un archivador de cabeza, o como era capaz de doblar grapas de rigidez industrial; pero de alguna manera pude mantener mi trabajo durante varios meses. Entrado el cuarto mes o así, los encargos comenzaron a pedir ser enviados recurrentemente hacia lo que conocíamos como "el nevado": una superficie llana en la cima de un monte cubierto de nieve hasta donde llegaba la vista. Ver por primera vez ese paisaje daba una idea colosal del poder militar de entonces, de cómo personas como tú y yo podían sacarle un tajo liso a una montaña como si estuviese hecha de barro, a una altura tan exagerada que hubiese sido imposible saber que había personas trabajando allá arriba si el gobierno no lo afirmaba públicamente. Para acceder a la cumbre habían disponibles tres tramos de montacargas en la ladera que daba para nuestro pueblo, pero al cabo de dos semanas de haber empezado a hacer viajes, el montacargas del último tramo se averió a partir de cierta altura, y el resto del camino se debía cubrir a pie. Si bien el tiempo de viaje aumentaba en solo quince minutos como mucho, uno terminaba más agotado de la cuenta por forcejear con la nieve, que para entonces me llegaba a las rodillas. Al ser una vía muy transitada, este último tramo comenzó a poblarse de vendedores de todo tipo; abrigos, comida y hasta pequeñas habitaciones improvisadas ofrecidas por señoras muy mal maquilladas, convirtiendo esta suerte de cumbre para vendedores en un pequeño emporio comercial. Aún así, y de todos estos nuevos personajes que debía ver a diario, uno en particular me llamó la atención. A diferencia de otros vendedores que eufóricamente ofrecían lo que sea que hiciesen a quien fuera que se cruzase, apartado del resto estaba este anciano, calmado a tal punto que uno dudaba si se había quedado dormido en ese banco viejo sobre el que se sentaba, vistiendo ropa bastante ligera como para que no le incomode el viento helado que circulaba a esa altura, y sin mayores preocupaciones que el no olvidar exhalar luego de inhalar.

Un día, cansado como cualquier otro, me senté entre su cuerpo inerte y el pequeño pizarrón de tiza donde listaba los precios de los cigarrillos que vendía, y sin previo aviso el viejo empezó a hablarme.


— Es lamentable, ¿no crees, pequeño? Lamentable que haya hecho falta que se eche a perder un elevador para que gente como yo pudiese trabajar.


Dejé que siga hablando solo, sobretodo porque quedé algo aturdido de la impresión por escucharlo decir algo de repente.


— Puede que a nuestra edad sea normal que trabajemos así, tú y yo, pero hace años no lo era. Pequeños como tú se dedicaban a crecer y aprender de la vida, mientras que ancianos como yo podíamos descansar y disfrutar de lo aprendido; usualmente solo hacía falta que una persona por familia trabaje, los recursos no escaseaban y no había tanto milico nervioso con el arma en la mano.


Un poco más animado, ahora sabiendo que no era peligroso hablarle, le pregunté por qué pensaba él que la situación de entonces era mala.


— Simple — contestó rápidamente — Nuestra realidad, ahora, no es otra cosa sino un gran sin sentido.


Apoyó su codo sobre la palma de su mano y se frotó su frente con paciencia, como si estuviese reviviendo una conversación recurrente que no había salido de su cabeza desde hacía tiempo.


— Guerras por territorios que ya no existen desde la explosión, marchas que promueven hipócritamente un cambio, políticos que juran que esta vez no habrá problemas, y un largo etcétera. Incluso tú y yo somos sin sentidos.


No comprendí si se refería a que no tenía sentido el hecho de estar ahí, en ese momento, con él, hablando; o si el sinsentido era mi existencia, aspiraciones o sueños, así que se lo pregunté.


— Me refiero a tu estilo de vida, muchacho. Trabajas llevando herramientas de los militares pero ¿tienes idea de lo que están construyendo allá arriba?


Mientras me hacía esta pregunta y sin apartarme la mirada, apuntó de manera desganada a la superficie en la cumbre, intentando que no pierda la concentración. Pero fue lo que dijo a continuación lo que me hizo recapacitar, ese raciocinio tan directo y realista que hoy me hace sentir estúpido por no haberlo entendido entonces.


— Para ti puede solo ser un trabajo — prosiguió — pero lo quieras o no, también eres responsable de lo que están creando ahí, así como todos los jóvenes que a diario suben por esta parte del nevado ¿Crees que alguno pueda, eventualmente, cargar con el peso de haber ayudado en la construcción de algo fatal para otros? ¿Crees que la vida de las personas del otro lado vale más que las de este, solo por vivir donde viven?


En ese momento, aún cansado y con frío, no medí la importancia de lo que el viejo quería transmitirme. Para mí solo era un sermón más que, como la gran mayoría de los que me había ganado para entonces, tenían algo de sentido pero nada que ver conmigo. Aún así, imagino que porque me vió algo perdido o nervioso por no saber cómo responder a sus preguntas, regresó al tema inicial.


— Llevas abrigo y pantalones gruesos por más que estamos en verano, solo porque parece que hace frío. Que sople un viento refrescante no significa que nos vayamos a congelar, pero la gente así lo cree al ver toda esta nieve, ¿verdad? Las personas ya no se detienen a dudar de su entorno, solo agachan la cabeza y continúan con lo que deberían estar haciendo, porque para ellos es más fácil hacer caso al resto que a su propio criterio, y eso sin considerar el miedo al rechazo que se les tendría por actuar diferente. Nos hemos convertido, todos, en máquinas expendedoras y transportistas incapaces de pensar algo dos veces.


Pregunté cómo sabía todo eso, por qué estaba tan seguro de que así es como pensaba o vivía la gente, por qué lo afirmaba con tanta seguridad.


— Simple — exclamó con un tono casi burlón — Si la gente de verdad se tomara un momento a observar lo que les rodea, no podría vender ni un cigarrillo ¿Por qué? — preguntó mientras recogía un puñado del suelo — Porque esto no es nieve, muchacho. Son cenizas.

21 de Diciembre de 2019 a las 03:10 0 Reporte Insertar Seguir historia
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Fin

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