LAURECIA
1
Árboles blancos de nieve se extienden rodeando la llanura.
Sobre ella se explayan numerosas carpas abarrotadas de soldados
durmiendo; y afuera, en la intemperie, bajo la ventisca
nevada, unos pocos y desafortunados centinelas conversan,
comen y hacen vigilancia enfundados en capas y armaduras.
La estrella Diosa brilla envuelta por su propia luz; las nubes se
disipan, y el amanecer llega frío, pálido y nevado… Es una mañana
de quietud y canto de aves… De susurrar monótono de un
lejano arroyo… De copos de nieve impulsados por la brisa invernal.
De pronto, en un suspiro, del cielo llegan intempestivas las
aves de los extranjeros, y con ellas sus disparos de flechas que,
inmisericordes y cobardes, azotan la tierra.
Morbosos apuntan los binoculares hacia el campo de batalla.
Desperdigados cadáveres laureanos yacen sobre su sangre derramada
mientras sus compañeros, correligionarios y amigos
sobrevivientes, hacen lo posible por salvar la vida. Más y más
muertos se amontonan; más y más y más jóvenes y viejos, adultos
todos, varones todos, dejan atrás su miserable vida en este
mundo cruel. Son como hormigas pisoteadas por un niño malvado:
inútil es correr, ni un alma se salva.
Vaciadas las aljabas, mitigada la sed de sangre, saciada el hambre
de muerte, al fin, satisfechas, se repliegan las aves extranjeras.
Entonces solo permanecen el polvo, los cadáveres y el silencio...
Mientras tanto la luz de la estrella Diosa, brillante sobre la sangre
fresca y la nevada llanura, no brilla más sobre los lentes de
los binoculares: el espía de la cima de la montaña se ha ido a
quién sabe dónde. Encaramado en lo alto de un pino, me hago
testigo solitario de la matanza. Un cuadro horroroso, sin duda.
De pronto alzo mi mirada hacia al monte Lindel y observo, en
la ladera, frente a la cueva sagrada, la silueta de un hombre que
se hunde en la penumbrosa entrada. Bajo del árbol, me raspo
una pierna con el astilloso tronco, me cubro la herida con un
pañuelo que uso para limpiar la sangre enemiga de mi espada
y a toda prisa, sin perder más tiempo en curaciones vanas de
heridas leves, me dirijo a presenciar, nuevamente, tristemente,
la muerte.
Agitado corro y corro entre los frondosos arbustos del bosque
Frenoria; bajo mis pies crujen pardas hojas y piedras y ramas
caídas. Pero mis viejos zapatos, rotos, no me protegen de los
rastrojos del suelo, y doloridos, rasgados, sangran mis pies (la
sangre parece ser la única protagonista de la mañana). Con mi
espada me deshago de todos los matorrales que obstaculizan mi
camino hasta que al fin, agitado y casi sin pies, llego a la cueva
sagrada. Entonces enciendo mi antorcha y entro sin pensármelo
dos veces: conozco la cueva como conozco mi casa. No he
caminado ni diez pasos cuando tropiezo con un bulto que hay
en el suelo: un hombre, un cuerpo, un muerto. Y a su lado, abandonados,
unos bonitos binoculares negros…
Tomo y cuelgo los binoculares de mi cuello, le doy un vistazo
al cuerpo caído y veo un cuchillo clavado en su espalda. Es un
hombre bajo, pelo rizado, negro y largo hasta los hombros, de
tupidas cejas y delgados labios. Tiene la apariencia común de
los habitantes de Nódogan, la ciudad de los escribas. Y como
no, colgando de su cinturón, amarrada a un cordel, encuentro
la típica libreta de los nodoganos adultos. La tomo a pesar de
que aquel cúmulo de páginas plagadas de símbolos y guarismos
carece de significado para mí. Luego me doy cuenta de que el
muerto calza unas hermosos botines negros, de cómodo cuero.
Ahora mismo los traigo puestas… No me miren así. Ya le habían
robado la vida, ¿qué importancia tenía que le robara sus bo-
tines? De todos modos él ya no iba a salir caminando de esa
cueva... En fin. Tal vez es la emoción del instante, tal vez es
el hecho de ser testigo de la insignificancia de la vida en este
reino, o tal vez es mi desidia existencial o todo junto, no lo
sé, solo sé que no siento miedo. Estoy frente al cadáver de alguien
recién asesinado… Su asesino seguramente está dentro de
la cueva, pero me da igual, al quinto infierno las inhibiciones,
las precauciones, es ese un momento emocionante, y hay que
vivirlo, y no dejarlo ir. Y no lo dejo ir: estrenando botines, sigo
cueva adentro. La oscuridad y el olor a tierra húmeda evocan en
mi memoria la primera vez que entré a aquél lugar; evocación
recurrente que muchas veces llega sola, sin catalizadora sensación.
Aquella vez, la primera, entré en compañía de alguien
más. Ángela se llamaba mi compañera de entonces: hermosa
como pocas, habladora como muchas. Hablaba y hablaba y hablaba
y hablaba. Luego les hablaré de ella.
-¡Creo que eres tú el que habla y habla y habla! -¡Ja,ja,ja! –rieron todos
los presentes.
-¡Silencio, Ámaru! Les conviene oír mi relato. Entonces decía
que la cueva huele a tierra húmeda y, a lo lejos, oigo aleteos y
chillidos de muerlagos, y un sonido insistente como de agua en
movimiento. Sigo caminando a tientas, escasamente iluminado
por la tímida luminiscencia de la llama de la antorcha.
-¿Cómo es la cueva sagrada? –pregunta un cliente de la taberna.
Respondo:
-La entrada está cubierta de abundante vegetación. Es muy pequeña
e invisible para los ojos ignorantes. Solo quien la conoce
podría saber que, tras el gigante muro de pasto y maleza, se encuentra
el lugar más sagrado para los sacerdotes.
-Está bien. Pero dime: ¿cómo es por dentro? –insiste el hombre.
-Por dentro… Por dentro es blanca por la nieve que se ltra con
el viento y cristalina por el agua que se congela en el suelo y
paredes; luego de la entrada, hay un pasillo muy estrecho que
desemboca en una galería enorme, de paredes rocosas, de suelo
también rocoso y techo cubierto de púas blancas. La ausencia
de la luz de la Diosa estrella genera frío y oscuridad. Es un ambiente
ominoso el que se respira allí dentro.
-Piiiff, ambiente ominoso... ¡Cómo te atreves a insultar a los
sacerdotes con tales falacias! ¡Un lugar frecuentado por ellos ha
de ser siempre puro y abundante en buenas energías, mocoso!
-¡Ha de serlo, sí, pero no lo es! La cueva sagrada es todo lo que
quieras menos halagüeña para los sentidos, Ámaru. Ahora, por
favor, ¡cierra el maldito hocico que ya viene algo que te agradará
oír!
-¡Cómo te atreves a levantarme la voz, condenado hijo de...!
-¡Ámaru! ¡Vuelve a tu butaca y calla! –reprende el tabernero.
Ámaru hace caso entre gruñidos y yo continúo el relato.
Hasta ahí todo es bastante tenebroso. Pero si sigues caminando,
te encuentras con una pared cubierta de lama que parece el nal
de la cueva; aunque, si te fijas bien, en el suelo hay una inclinación
en cuyo remate, debajo de lo que parecía ser el límite de la
profundidad, se filtra una luz. Si te arrastrarás bajo esta, saldrás a
un lugar muy iluminado, antítesis de la penumbra de la entrada
y galería central.
-Yo les tengo una historia mejor: ¡una que sí es real!
-¡Que te calles! –le gritan en coro a Ámaru, que no se halla entre
la desaprobación de sus camaradas de tragos y mi historia.
Todo allí es distinto. Para comenzar, esta nueva galería es
mucho más extensa, solaz para claustrofóbicos como yo que
hasta ahí han debido soportar encierro y oscuridad.
-¡Puaj! –escupe Ámaru al suelo.
Alrededor de esta amplia e iluminada estancia, se extienden
enredaderas, verdosa vegetación salpicada de purpureas y anaranjadas
ores que cubren el marrón de las paredes que esta
vez, a diferencia de la anterior galería, no se extienden hasta
formar un techo espinoso, sino que dejan que el cielo haga de
techo, de cúpula celeste en cuyo cenit se erige nuestra fulgurante
Diosa que, como siempre, dadivosa, inmaculada, derrama
su bendición sobre un central árbol gigante. En mis aventuras
previas vi a los sacerdotes reunidos en torno a este árbol, tomados
de las manos y bisbiseando inaudibles conjuraciones.
-¿Conoces el castigo que te espera por inventar estos embustes
contra el santo sacerdocio, mocoso?
-¡Ámaru! –exclama el tabernero golpeando la barra con su
enorme mano –Continúa, muchacho. ¿Qué pasó luego?
Entonces… acelero mi caminar y, poco después, delante de mí,
oigo insistentes, lentos y lejanos pasos... Pasos que se acercan
más y más reverberando en las paredes cavernosas, multiplicándose
en lúgubres ecos. Pasos como de hombre viejo que poco a
poco se vuelven pasos de bestia. Bestia que a toda prisa, asesina,
furiosa, gruñendo me enviste: caigo por el envite de un hombre
mal oliente que me estruja el cuello como quien exprime
limones…
-¡Ja! ¡Te apretó tanto que te exprimió el cerebro!
-¡Ja,ja,ja! –vuelven a reír todos los presentes.
-¡He dicho que te calles, perro idiota!
-¡Mocoso atrevido, voy a exprimirte la nariz!
-¡Suciente, Ámaru! Deja que el muchacho termine su relato.
Continua, Devan –Ámaru gruñe apretando sus dientes y vuelve a
sentarse en su butaca.
-El hombre aquél me tiene sometido; sus ásperas manos, de
hombre trabajador, tal vez de campesino o soldado, me roban
el aliento. Entonces todo es más negro que la mismísima cueva:
pierdo la conciencia. Cuando abro los ojos, me veo dentro de
una gran y translucida esfera azul; y, alrededor de esta, veo hombres
cubiertos de pies a cabeza por túnicas negras... Están todos
embebidos en lúgubres letanías… ¡Son los sacerdotes sagrados!
Lo sé cuando veo en la mano de uno de ellos el báculo sagrado
del sumo sacerdote: la esfera de cristal en lo alto de aquella
vara es inconfundible para mí. Acallan las letanías: el orbe del
báculo comienza a espejear, a encandilar como una pequeña estrella
Diosa. Entonces el sumo sacerdote levanta su cabeza cubierta
por la capucha de su túnica y alcanzo a ver su máscara,
la consabida máscara blanca y dorada que han usado los sumos
desde la fundación del sacerdocio laureano. El sumo pronuncia
lo siguiente:
-Reunidos en torno a este sacrílego que osa mancillar la cueva
sagrada con su mácula de hombre pedestre, juntos oramos para
tomar el alma de este insignicante para con ella alimentar el
báculo del gran Delos, fuente de toda sabiduría y poder. Que su
alma vil sea transmutada por la llameante luz de la esfera, corazón
de nuestro gran Delos, fuente de toda sabiduría y poder.
-Somos eles servidores de Delos, nuestro Dios, fuente de toda
sabiduría y poder –oran en grave coro todos los demás–. Luego
los sacerdotes levantan cada uno sus brazos, y de sus manos, de
sus palmas, emana una especie de hilo de energía blanca, hilo
brillante que se adhiere a la esfera azul dentro de la cual, en su
centro, levita y gira mi cuerpo inmóvil.
-¿Delos? ¡Ja! ¡La adoración a ese dios está prohibida por las leyes
sacerdotales! ¡Debería denunciarte ante el concejo sacerdotal
por difamación!
-¡Yo sé que está prohibida, pero aun así el concejo sacerdotal le
rinde culto!
-¡Embustero!
-¡Basta ya, Ámaru!
-Pero Lerson…
-¡He dicho basta!
-¡Ya cállate, Ámaru, queremos seguir oyendo! –grita un borrachín
seguido por la bataola aprobatoria de los demás pre-
sentes.
Ámaru refunfuña, se encorva en su butaca y de mala gana toma
un sorbo de su vaso de cokta.
Yo continúo mi relato.
Dentro de la esfera se oye un zumbido, mientras en la cueva
las gotas de agua caen desde las estalactitas más altas para
luego precipitarse contra un charco en el suelo. Los sacerdotes
se hunden en profundo silencio. A pesar del frío, gotas
de sudor me resbalan por las mejillas y el corazón me martillea
muy fuerte: lo oigo, lo oigo dentro de mí, es… es miedo,
un miedo que cubre mi mente, mi cuerpo, ¡mi alma! Cuando
ya me encuentro entregado a la desesperanza, el charco que les
menciono revela la presencia de alguien que descuidadamente
lo ha pisado; luego la monofonía de las gotas es interrumpida
por un estallido. El silencio de los sacerdotes también
se interrumpe. Entonces el sumo sacerdote se dirige a otro y
le ordena ir a vericar el lugar de procedencia del extraño
ruido. El aludido, obsequioso, servil, va a ver qué sucede. Mientras
tanto yo, flotando en la esfera de energía, puedo mover
los entumecidos dedos de mis manos, luego los dedos de los
pies, y enseguida logro mover brazos y piernas. Al parecer,
los sacerdotes con sus rezos y energía emanante de sus manos
provocaban mi inmovilidad. Pero ahora, gracias a su distracción,
poco a poco me libero de su energética influencia.
-¡Yo me largo de aquí! –dice Ámaru palmoteando la barra con sus
manos y levantándose de su butaca.
-¡Espera, perro sabio! El clímax de la historia del muchacho se
acerca. ¡Anda, Ámaru, aguanta un poco más y recibirás un trago
de cokta gratis, cortesía de la casa!
-¿Solo un trago? ¡Para seguir soportando a este mocoso atorrante
haría falta que me ofrecieras una botella entera, Lerson, y
hasta en ese caso me lo pensaría dos veces antes de aceptar tal
ofrecimiento!
-¡No lo pienses ni una sola vez y toma tu botella, viejo amigo!
-¡Lerson! ¡Si le das una botella al perro, tienes que darnos a nosotros
también! –protesta un borrachín.
-¡Yo no tengo que hacer nada de lo que me digas, idiota! ¡Cállate!
Y tú, muchacho, continúa tu historia.
-Como iba diciendo… En ese momento, después de la explosión,
yazco boca arriba sobre el suelo cuando el hombre que había
llegado de la nada me carga y sale corriendo conmigo sobre sus
brazos, hacia la pared bajo la cual me arrastrase antes para llegar
a la galería oculta.
Y así comenzaba nuestro milagroso escape de la cueva sagrada y
del sacerdocio... Pero antes de lograr tal prodigio, habríamos de
superar ciertos escollos… Primero, el inesperado salvador
quiere bajarme para que yo corra por mi cuenta, pero tan pronto
pongo un pie en el suelo, siento un intenso dolor en mi tobillo:
he caído mal de la levitación; entonces me alza otra vez, pero
ahora me aúpa sobre su espalda, sin demora. Por una razón que
luego vislumbraríamos, los sacerdotes no nos siguen. Y llega el
segundo escollo… Detrás de nosotros, mientras el salvador aún
conmigo sobre su espalda corre desesperado, aparece una esfera
de luz blanca, esfera que crece y crece transfigurándose en terrible
bestia alada. La bestia, de rojísimo plumaje, de ojos anaranjados
y negros como el carbón ardiente en la fragua de un herrero,
de pico acerrado, de cabeza triangular, de alas membranosas,
de tétrico y agudo berrido, de patas garrudas y tamaño
enorme y rápido volar, nos sigue y nos alcanza: gigantes garras
se ciernen sobre nosotros cuando el ave, por tener ja su mirada
en nosotros, su presa, choca contra una enorme estalactita, y
chillando, gruñendo en cacofónica monstruosidad, cae como
piedra sobre el pedregoso suelo. La suerte nos ha sonreído, pero
superar el tercer y último escollo no habría de ser cuestión de
suerte… Nos emocionamos cuando vemos la bendita luz de la
Diosa ltrándose por la entrada de la cueva sagrada. El hombre
corre a toda prisa hacia la luz hasta que, de pronto, de la nada, un
estruendo como de máquinas en funcionamiento, como de engranes
acoplados y sincronizados en movimiento mecánico
llega a nuestros oídos. No sabemos cuál es el motivo de todo
aquello hasta que vemos un enorme portón horizontal emergiendo
del suelo, atravesándose entre nosotros y nuestra anhelada
libertad. El hombre se detiene frente aquella pared o portón
o puerta que ya para entonces supera su altura corporal, luego
me grita que me suba sobre sus hombros, y sin perder un instante,
sobre sus hombros poso mis pies: con dicultad soporto
el dolor de mi pierna y conservo el equilibrio agarrándome del
metálico obstáculo, el cual continúa su viaje hacia el techo plagado
de gélidas y pétreas púas. Con mis manos asidas del borde
superior de la mole me impulso y encaramo, me siento sobre la
orilla, y luego pongo mi vientre sobre dicho borde; entonces
mis piernas cuelgan del costado que apunta hacia la salida de la
cueva, mientras que la mitad superior de mi cuerpo cuelga del
costado contrario; extiendo mis brazos hacia abajo y agarro las
manos de mi inesperado salvador hasta que, con mucho esfuerzo
y tesón de nuestra parte, yo halándolo y él con dificultad
subiendo, el desconocido por fin alcanza la cumbre del escollo.
La puerta o pared o portón continúa su inexorable avance en
pos del techo: en menos de veinte segundos moriremos aplastados…
¡Debemos lanzarnos! Pero estamos muy arriba, como a
veinte metros del suelo. Entonces comprendo por qué los sacerdotes
no se habían tomado la molestia de seguirnos… ¿Qué hacer?
¿Morir aplastado, o morir estampillado en el suelo pétreo?
El héroe y yo nos miramos a los ojos. Su rostro sudoroso, su expresión
apaciguada, incólume ante la apremiante situación, me
inspiran confianza, esperanza, luz en la opacidad cavernosa. Por
un instante, hechizado por esos ojos de mirada de otro mundo,
olvido que mi vida se bifurca en caminos que conducen a la
muerte. No siento apegado a la vida: mis desdeñosas entradas al
lugar más prohibido y peligroso de Laurecia lo demuestran. Ahí,
a punto de morir, más que miedo a morir me atemoriza el dolor
previo a dicha muerte. Pero esos ojos me dicen que hay otra
vida, una diferente y digna de ser apreciada… Quiero sobrevivir
para conocer esa vida… Y como ven, sobreviví: el héroe, con
ademanes y gestos, me compele a lanzarme, pero yo tiemblo,
mi corazón raudo late como si quisiera escaparse de mi pecho
antes de ser aplastado, mi cuerpo no responde órdenes, entonces
el héroe, viendo como su sugerencia no es atendida,
viendo cómo mi mente y cuerpo están entumidos, comprende
mi colapso, me empuja y caemos juntos al vacío…
-¿Qué pasó después? Pregunta con interés Lerson.
-¿Sus ojos de otro mundo te hechizaron? ¡Ja! ¡A parte de embustero,
eres todo un marica! –todos, otra vez, ríen.
-¡Silencio, Ámaru! Un insulto más y te saco a patadas de mi taberna.
Quedas advertido.
-Pero Lerson, ¿qué no ves que es un mocoso mentiroso?
-Mentira o no mentira me interesa su historia. ¡Ya cállate de
una vez o te quito la botella! Prosigue, muchacho. ¿Qué sucedió
luego? ¿Cómo sobreviviste a la caída?
No me van creer lo que sucedió después…
-¡Já! ¡Como si hubiésemos creído algo de todo lo demás!
Esta vez Lerson no habla, solo le clava a Ámaru la mirada hasta
hacer que este agache su estúpida cabeza de perro regañado y
toma la botella de cokta apretándola a su pecho.
Bueno, les decía que tal vez no me creerán lo que sucedió después...
Fue algo de otro mundo, de otro mundo como aquel hombre.
En el aire, en caída libre, listos ya para reventarnos contra el
suelo, listos ya para sufrir una muerte espantosa, listos ya para
proferir un consabido “adiós, mundo cruel”, nos descubrimos
levitando y cubiertos de purpúrea fulguración… Mi cuerpo pesa
menos, mucho menos, y pausado, armonioso, liviano, sutil,
aterrizo suavemente como pluma de galizno. Mi salvador cae de
igual modo.
La taberna, de aire enrarecido por vaho de cigarros y hálitos de
cerveza y cokta, acalla sus voces hasta rozar el absoluto silen-
cio… Todos los presentes se miran unos a otros… Y después,
poco después, muy poco después, la taberna iluminada por el
esplendor dorado de las velas explota en frenesí de risas y burlas...
-¿Esperas que te creamos semejantes estupideces? ¿Qué te adentraste
en la vedada cueva y casi fuiste víctima de un rito de
adoración al dios prohibido? ¿Y que te rescató un dizque héroe
que dizque de otro mundo y que dizque ataviado con púrpura
brillo? ¿Y que en el vacío de la caída alivianaba tu peso haciendo
que calleras cual pluma de galizno, cual pétalo de flor? ¿Y que
espada untada de enemiga sangre? ¡Ja! No eres guerrero ni aventurero,
toda tu vida has sido un miedoso! ¡A duras penas eres un
pastor medianamente competente!
Lo más triste de todo… No es Ámaru la fuente de tales
agravios… Es Lerson. Lerson, educado y atento oyente, mudaba
a vulgar hombre descreído…
-¡No molestes al muchacho, Lerson! ¡Déjalo soñar! Si dice que es
un héroe valiente… ¡entonces lo es! –exclama Ámaru.
La taberna estalla en carcajadas, nuevamente, muy a mi pesar.
-¡En ningún momento dije ser héroe ni valiente!
-Entrar a la cueva sagrada de Laurecia es un acto valiente,
mozalbete. Hay lúgubres historias sobre aquel lugar…
-¿Lúgubres historias? ¡Pero si hace un momento decías que un
lugar frecuentado por los...!
-Y no solo eso, Ámaru –me interrumpe el tabernero–, no solo
eso: si te sorprendieran entrando a la cueva, los sacerdotes te
quitarían la cabeza.
-Así es, Lerson, así es. Pero míralo, su cabeza sigue igual, sobre
sus hombros. Pero lo mismo daría, lo mismo daría que la tuviera
escindida de su cuerpo, ya que ni pegada a él la usa.
Risas y más groseras risas...
-Muy entretenido tu relato, muchacho, pero muy poco verídico.
Tus cuentos nos han divertido esta noche: gracias por las risas.
Pero ¿no piensas que ya es hora de regresar a tu casa? Te esperan
tus cobijas luminosas, purpúreas, suaves y felpudas como
plumas y pétalos y tu mamita con leche caliente.
Se viene otra vez el aguacero de risas en mi contra…
Asqueado de las burlas y desilusionado por la poca impresión
que tuvo mi historia entre los borrachos de la taberna “la cascada”
(la más famosa y visitada de Ámbur), me voy a casa a
dormir bajo mis felpudas... En fin.
Ha amanecido ya. La luz de la estrella Diosa, filtrándose entre el
velo de mi ventana, me da de lleno, en el rostro. Hoy es el día de
la feria –pienso–, y me aburro sobremanera.
Desayuno servido en la mesa, madre rebullendo chocolate,
olor dulce, esplendida mañana, Diosa brillante, cielo de oro.
Salgo de mi casa silbando, tarareando, dispuesto a realizar mis
tediosas pero bien recompensadas labores de campo. Siembro
aquí, recojo allá; pastoreo celitas, tres gordos celitas y un taramor
joven. Los llevo a un pequeño promontorio, uno no muy
empinado donde mis animales comen y comen y yo pienso y
pienso mientras se pierden mis ojos en el boscoso y nevado horizonte.
Llegada la tarde, bajo un cielo de carmesí teñido emprendo
mi regreso a casa. Parsimonioso voy recorriendo el sinuoso
caminito de piedra cuando de frente me encuentro con Ámaru
el borracho. Y borracho va. Y tambaleándose de borracho, pasa
a mi lado, sin mirarme. Y así, caminando en zigzagueo errante,
se dirige a lo alto del promontorio; y cuando ya estamos lejos
el uno del otro, yo bajando y él subiendo, me grita un espantoso
y sonoro: “¡embustero hijo de la gran puta!” En casi todos los
lugares de este reino el peor insulto pronunciado por sus habitantes
tiene que ver con una puta. ¿Por qué, a cuenta de qué, si las
rameras no tienen la culpa? Porque las veredas, ciudades, reinos,
continentes, bosques, selvas, ríos y mares y desierto vasto, giran
en torno a la doble moral. El hombre come y luego, por miedo al
“qué dirán”, reniega de su alimento. Lo digo porque el injurioso
Ámaru es un putañero consagrado: con mujer de la vida “fácil”
y “alegre” facilita y alegra su triste vivir. Su borracho y triste
vivir. Y por borracho pocas veces le presté atención: reí un poco
y seguí mi camino a casa.
Tan pronto llego a mi casa, en el pequeño cercado adyacente
ingreso mis animales. Estoy sirviéndoles agua en el bebedero
cuando mi madre, ofuscada, me reclama:
-¡Por qué tardaste tanto! ¡Tienes que ir a la feria!
-¡La feria, lo había olvidado!
Entro a mi casa, me quito las ropas desgastadas de granjero y me
visto con unas más acordes con la feria. De mi cofre de madera
tomo mi espada (era casi de noche, tiempo propicio para encuentros
con asaltantes), bajo las escaleras y me dispongo a
salir. Recorro la sala de mi casa rumbo a la puerta cuando mi
madre, afanada, me detiene.
-¡Espera! Olvidas las galletas y los pasteles que cociné, también
las verduras y frutas que cultivó tu padre.
- ¡Cierto!
-¿Qué te está pasando? Andas muy distraído, muy ensimismado…
Has cambiado demasiado en muy poco tiempo.
-Nada me pasa, imaginas cosas. Por favor dame ya los pasteles y
galletas y dime dónde están las frutas y las verduras que se me
hace tarde.
-No. Dime ya qué te pasa.
-Nada, mamá, nada…
-Todo… Todo te pasa. Nunca te había visto así, tan callado, tan
en las nubes… Mañana en la mañana no te me escapas, tenemos
que hablar. Las verduras están en la entrada de la casa, también
las frutas y galletas… Vete ya.
-¿Y el serace? ¿El vecino nos prestó su serace?
-Sí; pero ya está harto de que se lo pidamos prestado: a partir de
hoy, tendremos que pagarle alquiler.
-No importa, mamá: haré lo posible por vender todo lo que
llevo; con el dinero que recaude hoy, compraremos nuestro propio
serace.
-No te decepciones si no vendes todo. Te amo, hijo, y me preocupas…
-Estoy perfectamente bien, mamá. No me esperes despierta: tardaré.
-Cuídate mucho. ¿De verdad estás bien?
-Que sí, mamá, estoy bien.
-¿Bien? Anoche llegaste caído de la borrachera… No eres así. Siento
que cargas algún peso…
-No, no cargo nada, solo quería cambiar de rutina, eso es todo.
-Me despido de ella y emprendo mi ida hacia la feria. Ella tiene
razón, ¿sabes? Cargo un gran peso… Pero en n, ya es suciente
de parloteos. ¡Mira la hora, ya ha anochecido y aún no llego a la
feria! He perdido mucho tiempo por estar hablando contigo.
-¡A mí no me culpes! Solo te pregunté que qué había de nuevo
en tu vida y tú solito te explayaste con tus historias de cuevas,
sacerdotes, tabernas y demás.
-Tienes razón…
-Para ser el circunspecto que solías ser, has sido muy comunicativo.
¿Te pasa algo?
-¿Otra?
-Ja,ja,ja. Al menos yo, a diferencia de tu madre, tengo más información.
Tú más que nadie sabes sobre las leyes promulgadas en
contra de todo aquél que tenga el herético atrevimiento de adentrarse
en la cueva sagrada. Si lo que me cuentas es cierto, te
has metido en un gravísimo embrollo.
-Por supuesto que sabes más que mi mamá: a ella no le confesaría
semejante problema. He pensado en ello, ¿sabes?, en que
los sacerdotes den con mi paradero… Pero, teniendo en cuenta
la mucha fe que le tuvieron a su obstáculo, también he pensado
en que ya me dan por muerto.
-No lo sé… Son muy poderosos. No son cualquier cosa. Además,
se supone que contigo llevas su sórdido secreto... Querrán
acallarte si lo que me cuentas es verdad.
-¡Claro que es verdad! Quisiera que todos me creyeran… Los
sacerdotes no son lo que todos creen… Ellos nos usan, a los bendecidos
y a los ordinarios, a todos…
-No te usaban, solo te castigaban por tu atrevimiento.
-No me refiero a eso.
-¿Entonces a qué?
-¡A todo! ¿Qué no ves cómo vivimos?
-Vivimos bien, quejumbroso. Mejor deja de meterte en líos: su-
cientes preocupaciones tenemos todos con los rumores de una
supuesta invasión extranjera. Ayer, en las afueras del castillo
del rey, se agolparon varios soldados, como alistádose para una
nueva guerra. Algo serio está por suceder, se huele en el aire…
Aunque nadie dice nada claro, solo circulan los rumores. Yo no
he visto a los tales extranjeros; al parecer, aún están en sus lejanas
tierras.
-¿Lejanas tierras? ¡Ya están aquí! ¿Qué no los has visto volar
sobre esas aves gigantes? ¡Son impresionantes! Yo mismo las vi...
¡Acabo de decírtelo! Aunque… definitivamente no me crees…
-No. Lo siento. Tu historia suena tan fantástica, que... es difícil
creerte, Devan. Confío mucho en ti, pero tu relato suena tan
descabellado…
-Lo sé. No hay problema, te entiendo. Si yo fuera tú o los de la
taberna, tampoco me creería.
-¡Oye! ¡Recuerdo que mencionaste a una tal Ángela! ¿Quién es
ella? ¿Y qué pasó con el tipo mágico?
Tan llenas de sí mismas como los aristócratas de Ámbur, tan
redondas como el rey Eurigedes tercero, las dos lívidas lunas
riegan sobre el boscoso caminito su pálido resplandor de plata;
y junto a ellas, lejanas, inalcanzables, innitas y bellas, palpitan
las estrellas en el cielo ennegrecido; y Lilia, mi bella Lilia, mi
bien vestida Lilia, juega con su cabello negro como la noche que
nos cubre: entre sus gráciles dedos enrosca sus largos mechones
mientras sus ojos, también negros, también oscuros, también
brillantes, esperan mis respuestas…
-Bueno, te diré: Ángela y el tipo mágico…
-Pero mira que nos trajo el río… ¡el par de noviecitos! – inoportuno,
Ámaru aparece de la nada de la que nunca debió salir y me
interrumpe.
-¡No somos novios! ¡No ha pasado ni un mes desde que regresé a
Ámbur! –se defiende Lilia.
-¿Qué importa eso, mi bella Lilia? No se requiere de mucho
tiempo para ennoviarse, pero sí se requiere de demasiado mal
gusto para fijarse en este zoquete.
-¡Me insultas! No soy esa clase de mujer –Lilia voltea el rostro en
señal de indignación…
Y Ámaru, bestia de corva espalda, ojos saltones, hocico largo y
cuerpo cubierto de pelos grisáceos, gruñe y me mira con bilioso
desprecio. Lleva sobre sí su armadura de hierro, resplandeciente
bajo la luz de las lunas. Dicha armadura, tan propia del ejército
de Ámbur, trae a mi memoria a los cientos de soldados muertos
bajo las echas extranjeras. Por el hocico de Ámaru amenazantes
se asoman sus colmillos, y junto a ellos su enorme y
delgada lengua. Con Ámaru vienen otros dos tipos: un humano y
un lagarto tan antropomorfo como el perro gruñón. Los caras de
perro como Ámaru provienen de las gélidas y lejanas tierras del
sur, y los lagartos del selvático oriente. Tanto unos como otros
tienen sus costumbres y creencias, artes y culturas, fortalezas
y debilidades y propia y única visión del mundo. Durante los
años recientes se ha acrecentado en Ámbur, capital de Laurecia
(mi hogar), la llegada de inmigrantes hundos (perros) y sisalikas
(lagartos).
En Laurecia (reino de mayoría humana), los hundos son apreciados
por su olfato, aguerrida voluntad en la guerra e inquebrantable
fidelidad y obediencia a sus líderes. Los silalikas en cambio
son altamente valorados por su frialdad cuando son sicarios
y dotes de persuasión cuando son negociantes. Sin embargo
ellos, a diferencia de los hundos, son poco confiables: su venal
fidelidad vale unas pocas piedras de lauril. Por ser los silalikas
armas de doble lo que solo cortan en favor del mejor postor,
sus servicios son solo requeridos por gente de amplio sustento
económico (y ni así llegan a ser enteramente confiables…). Los
silalikas son de espíritu independiente: solo trabajan para otros
cuando la necesidad es apremiante o cuando la oferta de trabajo
propone un sustancioso pago en piedras de lauril. Pero, cuando
no, son comerciantes libres bastante competentes…
Silalika, humano y hundo nos rodean…
Perro sarnoso –insulto a Ámaru.
-¿Sarnoso? ¡No sufro de sarna! ¡Entérate de una maldita vez,
no soy cualquier perro! ¡Soy un legítimo “cabellos de plata” de
noble ascendencia! –vocifera el perro imitando el tonito arrogante
de los aristócratas.
-Ah, como quien dice, eres un perrito de pedigrí –le digo yo.
Lilia ríe. ¡Grrr! Gruñe el perro y viene hacia mí enseñando los
colmillos. ¡Chin! Desenvaina el lagarto su espada. Y el humano,
con su mirada ja en el firmamento, se mantiene al margen de la
situación.
¡Así que el sisalika desea hundir su espada sin un ánimo de lucro!
Vaya, un sisalika con alma! –digo yo, mientras mi escudo de
cedro me protege de la mordedura del canino.
Entonces el sisalika, sin mediar palabra alguna, intempestivamente
salta y en el aire hace un giro, hace dos, hace tres: vueltas
y vueltas y vueltas con su cuerpo en posición horizontal. Es
un ataque doble, de espada y cola usada como látigo. ¡Sus giros
aéreos son prodigiosos! La ventisca que de ellos se desprende
casi me tumba al suelo; su cola y espada son como aspas de
molino que vienen hacia mí.
Mis ojos se enfocan en su giro aéreo; el perro aprovecha mi
distracción y con sus dientes me arrebata el escudo; mi largo
pelo se revuelve por el viento del ventilador lagarto; mi mano
derecha desenvaina mi espada, ataco y mi sablazo choca contra
la espada giratoria de mi atacante; del choque chispas se
desprenden; nuestras espadas se unen; el peso de su ataque me
hace arrodillar; el látigo de su cola golpea mi cabeza y caigo en el
suelo plateado del camino.
Sumido en algún estado entre la consciencia y la inconsciencia,
oigo los gritos de Lilia.
-¡Se lo merece por hereje! –vocifera el perro.
Mi consciencia se apaga y duermo…
Mi consciencia se enciende y despierto: Lilia me mira con compungida
expresión. La cabeza me late como corazón.
-¿Y el perro, y el lagarto, y el tipo raro? –pregunto.
-Se han ido –susurra Lilia.
-¿Cuánto tiempo duré inconsciente?
-Unos cinco minutos…
-Muy bien. Alcanzo a llegar a la feria. Habría sido trágico para
mí si no hubiera despertado a tiempo. Auch, mi cabeza… Malditos...
-Ámaru le es fiel a los sacerdotes. Si tu historia es real, no dudará
en denunciarte ante ellos.
-No. Él, como tú, duda de mi historia. Para él lo que vi en los
sacerdotes es un imposible. Es un perro el, ciego y cabeza dura.
Y por favor deja de decir “si tu historia es real”: no quiero que me
recuerdes tu incredulidad.
-Me asusté mucho… Creí que no despertarías.
-El susto lo veo en tus lágrimas... Ya no te preocupes, Lilia, estoy
bien. Vamos ya.
¡Cuántos hombres y cuántas mujeres de todas las razas! ¡Cuánta
gente, cuánta vida! Animales, luces, comida, humo, tiendas, colores
y colores, música de flauta, de percusión, de risotadas,
de gritos, de vida, florales fragancias, ¡la feria amburita en su
máximo esplendor! ¡Extrañaba esta ciudad! –exclama Lilia con
exacerbada felicidad.
Abotagados por la algarabía de la feria, por el colorido de sus
quioscos y luces, mis sentidos me distraen del dolor de cabeza.
-¿Hace cuánto llegaste a la ciudad, Lilia?
-Hace diez días. Todas las minas de Zafirania ya han sido explotadas…
No hay trabajo ni futuro… –su rebosante felicidad da un
giro brusco hacia la pesadumbre.
-Lo siento mucho, Lilia…
-¡Qué hermosa feria! ¿De veras eres un pastor? –me desconcierta
un poco el cambio de tema de Lilia.
-Sí, es bonita. Y sí, lo soy. ¿Por qué la duda?
-Era muy niña cuando mi familia decidió dejar Ámbur para ir a
Zafirania, pero aun así te recuerdo, recuerdo bien quién eras.
-¿Ah, sí? ¿Quién era yo según tú?
-Nuestras aventuras en la montañas, donde dices que pastoreas
celitas, las recuerdo como si ayer hubieran sido… Que divertido
era subir y explorar y jugar a caballeros y princesas…
-¿De verdad? Siento decírtelo, pero yo no recuerdo nada de eso.
-Claro que no lo recuerdas: eres hombre.
-¿Y eso qué tiene que ver?
-Nada, olvídalo.
-Umm… En fin. ¿Quién era yo según tú?
-Eras un caballero, no un pastor –Lilia hace una risita que cubre
con su mano.
-¡Claro que soy caballero! Mira mi espada.
-Muy bonita y muy nueva, como sin usar…
-¡Sí la he usado!
-¿Ah, sí? ¿Dónde, cuándo?
-Eh… Eso a ti no te importa.
-Ajá…
-Como sea. ¿De verdad las minas de Zafirania han sido explotadas
hasta su agotamiento? Se supone que esas minas poseían
suciente mineral como para satisfacer por siglos a toda la opulencia
nobiliaria.
-Eso es lo que todos creen… Mis padres abandonaron todo lo
que aquí poseían para probar suerte en las minas. Trabajaron
durante años en la extracción de esa maldita piedra lauril, ¿y
qué obtuvieron a cambio? unos pocos lauriles y enfermedades
respiratorias…
-Cuando te fuiste pensé que jamás volvería a verte. Fue muy sorpresivo
encontrarte en mi camino a la feria.
-¡Para mí también lo fue! Iba rumbo a tu casa cuando te vi venir
hacia mí junto a ese… Eh… ¿Oye...?
-¿Sí?
-Eh… ¿Dónde está el animal que...?
-¡El maldito serace del vecino se fue!
-O se lo llevaron…
Mis ojos recorren el círculo de tiendas, pero no encuentro ni un
mínimo rastro del serace marrón.
-Una libra de antecémalos, por favor –solicita una anciana.
-No tengo antecémalos, señora.
-¿Qué clase de tienda de verduras no vende antacémalos?
-La misma clase de tienda que pierde un serace que no le pertenece.
Si no va a comprar nada, señora, desaparezca.
-¡Muchachito grosero!
Lilia se ruboriza mientras se disculpa por mí. La indignada anciana
acepta la disculpa y nos informa de un hundo al que vio
caminar con un serace marrón.
-¿Ahora cómo encontraremos a Ámaru?
-No te preocupes, Lilia. A ese perro se lo puede ver en tres únicos
lugares: su casa, el castillo y la taberna. Hoy es un día feriado,
por lo tanto ha de estar clavando el hocico en alguna jarra de
cockta.
Poco a poco el barullo de la feria se difumina en el silencio del
bosque. La taberna “la cascada” ocupa la mitad de un pequeño
claro rodeado de setos sembrados y cuidados por Lerson, el
descreído dueño de la taberna. Fuera del cercado de arbustos, se
erigen unos abetos gigantes y arropados por la nieve. La dorada
luz del interior se filtra por el vidrio de las ventanas, palpitando
entre las tinieblas de la noche. Lilia y yo ingresamos, y de
frente nos encontramos con Ámaru, quien bebe de una jarra con
su miraba fija en la puerta, como si estuviese esperando nuestro
arribo. La taberna está vacía y silenciosa. Sólo Ámaru queda
presente. O bueno, eso pensamos en un principio...
-¿Dónde está el serace, Ámaru?
-Está frente a mí, preguntando por su hermano.
Es el último agravio de Ámaru que estoy dispuesto a soportar.
Desenvaino mi espada y me dispongo a rebanarle el hocico, pero
un intenso dolor en mi cabeza me manda al suelo.
-Tu lealtad será bien recompensada –le oigo decir a un hombre.
-¡Solo me interesa que la herejía y traición sean bien castigadas!
–ladra el perro de dos patas.
Al instante, Lilia cae a mi lado, sometida por un badulaque
envuelto en hojalata. Muy a mi pesar, nuevamente, por tercera
vez en dos días, caigo inconsciente.
Al abrir los ojos, me encuentro con la magnificencia de las lunas
en el cielo todavía estrellado. Un montón de heno me cubre el
cuerpo y parte de la cara. Me pongo en pie, escupo el heno que
había alcanzado a entrar a mi boca y veo a Lilia, quien aún sigue
inconsciente. Estamos sobre una carreta halada por un equino
marrón. No me jo en si el equino es el serace del vecino o no
porque un detalle, un poco más llamativo, capta toda mi atención:
frente al animal se extiende un caminito de piedra, muy
conocido por mí, cuyo remate es la puerta de una casa también
muy conocida por mí. Dos hombres en armadura rodean a un
tercero (este sin armadura). Dicho hombre golpea la puerta y siento
una corazonada, un horrido presentimiento que me rebana
el alma. Sin más dilaciones, desenvaino mi espada, y le grito
a mi madre que no abra la puerta. Pero esto, por supuesto, resulta
ser un acto contraproducente: con más premura y arrojo
mi madre se abalanza a abrir. Los dos hombres en armadura, al
parecer soldados de Ámbur de acuerdo al signo real que alcanzo
a ver en sus escudos, se apresuran a detenerme. Reviento mi
espada contra el yelmo de uno de los cerdos cuando intentaba
atravesarle la cara. El segundo hombre me empuja con el dorso
de su escudo y caigo sobre el caminito de piedra, entonces me
levanto en seguida, con agilidad y contraataco con otro espadazo
sobre el primer hombre, pero este bloquea mi espada con
su escudo e intenta patearme torpemente con el escarpe de su
armadura (y digo torpemente porque la greba y rodillera de su
armadura no le permiten exionar bien la pierna, además de ralentizar
sus movimientos). Eludo entonces su patada y ataco al
segundo para poder sorprenderlo con la guardia baja, pero dicho
soldado, con prodigiosa agilidad, veloz, esquiva mi espadazo y
me propina un puñetazo en el rostro. Esta vez caigo para no
volverme a levantar. Mi madre intenta acudir en mi ayuda, pero
el hombre sin armadura la detiene y la empuja al suelo.
-Su hijo ha cometido actos de herejía y difamación contra la
Diosa, el sagrado sacerdocio y el cien veces bendito por la Diosa
reino de Laurecia.
-¿Sólo cien veces?
-¡A callar, insolente! –grita el segundo hombre en armadura con
su ahogada voz en el cerrado yelmo mientras me golpea la boca
con la base del mango de su espada.
-¡Mi hijo es sólo un pastor que a nadie le hace daño!
-Su hijo, ante los ojos de once testigos que lo incriminan, ha
cometido perdia contra la dignísima clase sacerdotal y el
sumo sacerdote. Es una pena que su joven vástago compense la
torpeza de la espada con la ligereza de la lengua. Osar mancillar
el honor sacerdotal con abyectas injurias bien merece la pena
de muerte a la que tristemente su hijo se ha hecho acreedor,
mi bella dama. Y perdone usted por empujarla, pero las ordenes
reales no permiten interferencias.
-Si así están las cosas, entonces exijo un juicio para mi hijo.
-La gravedad del crimen de su hijo no admite ningún tipo de
indulgencia, mi dulce dama. La condena ha sido proferida por el
mismísimo rey Eurígides tercero. Observe usted: la rúbrica y el
sello real en esta orden de aprehensión y ejecución lo demuestran.
-¡Es una orden intransigente y descabellada!
-Señora mía: por ser usted de mi agrado, responderé a su agravio
para con el rey con una simple advertencia: si vuelve usted
a referirse a su alteza real y a sus órdenes reales de manera
despectiva, me obligará a llevármela junto con su hijo. He cumplido
ya con la ley de dar aviso a los familiares del condenado a
muerte. Intuyo que su esposo ha de estar en la feria, por lo tanto
le solicito encarecidamente que le informe de las malas nuevas.
Doy por terminada mi diligencia, y dispénseme usted por tener
que ser un emisario de la muerte, yo sólo cumplo…
-¡No! ¡Nadie se llevará a mi hijo y menos para asesinarlo!
El cuchillo de cocina de mi madre refulge a la luz de las lunas,
dispuesto a defender mi vida sin importar las consecuencias.
La nevada cae en todas direcciones, entre el viento revuelto,
como preludio de la tragedia, mientras las copas de los abetos
se mueven como cabezas de gigantes asintiendo y negando,
contradictorias y caóticas como la vida misma; mientras, rodeados
por los enloquecidos árboles, en el medio de su locura,
se detiene el tiempo, y nosotros con él. Delante de mi casa, con
su puerta entreabierta, delante de la mesa de blanco mantel con
comida ya servida a la espera de comensales, sirviendo de fondo
a la desgracia, mi madre se ciega de ira, y la nieve cae, y se desvanece,
y se precipita sobre el vacío de los vacíos, sobre el lapso
eterno de la vida y de la muerte. Uno de los dos soldados que me
derrotaron, el del yelmo cerrado, el maldito, el cerdo, el que me
calló la boca, el hábil que me esquivó y golpeó la cara, de pronto
arroja su espada como si fuera una lanza, y como una lanza vuela
el ave mensajera de la muerte en pos de la vida de la mujer más
importante de mi existencia.
Nada puedo hacer, absolutamente nada… Ni si quiera madre ha
podido hacer algo para esquivar un objeto que ha salido disparado
de la mano de su dueño con la velocidad de un rayo. Todo
ha sido repentino, inesperado… No puedo moverme. Mi madre
de rodillas, con un acero atravesándola entre pecho y espalda y
yo no puedo moverme… El emisario del rey inclinándose levemente
para despedirse de mi madre moribunda y yo no puedo
moverme… El asesino a mi lado, impávido, sin rostro, saboreando
la consecuencia de su acto, y yo…Mi madre me mira.
Sus ojos azules, compungidos, lacrimosos, me miran. ¡Sangre!
Escarlata vino que cubre el nal del camino hacia mi casa, río
carmesí que señala el nal del camino para mi madre, a borbotones
se derrama, delizándose sobre la blancura fría… Sus labios
tan rojos como su sangre me dibujan un “escapa” sordo, y sus
ojos se detienen en el innito más inerte, para siempre… Cae su
mentón sobre su pecho, y sobre su rostro su larga y rubia cabellera
trocada en blanca por la tempestad de nieve… Y yo no puedo
moverme…
-Teniendo en cuenta la imperiosidad de la orden real en este
caso particular, no veo ninguna razón de peso que justifique retardar
la ejecución con un acto público que sólo servirá para
azuzar la morbosidad de la plebe. Tristemente, mi querido
muchacho, ahora mismo deberás partir al más allá, y ojalá la
Diosa te bendiga y perdone a ti y a tu dulce madre. ¡Mátenlo!
Las palabras del hombre sin armadura encienden en mí una inextinguible
llama, alimentan un oscuro deseo, una insaciable
bestia, iracunda monstruosidad que solo quiere una cosa, una
única y maldita y jodida y puta cosa: matarlos… a todos… El frío
circundante no corta la tibieza de las lágrimas ni el ardor de la
ira. Tomo mi espada mientras los dos hombres en armadura se
disponen a ejecutar la orden de su superior, pero juro no morir
hasta verlos morir a ellos primero. A punto de atacar, de pronto
la sibilante ventisca arrecia y levanta una pared de viento y
nieve entre mi madre y yo, entre los tres malditos y mi venganza.
Todo a mí alrededor se torna blanca oscuridad. El viento
arremolinado engulle a mi madre y a los esbirros del rey. Lilia ha
despertado ya. Me hala de la mano y con suplicas me convence
de emprender la huida. Huimos en aquella carreta cargada de
heno, entre árboles crujientes de mustias hojas sacudidas hasta
desprenderse de sus ramas mientras en mi cabeza, colgado para
siempre en la galería más tenebrosa de mi memoria, de mi vida,
observo nuevamente aquel cuadro desgarrador, aquella pintura
de viento, de nieve, de sangre… Copado de copos blancos, ese
viento helaba hasta los huesos, pero esa sangre, la más escandalosa
y roja que hayan visto mis ojos, pincelada sobre el lienzo
níveo, helaba hasta el alma… Y yo no pude moverme…
-Nos perseguirán hasta asegurarse de nuestra muerte.
-Yo seré el que los perseguiré a ellos hasta asegurarme de
su muerte, Lilia. ¡Lo juro! Duerme ya. Al alba partimos hacia
Zafirania.
-¿Zafirania? ¡Lo último que quiero es regresar a Zarania!
-Lo último que quieres es ser atrapada y ejecutada por la realeza
y los sacer... ¡Mierda, maldita sea! Lilia… Lilia… Perdón, Lilia…
No quise involucrarte en todo esto… Yo…
No, no es tu culpa… Es Ámaru… ¡Es Ámaru el único responsable
de todo esto!
¡Ámaru! Había embotado tanto mi rabia sobre los tres matones
del rey, que casi me había olvidado de Ámaru y su cuchillada
por la espalda. Muy pronto me encargaré de cerrarle el hocico al
perro… para siempre…
-Si no fuera por este oportuno heno, moriríamos congelados…
-Con heno o sin él, no me daría el lujo de morir ahora.
-Sí, te entiendo… Siento mucho lo de tu mamá... La señora
Valexa no merecía partir así, de esa manera tan…
-Yo la maté.
-¡No hables así, Devan!
-No hice nada; sólo provoqué su muerte y la dejé morir…
-¡Ya deja de decir estupideces! ¡No es tu culpa haber atestiguado
un secreto del sacerdocio! Fue algo que simplemente pasó, no lo
buscaste.
-¡Claro que lo busqué! ¡Me subí a un árbol para vigilar la entrada
de la cueva, luego entré a ella y me dejé atrapar, le conté todo a
los de la taberna y los lacayos del rey fueron a mi casa y…!
-¡Y nada! ¡Nada de eso lo hiciste pensando en que pasaría lo que
pasó!
-¡Pero lo hice, y pasó lo que pasó! En fin… Vamos a dormir (Lilia
jamás podrá entenderlo).
-Siempre podrás contar conmigo, Devan…
-Gracias, Lilia… Gracias... Descansa.
Acostado en la carreta de heno junto a Lilia, volteo mi cuerpo y
le doy la espalda. Me despierta la luz de la Diosa y el canturreo
de las aves del bosque. Tiempo de partir.
-¡Ya era hora de que despertaras! Tuve tiempo hasta de poner a
pastar al negui.
-Ah, ¿es un negui?
-Vaya pastor estás hecho, Devan… ¡Claro que es un negui!
-Debemos irnos ya, Lilia. Buscaremos algo de comer en el
camino.
La estrella Diosa resplandece en lo alto, haciendo tolerable el
frío de la mañana. Las pequeñas aves retozan y cantan entre
las hojas de los robles, y en la brisa se respira un reconfortante
y limpio aire. Avanzamos lo más rápido que posible hasta que
pronto debemos detenernos: la nieve que cayó durante la noche
es ahora un obstáculo de dunas que impiden el avance de la
carreta. Con todas sus ruedas hundidas en la nieve, sin tiempo de
esconderla, debemos abandonarla y quedarnos sólo con el serace
o negui o lo que sea este animal. Y así, dejándole una enorme
pista de nuestra ubicación a nuestros perseguidores, continuamos
nuestra huida hacia Zafirania, ciudad de minas y miseria…
-Madre del cielo, del agua, de la tierra y de todos los seres que
en ella habitan, testigo presencial de las penurias de tus hijos,
sagrada y compasiva, con prístina luminiscencia me sonríes,
con amoroso candor me abrazas, regalándome la hermosa mañana
que sosiega el ardor de mis dolorosas yagas...
-¿Qué haces?
-Es la letra de una canción muy popular en Zafirania. Se la cantábamos
todas las mañanas a la Diosa antes de sumergirnos en la
tierra.
-No sabía que también trabajaras en las minas.
-Todos debíamos hacerlo si queríamos sobrevivir el día.
Pronto las aves han acallado sus trinos, y sólo se oye el quedo
susurrar de la brisa, el arrullador suspiro de las hojas y el pastoso
y húmedo sonido de nuestros pies sobre la nieve.
-Me preocupan tus padres, Lilia…
-¿Temes que los busquen a ellos para averiguar nuestra ubicación?
-Sí. Que los encuentren y… Tú sabes.
-No te preocupes por eso: mis padres ya están muertos.
-¡Qué! ¡Pero cómo…!
-Por eso regresé a Ámbur, Devan.
-No sé qué decir…
-Ambos sabemos que no hay palabras lindas que mitiguen el
dolor que causa la pérdida de un padre.
-Ni que lo digas…
-Murieron de una enfermedad respiratoria. El interior de esas
minas es abrasivo para los pulmones y… y yo también pude
haber muerto, pero digamos que me salvó mi juventud.
-Lo siento mucho, Lilia…
-Yo morí con ellos, Devan…
-Es natural morir un poco con la muerte de los que amamos,
Lilia… –una lágrima se me resbala por la mejilla, pero alcanzo a
limpiarla sin que Lilia se dé cuenta.
-Y doloroso… Pero… ¡Suciente de cosas tristes! Mejor termina
de decirme: ¿quién es Ángela?
-Ahora no quiero hablar de eso ni de nada, Lilia… Perdóname…
-Te entiendo… He sido muy desconsiderada.
Recuerdo a mi madre, a su pelo rubio y largo y lacio con delgadas
trenzas a los lados, a su delantal blanco, a su piel tan blanca
como esa nieve teñida de brutalidad que no se sale de mi cabeza;
recuerdo también sus últimas palabras maternales antes de que
me fuera a la feria, las galletas que con tanto esmero horneó;
recuerdo su pobreza, nuestra pobreza, la maldita pobreza de la
que siempre quise sacarla pero mi inutilidad solo me alcanzó
para dejar perder un serace que ni siquiera era nuestro… Mi
inutilidad solo alcanzó para dejarla vivir en la precariedad y
morir en la ignominia. Mi menesteroso ser sigue consumiéndome
a mí y a los seres que me rodean... Siento ganas de llorar,
pero no quiero que Lilia me vea tan vulnerable... Decido que es
mejor romper este silencio evocador de luctuosos pensamientos
que romper en llanto delante de Lilia, así que decido hablar.
-Eh… Está bien, Lilia, te contaré. No sé nada más sobre el hombre
mágico a parte de lo que te dije. Y...
-¿Y…?
¡Y Lilia se eleva en el aire junto con el negui!
-¡Devan, ayúdame!
-¡Lilia, intenta liberarte, yo te atrapo!
-¡No lo hagas, mujer! ¡No es mi intención ocasionar un accidente!
Al instante en que esa voz de hombre de mediana edad dice no
desear ocasionar accidentes, Lilia y el serace lentamente retornan
al suelo.
-¿Quién es usted?
-Quiénes somos, querrás decir, muchacho…
Un hombre joven, de unos 18 a 25 años de edad, aparece detrás
del hombre más adulto y hace una pequeña reverencia de
saludo.
-Mi nombre es Luukme, ¡buenos días! Y el hermano que me
acompaña se llama Varmil. Como podrán verlo en nuestras delatoras
túnicas, somos sacerdotes, eles servidores de la Diosa
que venimos al bosque a recuperar a nuestros descarriados
celitas.
Luukme, el más adulto, con su actitud de bien educada socarronería,
taimado, artero, me recuerda al lacayo del rey que
quiso ejecutarme.
-Los dones de la Diosa son inconmensurables, tan inigualables
como mi belleza y poder –dice el más joven mientras acaricia
su larga cabellera roja–. Pero solo otra cosa llega a ser tan ilimitada…
¡La ignorancia de la plebe! Esa bendita ignorancia, tan
necesaria mas no innita… Un ínfimo rasgón en nuestro velo oscurantista
es suficiente para que se filtre la luz de la verdad, y
tú, pequeño fisgón, te has convertido en el descocido de nuestro
velo.
-Demonizamos a Delos y prohibimos su culto por razones que
no vienen al caso. Ahora bien: si un muchachito anda por ahí
diciendo que le rendimos culto a un Dios que nosotros mismos
hemos prohibido, ¿cómo crees que quedamos frente a la plebe,
Varmil?
-Quedamos como este horrible antecémalo… ¿Así que a esto
dedicabas tus días, jovenzuelo? –no comprendo porqué alguien
tan joven como yo se refiere a mí como “jovenzuelo”–. Sembrar,
cosechar, cebar, sacrificar, volver a sembrar, a cosechar, a cebar,
a sacrificar… –refexiona Varmil mientras observa detenidamente
el antecémalo en sus manos–. El antecémalo se siembra
bajo la tierra, crece, retoñan verdes sus hojas, el campesino lo
recoge, lo lleva a una feria e intenta venderlo, y cuando no logra
venderlo a tiempo, se pudre y adquiere este horrible sabor...
¡Pero aún queda su semilla, el punto inicial que reiniciará el
ciclo que comienza para terminar, volver a comenzar y terminar
y…!
-Y comenzar y terminar y comenzar de nuevo como tus incesantes
pláticas, Varmil…
-¿Qué no lo ves, Luukme? ¡Todos hacemos parte del ciclo in-
finito de la vida, de esta hermosa y circular prisión! Por ende la
oscuridad en la que hemos mantenido a la plebe algún día habrá
de terminar.
-Sí, tienes razón, Varmil. Aunque discrepo en algo de lo que
dices: es verdad que todos hacemos parte del ciclo infinito de
la vida, con sus comienzos y finales, pero unos tenemos más
ventajas que otros. Ventajas como los poderes divinos de los que
disponemos ahora… Poderes divinos que…
-¡Que nos hacen poderosos como dioses, seres por encima del
ciclo de la vida y de la muerte y sus molestas limitaciones!
-Precisamente, hermano. Tiempo de hacer infinito lo finito,
Varmil.
-¡Hora de zurcir rotos, hermano mío!
-¡Alto! ¡Nosotros mantendremos la boca cerrada, lo prometemos!
-No, Lilia, no tiene caso negociar con asesinos.
-¿Nosotros? ¿Si te das cuenta, Luukme? ¡Ahora la mujer también
lo sabe todo! ¿Y qué es eso de asesinos? ¡El sacerdocio es una organización
inmaculada al servicio de la Diosa y sus eles!
-Aquel día me habrán descubierto, está bien. Pero ¿acaso no se
les ocurrió pensar que tal vez, de pronto, aquella no era la primera
vez que me infiltraba en su cueva?
-¡Santa Diosa bendita, Luukme! ¡Esto es más grave de lo que
pensábamos!
-El muchacho ya es inmune al miedo que inoculamos en todos
los laureanos… Y tal vez la muchacha ya se contagió de esa bizarría.
Debemos eliminarlos de inmediato.
-¡Hermano Luukme! ¿De veras crees que la bizarría despreocupada
de este mocoso puede ser replicada por otros? –preguntó
Varmil, señalándome.
-Tú bien sabes que sí. Un antecémalo podrido es suciente para
pudrir al resto.
-¿Por qué los provocas más, Devan? –voltea a mirarme Lilia, con
expresión aterrada.
-Porque no les temo. Estos malditos me lo quitaron todo. Ya
no hay nada más que puedan quitarme, Lilia. Ya no hay nada
que perder, pero sí mucho que ganar con la satisfacción que obtendré
al matarlos a todos.
-Ja, ja, ja. ¿Has oído eso, Luukme?
-A parte de tener agallas, guarda resentimientos contra nosotros,
motivos sucientes para infamar a nuestra organización.
No más plática, Varmil.
-Ya oyeron a Luukme. ¡Saluden de mi parte a la Diosa!
-¡Y ustedes saluden de mi parte a Delos!
-¡Inel insolente!
Blandida mi espada, mis pies corren sobre la cama de nieve en
pos de Varmil, el sujeto de rojizo pelo largo.
-¡Vamos, negui, haz lo tuyo! –vocifera Varmil, y en mis riñones
se clavan inclementes las pesuñas posteriores del negui, serace
o lo que sea que sea ese animal.
-Ja, ja, ja –ríe Varmil mientras soy levantado del suelo por una
extraña energía que me hace otar en el aire como hace unos
momentos hizo otar a Lilia y al serace. Al parecer, es
la misma energía que me mantuvo flotando en aquella burbuja
dentro de la cueva.
-¿Por qué lo levantas, Luukme? ¡Lo necesito en el suelo para que
el serace termine su trabajo!
-Admiro mucho tu habilidad para manipular a las bestias, Varmil,
créeme. Pero en este momento, mi estómago es incapaz de
soportar otra de tus carnicerías.
-Lo dices por el cardo aquel al que manipulé para que se comiera
a uno de esos extranjeros, ¿verdad? Ja,ja,ja. ¡Eso fue muy divertido!
-Estás enfermo, Varmil... Muy enfermo.
-¡Ja,ja,ja! –la horrible risotada de Varmil me causa agobio– ¡Hermano
mío: algún día te enseñaré a apreciar la belleza de una
buena cetrería con majestuosas vidias, la fruición extrema que
se siente en un festín de demalíes devorando sediciosos!
-Paso.
-¡Eres mayor que yo y no has vivido nada, Luukme!
-Podría decirse que he vivido lo suficiente para aprender a despreciar
tus gustos y maneras. ¡Ahora cállate por un bendito momento,
por la gracia de la Diosa! Esta presa es mía, y que no se
diga más.
-Bah, como quieras… Solo los seres bellos podemos apreciar la
real belleza de la vida... ¡Y la mujer es mía! Si no quieres ver,
cierra los ojos.
-Ojalá fuera posible cerrarme también las orejas, Varmil…
Luukme levanta su brazo, se eleva su blanco pelo y de intenso
índigo se tiñe el iris de sus ojos. Yo me encuentro impedido para
moverme, tal como en la cueva. Después baja su brazo diagonalmente,
y mi cuerpo, como echa abandonando un arco, se dispara
a toda velocidad hacía una floresta de abedules de amentos
rojos, maduros, asomados entre el denso manto de la nieve.
Me voy pensando en que no existe miedo más aterrador que
el de la total impotencia y sumisión. Mi cabeza,
como un huevo, va a ir a reventarse contra un árbol. Tanto deseé durante
tantos años… Tanto deseé ser poderoso, tanto deseé ser el
único conductor de mi propio destino y del destino de mis seres
cercanos... En deseos sin realizar se me escapó la existencia; se
me fue volando como saeta al viento la vida. Desear, querer sin
obtener es la natural condición del inútil. Y su única escapatoria…
Su única salida es la perpetua resignación. Terminada
así la última reflexión de mi anodina existencia, ya sin temor
alguno, en resignación perene, infinita, se cierran mis ojos a la
espera de lo inevitable; pero pronto se abren, se abren ante la
evidencia del milagro: ¡el sisalika que me derrotó la noche anterior
me está salvando la vida! De su larga cola enroscada en mi
cuerpo es halado hacia la arboleda, pero el mismo hombre que
no musitara palabra alguna la noche anterior, agarra al lagarto
del brazo y evita nuestro choque contra los troncos. Aún bajo
la inuencia de Luukme, sostenido precariamente por la cola
de un lagarto que a su vez es sostenido por un hombre, veo a
Ámaru, al mismísimo Ámaru, a ese perro tan el a sus creencias
que es capaz de traicionar a quien le confía un secreto, paradójico,
incomprensible, atacando a Luukme, a su sacerdote, ídolo
de carne y hueso, divinidad en la tierra.
Brincando hacia atrás Luukme evita el espadazo de Ámaru. Varmil
sólo observa con expresión de estarse divirtiendo con la
inusitada aparición de los tres guerreros.
-¿Por qué de pronto un hundo ataca a la clase sacerdotal? He
visto y vivido muchas cosas increíbles en mi vida, pero esto,
sin lugar a dudas, lo supera todo. ¿No lo crees así, hermano
Luukme?
-¡El ataque de un hundo es lo último que me esperaba en la vida!
¡Por qué me atacas, perro idiota! ¡Son ellos dos los enemigos del
sacerdocio y la Diosa, no nosotros!
-No te preocupes, Luukme, yo me encargo de corregirlo. ¡Perro
malo, malo, malo! ¡A ellos, perro, ataca, vamos, muérdelos! –
dice Varmil inclinado hacia adelante, mirando directamente a
Ámaru y aplaudiendo.
-¡No soy cualquier perro de cuatro patas, imbécil! ¡Soy un cabellos
de plata de noble ascendencia!
-¡Genial, ahora tenemos a un perro de raza y pedigrí! Tu nariz me
serviría mucho en mis cacerías... ¿Puedo quedármelo, Luukme,
puedo? –dice Varmil burlescamente, saltando como niñito.
-Está bien, Varmil, puedes quedártelo, pero sólo si me prometes
darle de comer y limpiar sus…
-¡Ya cállense!
Ámaru toma de su espalda una ballesta y comienza a dispararles
a los dos sacerdotes, pero pronto las flechas quedan suspendidas
en el aire y giran lentamente hasta que todas sus puntas señalan
a Ámaru.
-Así que tus brujerías no sólo tienen inuencia sobre los seres
vivos sino también sobre los objetos…
-¡Es un perrito observador! Pero ya acábalo, Luukme, comienza
a aburrirme.
-El sentimiento es mutuo, Varmil.
El brazo de Luukme nuevamente se erige amenazante, pero
antes de caer con su condena, un hacha oxidada, haciendo círculos
en el aire, vuela hasta clavarse en el antebrazo del sacerdote.
Luukme se toma el brazo haciendo gestos de dolor, pero no
gime, no grita, solo aprieta sus dientes mientras toma el hacha
del mango y se esfuerza por extraerla. Y ya sin el influjo del
sacerdote, las flechas caen al suelo.
-Ya veo… Así que no pudiste detener el hacha… –refexiona
Ámaru.
-¡Lo que le has hecho a Luukme es imperdonable, perro impío!
¡En nombre de la Diosa y su leal sacerdocio te destierro del templo
y de Laurecia! ¡Siempre serás recordado como un sucio
infiel!
-He decidido que mi delidad está con la Diosa, no con ustedes y
su corrupción.
-¡Sufciente de impertinencias y blasfemias! ¡Vinimos por un in-
fiel y nos llevaremos a cinco! Y eso me suena a buena cacería,
¿no les parece? ¡NO LES PARECE!
La boca de Varmil se abre amplia como las fauces de una terrible
bestia, y su hermoso y cuasi femenino rostro de inocente
y picarezca expresión se deforma todo ante nuestras incrédulas
miradas. La nariz arrugada, el ceño fruncido, los ojos rojos, las
pupilas felinas y un par de protuberantes colmillos superiores y
otro par de inferiores componen, o mejor dicho descomponen
la cara del vesánico Varmil.
-Se desliza el viento gélido entre las nevadas montañas, y en su
cuerpo navega la apetecible esencia de nuestras presas. Nuestro
olfato saborea el rastro de la vida, vida que nos da vida, muerte
que nos alimenta… Los belfos se fruncen, las colas se erigen, los
cuellos se tensan, las cabezas se levantan; y el hambre apremia,
y las tripas se retuercen, y las fauces se abren, y los colmillos
amenazan… Nuestra presa ya no tiene escape... ¡Qué se derrame
la sangre!
Varmil nos escupe una recitación estúpida que pronto cobra
sentido: ¡Delante de nosotros, detrás y a los lados se acercan presurosas
decenas de demalíes!
-¡Síbili, un círculo! –grita Ámaru mientras intenta asestarle un
espadazo a Varmil, pero Luukme ha logrado sacar el hacha de
su antebrazo y con rabia se la arroja a Ámaru, devolviéndole
atenciones. El trayecto del hacha cambia su destino cuando el
hombre silencioso le asesta un golpe arrojándole una piedra.
Ámaru intenta asestarle otro espadazo a Varmil, pero de nuevo
Luukme interviene, esta vez deteniendo la espada con su don.
La recuperación de Luukme y la inminente llegada de los demalíes
obligan a Ámaru a dejar la espada colgando del aire y a
acercarse a nosotros, pero no sin antes tomar el hacha del suelo
y lanzársela a Varmil. Pero ahora entre Ámaru y Varmil el serace
o nequi es el que se atraviesa, sacrificando la vida por su nuevo
amo.
Síbili, el lagarto, haciendo uso de una facultad muy propia de los
sisalikas, comienza a expectorar por su boca abundante ácido
verde, dibujando un círculo sobre la nieve, a nuestro alrededor.
Los gruñidos y el sonido de cientos de patas azotando el suelo,
acercándose cada vez más son escalofriantes. La piel se me eriza,
el estómago se me contrae, pero sólo cuando oigo un castañeo
en los dientes de Lilia, mi corazón se me arrebata golpeándome
el pecho.
-He gastado casi todas mis reservas de ácido en tu círculo,
Ámaru ceve. Espero que tu plan valga la pena.
-¡Estás hablando con un hundo cabellos de plata de noble ascendencia!
¡Da por hecho que mi plan vale la pena, lagarto descreído!
¡Óiganme bien todos! ¡Junten espalda con espalda y
cada quien cubra un flanco! ¡Debido al ácido todos los demalíes
tendrán que saltar para alcanzarnos! ¡Cuando estén en el aire,
golpeen sus cabezas con todo lo que tengan!
Tengo al principal causante de la muerte de mi madre pegado
a mi espalda, escupiéndome instrucciones. Si lo mato ahora,
moriremos con él, pero si lo dejo con vida… No lo sé. Mis manos
no paran de temblar. ¿Me asusta morir, o me asusta sufrir antes
de morir? No sé. En un instante, recuerdos de mi infancia con
mis padres llegan a mi cabeza. Uno en particular comienza a
proyectarse en mi memoria…
-No quiero comer más.
-Me parto el lomo día y noche sembrando y recogiendo todo lo
que está en tu plato, Devan.
-¿Y a mí qué? Si sembraras algo que tuviera mejor sabor, lo
comería con gusto.
-¡Devan, por favor! ¡No le hables así a tu padre!
-Él ya no es mi padre, mamá...
Es extraño que este recuerdo llegue precisamente ahora. Aun
así, ésta puede ser una remembranza oportuna si logro usarla
en mi favor y en contra de los demalíes y sacerdotes… Es sólo
cuestión de canalizar el odio.
-¡Ya están aquí, atentos todos!
Lilia es la primera en ser atacada, pero el descuidado demalí pisa
el ácido y pronto se da cuenta de su equivocación
-¡Qué demalí idiota! –se queja Varmil mientras el demalí recula
dando aullidos de dolor.
-Ahora sabremos si el control de Varmil sobre los animales
también tiene sus limitaciones. ¡Síbili, escúpele un poco de
ácido a ese demalí que viene hacia ti! –ordena Ámaru.
-¿No es eso ser muy cruel con el pobre, Ámaru ceve?
-¿El desgraciado quiere comerte vivo y aun así le tienes compasión?
¡Está bien,como sea, haz como quieras, pero necesito
que lo hagas llorar!
-A tus ordenes, ceve.
El lagarto toma un garrote que está amarrado a su cintura y
golpea la cabeza del demalí en el momento en que éste brincaba
sobre el ácido para atacarlo. El demalí, como era de esperarse,
suelta el alarido al recibir el garrotazo.
-Je, je, je. Así que el segundo demalí también siente dolor…
¡Atentos todos! ¡Ahora el ataque será grupal y continuo! ¡Sé que
es mucho pedirles, pero por favor resistan lo más que puedan
mientras se me ocurre algo!
Entre todas las paradojas de mi vida, esta es, sin lugar a dudas, la
más increíble. Acá estamos por culpa de este perro y su lengua
viperina, y sin embargo…
-¿Un plan, dices? Ja, ja, ja. ¡Lo único plausible en su agonía es la
muerte!
-¿Otra vez hablando de agonías, Varmil? ¡Acaba de una vez con la
maldita misión!
-Eres irritante cuando quieres arruinarme la diversión,
Luukme, pero… esta vez estoy de acuerdo contigo: a mí
también ya me tienen harto estos cinco idiotas. Pero ya verás:
¡evocaré bandadas de...!
La estrategia de Ámaru comienza a rendir sus frutos: entre
nosotros, las gruesas líneas de ácido y los demalíes, hay una
considerable distancia que solo es posible flanquear mediante
largos saltos que dejan a los demalíes en una posición previsible
y vulnerable. Aun así, a pesar de estar recibiendo garrotazos y
espadazos, algunos de los demalíes heridos retoman sus ataques
con más energía y rabia, y los demás los siguen con igual perseverancia.
Uno tras otro los demalíes atacan, y uno a uno los
recibimos a golpes y cortes que los hacen caer doloridos sobre
el charco de ácido. Pronto algunos de los demalíes comienzan a
rendirse ante el dolor de sus heridas, pero la intensidad de sus
ataques, debido a la cantidad enorme de demalíes presentes, no
mengua ni un instante. El cansancio y agobio comienzan a hacer
mella en nuestra defensa en el momento en que Varmil, de repente,
interrumpe su charlatanería.
-Ja, ja, ja. ¡Tu bendita puntería nos sigue salvando la vida, Abalicob!
–exclama Ámaru.
Varmil salta y se dobla de dolor con sus manos en la cabeza.
-¿Por qué no detuviste esa piedra, Luukme?
-¡Porque me estabas distrayendo con tu habladuría!
De pronto, los demalíes abandonan el ataque y se muestran confundidos:
unos nos amenazan con gruñidos, otros lloran, otros
se relamen las heridas y otros pocos se van.
-Ja, ja, ja. ¡Este tal Varmil es literalmente un cabeza dura! ¡Una
pedrada de Abalicob podría dejar inconsciente a un taramor gigante!
-¡Burlarse de un sacerdote es causa suficiente de excomunión,
perro traidor! –grita Luukme.
-¡Tu amigo cabeza dura ya me excomulgó, idiota! ¡Y no soy
cualquier perro, soy…!
-¡Ya cállate, perro pelos de caca de pobre ascendencia! –insulta
Varmil.
Síbili se cubre la boca y agacha la cabeza, pero sus movimientos
convulsos delatan su risa.
-Siempre tienes que ser tan infantil, Varmil… Por culpa de
tu palabrería y jueguitos estamos… ¿Eh? Sí, adelante, te oigo.
¿Irnos? ¿Por qué debemos irnos? Aún no cumplimos con la misión,
pero estamos a punto de… Pero… No es… Ah… Está… está
bien. Órdenes son órdenes, supongo... Allá estaremos puntuales.
La luz de la Diosa esté también contigo. Cien bendiciones para
ti también. Hasta pronto. Varmil… Mensaje telepático: el sumo
sacerdote solicita nuestra presencia.
-¡Pero si aún no terminamos de…!
-Sí, sí, eso mismo les dije, pero oficialmente y por causas que aún
desconozco, se nos ha dado la orden de abortar la misión.
-¡Qué! ¡Me rompen la cabeza y no puedo desquitarme!
-Órdenes del sumo, Varmil. Nada que hacer.
-Piiif, órdenes del… ¡Me las pagarán por lo que le hicieron a
mi hermoso rostro! ¡De ahora en adelante deberán cuidarse de
cualquier animal! ¡Deberán cuidarse hasta de los malditos insectos!
¡Si me queda tan solo una sombra de cicatriz, los cazaré
a todos y a toda su inmunda descendencia!–Varmil bufaba sus
amenazas señalándonos con el dedo al tiempo en que su afeado
rostro mudaba a su estado original.
-¡Largo, demalíes inútiles! –ordena Varmil, y de inmediato los
demalíes se marchan.
-No sé qué planea el sumo en su infinita sabiduría, pero independientemente
de los deseos de su santidad, no crean que se han librado de nosotros.
Como que me llamo Luukme se los
prometo.
Los sacerdotes se pusieron sus máscaras y con el don de
Luukme, alzaron el vuelo.
-Vaya par ese Luukme y Varmil... Nos pusieron en aprietos,
pero por más que tengan dones extraordinarios, esos sacerdotes
demostraron su falta de experiencia en el campo de batalla. Incluso
nos mostraros sus rostros, conados en que nos asesinarían
facilmente. Y lo mejor de todo esto es que hemos logrado
ver no solo sus rostros sino también el funcionamiento de sus
poderes con todo y sus debilidades.
-¡Ámaru! ¡Por qué la basura que me denuncia ante los sacerdotes
aparece de pronto a defenderme de ellos! Pero no, no,
no importa el por qué… Comprender o no los desvaríos de mi
enemigo es irrelevante ahora… ¡Las motivaciones de tus actos
carecen de cualquier importancia cuando se las compara con
las consecuencias, la muerte de quién no debía morir! ¡Estás
muerto, perro!
-Es mejor que bajes esa espada, Devan ceve… La sabiduría de mi
pueblo nos invita a reflexionar antes de actuar.
-¡Fuera de mi camino, lagarto!
-La guardia real ha de estar buscándote, Devan. Vayámonos de
aquí y te explicaré todo en el camino.
-¡No me importan tus explicaciones, perro idiota! ¡Mi mamá
está muerta!
-Bueno, si mis explicaciones no te importan, entonces me abstengo
de explicarte el acuerdo entre tu madre y yo.
-A... ¿acuerdo? ¡Qué acuerdo!
-Ninguno. ¿De qué sirve ofrecerle explicaciones a alguien que
responsabiliza a otros de sus propias desgracias? Siempre metido
en esa taberna despotricando de su vida injusta para luego
darse ínfulas de héroe, envaneciéndose con heroísmos que solo
existen en su cabeza. ¿Por qué he de ser el culpable de la muerte
de tu madre? ¿Acaso fui yo el que obligó a Devan a profanar la
cueva sagrada? ¿Acaso fui yo el que obligó a Devan a exponer
su aventurita ante a todo el vulgo inoficioso de la taberna? ¿Fue
Ámaru el que se internó en esa cueva sin tener en cuenta las consecuencias?
¿Fue Ámaru el que contó una historia en la que él
mismo se hacía el protagonista de un sacrilegio contra la Diosa
y el sacerdocio poniendo así en riesgo su vida y la de su familia?
Tus ansias de fama te abocaron a la desgracia, a esta mismísima
desgracia materializada por tus actos. ¡Asume ya la responsabilidad
de tu vida, mocoso!
La gruñida voz de Ámaru reverbera en el clareado del bosque.
Un haz dorado proveniente de la Diosa nos envuelve y bendice.
Lilia cae de rodillas y llora.
-Lo importante es que hemos logrado sobrevivir, jovencita
ceve, ya no llores más.
-Creí que moriría en las fauces de esos demalíes…
-Pero peleaste bien por tu vida, Lilia. Eres una verdadera guerrera
–agrega Ámaru.
-Ámaru… Yo también necesito entender lo que sucede aquí.
Atacaste y denunciaste a Devan y hace un momento, sin motivo
aparente, lo defendiste. No tiene sentido, y no puedo estar
de acuerdo con lo que le haces culpándolo de la muerte de su
madre y de su situación actual. Devan pudo haberse equivocado,
pero jamás lo hizo con intención. ¡En cambio tú, con toda
la intención del mundo le clavaste el cuchillo por la espalda a
Devan cuando lo denunciaste con los sacerdotes, y de paso me
traicionaste a mí también! ¡Creo que es otro el que obvia las
consecuencias de sus actos, Ámaru! ¡Casi muero ayer, casi muero
hoy y todo porque tu odio por Devan te impidió cerrar la boca!
¡No creo que pueda perdonarte por esto, Ámaru! ¡Pensé que éramos
amigos!
-No adelantes juicios sin oír lo que tengo que decir, Lilia.
-¡Entonces dilo de una vez! –manotea Lilia visiblemente
ofuscada.
-Bien. Síbili, Abalicob y yo fuimos enviados por el rey para
encargarnos de ustedes. Lo que dije hace un momento sobre
la guardia real buscando a Devan, es falso. Sólo nosotros tres
hemos recibido órdenes reales de encontrar a Devan. Mentí para
afanarlos porque me preocupa que los sacerdotes regresen. Les
pido a los dos que tengan paciencia. Es poco conveniente quedarnos
aquí. Les propongo salir primero del bosque, luego buscaremos
un buen lugar para ocultarnos, comer y tal vez dormir
y allí les explicaré todo con lujo de detalles.
Mi opinión sobre todo lo sucedido está tan dividida como las
opiniones de Ámaru y Lilia. No, no sólo mi opinión, también mi
sentir. Me siento culpable, pero también siento que Ámaru es
culpable. Y el rey y sus lacayos, y el sacerdocio y sus crímenes
y mentiras… Pero las palabras del perro… Maté a mi madre…
¿Maté a mi madre?
Lilia y yo aceptamos la propuesta de Ámaru. Un largo y pesaroso
trayecto a través de la espesura del bosque Frenoria nos
trajo a la tundra bermeja de Júnsal. Abalicob cazó a un taramor
lanzándole una piedra a la cabeza (la habilidad que tiene este sujeto
para arrojar piedras me resulta tan sorprendente como los
dones de los sacerdotes). Y a propósito de Abalicob, durante la
caminata desde el bosque hasta la tundra todos fuimos silencio
como él. Ni una sola palabra se habló.
Luego de extenuantes horas de vadear troncos de pinos, de
abetos y abedules, de caminar sobre helechos ahogados bajo la
nieve, de atravesar ramajes, maleza y piedras, observar ahora la
inmensidad de la tundra de Junsal, con toda su baja vegetación
rojiza y uno que otro arbusto verde, con el azul de un laguito
de aguas poco profundas y su lontananza coronada por la blanquecina
cadena montañosa de Bardi es una brisa fresca para el
alma.
Sobre la orilla occidental del lago se extiende una elevación
de tierra cubierta de musgo. Allí mismo nos asentamos bajo el
lienzo matiz fuego del atardecer. Cada quien con su trozo de
taramor asado, sentados en torno a las llamas de una fogata
le damos rienda suelta a la lengua (exceptuando a Abalicob el
mudo).
-Sí que les diste duro a esas bestias, ¿eh, mocoso? Ni en las más
cruentas de mis batallas alcancé a ver a alguien más impelido a
destrozar a sus enemigos como te vi a ti contra esos demalíes.
Todos atacábamos para defendernos, pero tú… tú atacabas para
destazar con el más bruto de los odios.
-¡No me juzgará más un perro traidor!
-¡Devan, detente! A mí también ya comienza a fastidiarme
Ámaru –dice Lilia mirando con ojos de pocos amigos al perro–,
pero nada sacamos con pelear ahora. ¡Ámaru! ¡Ya dinos de una
vez por todas lo que tienes que decirnos y mañana a la primera
luz del alba partimos caminos!
-Oh, mi Lilia, me lastima tu acritud, linda. Está bien, está bien,
me dejaré de circunloquios e iré al grano. Comencemos. En nuestros
amado reino de Laurecia, si quieres denunciar el mal accionar
de alguien, en primer lugar debes contar con tres o más
testigos que testimonien los crímenes de tu denunciado. Tuve
que ofrecerles una generosa cantidad de lauriles a los once degenerados
de la taberna que me sirvieron como testigos ante la
guardia real. Sí, así es –dice Ámaru al ver mi mirada acusadora–:
presenté como testigos a todos los que oyeron tu historia,
Devan. Lo hice para asegurarme de que expedirían tu orden de
captura lo más pronto posible. Cuando al fin la orden firmada
por el mismísimo rey Eurígides III estuvo en manos del comandante
de la guardia real, me ofrecí a ayudarles en la consecución
de tu captura. Nos aprestábamos para salir del palacio del rey
en el momento en que, tal como me lo esperaba, llegó una
nueva orden. Digamos que, a pesar de todo, siempre le tuve fe a
la veracidad de tu historia. Pero me faltaba la certeza que sólo
los sacerdotes podían ofrecerme. De ser real tu historia (pensé
antes de denunciarte), las noticias de mi denuncia llegarían a
oídos del sacerdocio, y, en consecuencia, en lugar de una orden
de captura, expedirían una orden de ejecución inmediata. Me
regocijé bastante al ver la amante orden de ejecución, no te lo
niego, pero no me alegré por la razón que has de estar pensando.
¡El sacerdocio te quiere muerto, por lo tanto tu historia en la
cueva es verdadera! No podía estar más satisfecho con la revelación.
Tiempo después, te emboscamos en la taberna. Ahora
bien, me gustaría hacer una acotación: el buen resultado de un
plan que involucre a terceros, depende de qué tan bien puedes
anticipar los movimientos de dichos involucrados. Gracias a mi
labor como soldado de Ámbur bajo las órdenes del rey Eurígides
tercero, conozco muy bien los métodos y burocracias del reino.
Por lo tanto me era fácil anticipar las acciones de Mardan, el
general de la guardia real a cargo de tu captura y ejecución.
-El tipo sin armadura…
-El mismo. Tu madre fue muy valiente al enfrentársele.
-¿Qué? ¿Estabas espiándolo todo y no hiciste nada para ayudarme
a defender la vida de mi madre, pero aun así hoy intervienes
para defenderme de los sacerdotes? ¡Miserable!
-Sosiégate, pequeño idiota, y no dejes que los prejuicios te
cieguen. Tan pronto los hombres del rey partieron contigo y
Lilia en esa carreta hacia tu casa, salí de la taberna rumbo al
castillo real. Por lo tanto no, no estuve presente durante el
conflicto que te acongoja. Y me le adelanto a tu predecible pregunta:
me enteré de lo sucedido entre tu madre, tú y los hombres
del rey, debido a que a pesar de encontrarme alejado del
evento, siempre tuve un par de ojos jos en aquel lugar.
-Uno de tus espías…
-No. Aunque los ojos que envié pudieron verlo todo, no estaban
allí con el propósito de fisgonear.
-¿Entonces…? ¡Agh, por la gracia de la Diosa, ya ve al grano!
Laurecia
50
-Paciencia, paciencia, pequeño atarbán.
-¿Atarbán? ¿Qué diantres es atarbán, Ámaru ceve?
-¡Por n una buena pregunta! En mi pueblo, atarban es alguien
brusco, bruto, de mal caract…
-¡Ya cállense!
-¡Devan, cálmate! Guarda tu espada, por favor. Y tú, Ámaru, por
la amistad que alguna vez hubo entre nosotros, te lo estoy suplicando…
¡Deja de jugar con los sentimientos de Devan! Su madre
fue horriblemente asesinada frente a sus ojos, conciénciate de
su dolor, por lo que más quieras...
-Tu conmiseración con Devan es muy conmovedora, mi Lilia…
Pero no malgastes las mieles de tu corazón en un asunto que no
merece tu bondad.
-No malgastes tú el poco tiempo que te queda de vida diciendo
estupideces... ¡Ve al grano!
-Tu mamá está viva. ¿Satisfecho ya?
-¿Viva? ¡No juegues…!
-¡No más dramas, chiquillo! Sólo calla y oye.
La extensión del reino de Laurecia es casi tan vasta como la
totalidad del mundo conocido. Unas veces persuadiendo a
líderes y reyes de pueblos y reinos, otras veces a fuerza bruta, el
reino de Laurecia se logró hacer con el control de variopintos
territorios y civilizaciones. Todos los ejércitos de las sociedades
conquistadas fueron adheridos al ejército de Ámbur, y de
entre sus las se purgaron a todos aquellos disidentes que no estaban
dispuestos a defender los intereses del mismísimo reino
maligno que los había subyugado. Los demás, anuentes e indecisos
por igual, fueron seducidos por los placeres de la carne y el
brillo tentador de los lauriles. Pero tiempo ha de aquellas campañas
conquistadoras... Hoy en día, los intereses de Laurecia son
otros. O… ¿acaso no lo son? Ésta es una duda que aún no deja
dormir en las noches a una minoría despierta de mi pueblo.
Hago parte de dicha minoría. Somos un grupo que se reúne durante
noches carentes de sueño, ávidos insomnes buscadores de
la verdad. Nuestro grupo discute asuntos de ayer y de hoy,
asuntos que dibujan la realidad de nuestra existencia. Asuntos
como el de la mayoría de pueblos, ciudades y reinos que, antaño
conquistados, hogaño se sienten laureanos de nacimiento.
Asuntos como el trato que dichos pueblos reciben del que hoy
creen su reino: Laurecia los ve como extranjeros prescindibles,
hijos bastardos sin derechos ni dignidad. Pero ¡pocos son los que
se levantan en defensa de lo que por ley natural les pertenece! La
fuerza de la costumbre y el miedo amodorran cualquier ímpetu
de revolución. Todos aceptan su precaria realidad porque “la
Diosa así lo quiso”, porque “el rey Eurigides tercero es muy sabio
y sabe lo que hace”, porque “contra el sacerdocio y su divino poder
nadie puede”, etc, etc. Nadie lee para adquirir conocimiento,
y nadie escribe para compartirlo. La enseñanza de la escritura
ha sido vedada por dogmas sacerdotales, decretos
reales, leyes impías. Nodoganos, sacerdotes y aristócratas usufructúan
un derecho universal acaparado con la egoísta y por
ende maligna intención de satisfacer sus deseos de poder y control.
Poder, control… Poder y control sobre la chusma iletrada.
No hay cadena más limitante que la ignorancia, ni arma más
peligrosa que el conocimiento empuñado por manos malvadas.
Este desequilibrio de fuerzas hace que Laurecia se vea como un
pastor que controla su ganado. El ganado va y viene por el pastizal,
indiferente ante el ayer, ignorante del hoy y del mañana.
Por su parte el pastor se alimenta con el dolor de su servil ganado.
¡Servil ganado que se inclina obsequioso delante de su
matarife y besa la mano que habrá de asesinarlo! ¡Qué viva el rey,
qué la Diosa bendiga al sacerdocio inmaculado, que el candor de
nuestra vida abrace nuestras cadenas! ¡Éstas son las consignas de
nuestro “dignísimo” pueblo! –Ámaru manotea caminando de
lado a lado, enfurecido.
-¡Hablas igual a Devan, Ámaru! No entiendo por qué a ustedes
dos les ha dado por cuestionarlo todo. No tenemos la mejor vida
en este reino, pero al menos somos libres de hacer a nuestro
antojo; al menos nos hemos salvado de sufrir los vejámenes que
sufrieron generaciones pasadas durante la época de terror de
Eurigides primero.
-Mi inocente Lilia… Tu amor por la vida me conmueve, todo en
ti es encantador… ¿No es nuestra Lilia una joven adorable, mi estimado
Síbili?
-Ciertamente lo es, Ámaru ceve.
-¡No te burles!
-No me burlo, mi bella Lilia. Nunca me burlaría de la fiel representante
de aquellos seres por los que lucho a diario. Por personas
como tú es que aún pienso que el mundo puede ser mucho
mejor.
-Me idealizas.
-Si así es, déjame ser feliz entonces con mis ideales, porque sin
ellos no tendría vida.
-¿Negarás la realidad por el bien de tus ideales?
-No: cambiaré la realidad por el bien de mis ideales.
-No creo que la realidad esté tan mal.
-Alguien que ha sufrido tantísimas penurias en las minas de
Zafirania habla con tanto optimismo… ¿Y aun así dices que te
idealizo?
-Lo de las minas… es otro asunto que no tiene nada que ver
con…
-Todo tiene que ver con todo. Nada está separado, mi bella Lilia:
no caigas en esa ilusión. Si desglosas el todo en asuntos separados,
no te enteras de nada. Los sacerdotes usan túnicas y máscaras
para mantener ocultas sus identidades, lo cual les da la libertad
de inltrarse en cualquier esfera social sin ser reconocidos.
El sacerdocio estuvo detrás del asunto de las minas; el
sacerdocio está detrás de todo lo pensable e impensable. Incluso
en mi pueblo hay hundos bajo sospecha de ser sacerdotes in-
filtrados. Ahora hablemos rápidamente de Eurigides I ya que lo
traes a colación, mi querida Lilia. Y tú, por favor, perdóname
por poner a prueba tu precaria paciencia, idiota Devan, pero
sólo alcanzarán a comprender mis acciones cuando oigan esta
información. El puño de hierro de Eurigides I destruyó con un
único y duro golpe las vidas y libertades de millones de laureanos;
y ese, sin lugar a dudas, fue el inicio de su final. Puedes
controlar a millones de celitas con un demalí domesticado y un
callao, pero, aun así, si de golpe los llevas a todos al límite,
juntos se pondrán en tu contra y se harán conscientes de que no
eres más que un pobre pastor con un demalí y un callao, débil y
solitario como hongo, mientras ellos, los celitas, poseen un poder
ilimitado cuando todas sus miradas convergen sobre un
mismo objetivo. El pueblo laureano de la época de Eurigides primero
unió su poder aplastante contra el abusivo rey hasta derrocarlo.
Tiempo después, el líder de la revolución popular, hijo
de Eurigides I, príncipe heredero al trono y hombre amado por
todo su pueblo, ascendió a rey bajo el título de Eurigides II. Pero
pocos habrían de imaginar las verdaderas intenciones de su
nuevo rey… Desde muy joven, en su época de príncipe, Eurigides
II había caído bajo el inujo de las seductoras y elocuentes “profecías”
de la clase sacerdotal... En su diario íntimo, el ingenuo
príncipe describiría la manera como tales profecías llegaron a
sus oídos… Las profecías, según su ciega y estúpida credulidad,
le fueron transmitidas por la mismísima Diosa desde la cúpula
de cristal del templo sagrado… ¡Profecías que hablaban del origen
divino del príncipe y su misión en el mundo! “¡Eres mucho
más que un príncipe terrenal”, le decía la Diosa con dulce voz al
estulto príncipe mientras los cristales de la cúpula espejeaban
bajo la luminiscencia de una deidad que descendía desde las alturas
para entregarle su mensaje celestial a su ungido terrenal!
Bastante me reí cuando tuve acceso al diario del ingenuo; pero
más me reí cuando al fin pude enterarme de lo que realmente
sucedió tras el telón. Luego de su contacto directo con la “divinidad”,
el príncipe comenzaría la disputa contra su padre en defensa de
Laurecia (tal como la Diosa se lo ordenó). Y como la
Diosa lo había profetizado, el príncipe se hizo rey bajo el cobijo
del amor inconmensurable de su pueblo. Todo salía de acuerdo
a lo planificado por el sacerdocio. Su plan de hacerse con el
máximo poder, con el trono más poderoso que haya existido
jamás, fructificó gracias al estúpido ego de dos reyezuelos
inútiles. Y así, gracias a la “bendición” de la “Diosa”, las cadenas
de Eurigides I quedaban rotas en mil pedazos: ¡el pueblo al fin
era libre!; pero, paulatinamente, bajo las órdenes de la “divina
madre”, las cadenas del rey sucesor, Eurigides II, se materializaban
sobre sus incautos celitas... Todo volvía a ser como antes,
pero sin las revoluciones, con celitas justificando las malas acciones
de su pastor y los retorcidos pero necesarios preceptos
de su Diosa madre, bendita, amorosa y sabia. En carne, mente y
espíritu, los celitas quedaron subyugados y anuentes, conformistas
ante su situación, viviendo con esperanza un “mal necesario”
que repercutiría en un bien futuro que siempre sería futuro,
¡siempre! El poder de la minoría sobre la mayoría, del débil
sobre el fuerte es la más ingeniosa forma de poder. Así lo entienden
los sacerdotes. Como también entienden que dicho poder es
muy precario, frágil, perecedero... Para perpetuarse por todos
los eones en su cúspide, necesitan hacerse más poderosos que
sus celitas. Y lo triste de todo, es que están a punto de alcanzar
su objetivo…
-Me sometes a tu tediosa monserga de historia política y aún no
me entero de qué pasó con mi mamá, Ámaru…
-Paciencia, paciencia, mocoso. Ya casi acabo. Continúo: Hoy en
día seguimos viviendo bajo el legado de Eurigides II. Así como
mi querida Lilia lo maniesta, las personas creen que viven en
libertad, pero en realidad siguen sometidos por los grilletes de
los impuestos injustos; por los grilletes de las infinitas inequidades;
por los grilletes de las absurdas leyes del rey; por los
grilletes de los descabellados dogmas del sacerdocio; por los
grilletes del culto a las intrascendencias y estupideces; por los
grilletes del culto a los “líderes” y bufones; por los grilletes
de la ignorancia; por los grilletes, por los grilletes, por los
grilletes, ¡por los miles de grilletes!… Y las brutalidades contra
el pueblo de Laurecia cometidas por Eurigides I, se siguen cometiendo
contra pueblos lejanos y desconocidos para el laureano
del común. Vivimos bajo el que yo llamo “el reino del feudo
velado”. Me explico: en la época feudal, no poseías nada y te
cobraban un tributo por labrar tierras ajenas; hoy te dicen que
puedes poseer cualquier cosa, la que quieras (si trabajas por ella,
claro), pero aun así te cobran un tributo por labrar tus propias
tierras, por vivir en tu propia casa, por comprar con tus lauriles,
por vender lo que te pertenece, por trabajar, por holgazanear,
¡por vivir! Pero estas son minucias para el laureano del común.
Mientras el hombre pedestre siga midiendo su libertad con base
en lo que “posee”, seguirá siendo un eterno poseedor de cadenas
que se cree libre. Los sacerdotes comprendieron que un redil
más grande les procuraría a los celitas una convincente sensación
de libertad. Comprendieron que, gradualmente, podrías
ir disminuyendo poco a poco el espacio vital dentro del redil de
tal sutil manera, que los celitas no se darían ni por enterados.
Por eso tú, mi bella Lilia, aún te sientes libre a pesar de que muy
poco a poco el reino te roba tu espacio vital.
-Aunque tus argumentos casi logren convencerme, me siguen
sonando un poco... algo… digamos… paranoicos para mi gusto,
Ámaru.
-¡Me sigues clavando tus espinas! Pero no importa, mi bella flor.
Algún día abrirás los ojos. Es una promesa de hundo. Ahora
vamos al asunto de tu madre, Devan. Tu mamá… hace parte de
una nueva revolución.
Las palabras de Ámaru me suenan increíbles y falsas; pero aun
así, ciertas o no, lo único que me importa es que supuestamente
mi mamá siga con vida.
-Bah, qué importa. En tu cara veo que no me creerás nada. Ya me
siento muy cansado, Devan, y sé que no conarás en mí hasta no
ver a tu madre con tus propios ojos. Mañana nos reuniremos con
la señora Valexa y verás la verdad de mis palabras. Que sea ella
y no yo quien te explique nuestro plan de actuar una muerte.
¡Hasta mañana a todos!
Tras un largo bostezo, el perro se echa en el suelo dándonos la
espalda. No permitiría que el perro se durmiera sin darme detalladas
explicaciones del asunto de mi madre, pero Lilia me toma
de la mano y con sus ojos me señala que la acompañe a un lugar
alejado de la fogata.
-¿Por qué me traes hasta acá?
-Deseo hablarte sobre Ámaru.
-¿Qué más hay que decir sobre ese perro?
-Pues… aún no sé si conar en él.
-Yo no confío en él en absoluto. Primero nos denuncia y ahora
nos salva. Eso no tiene sentido.
-Sí, Devan, pero aparte de eso… Él te tiene aversión, casi te desprecia.
-Y yo a él. ¿Y eso qué?
-Tú lo desprecias porque él te desprecia a ti. Pero ¿te has preguntado
alguna vez porqué él no te soporta?
-No me soporta porque me envidia.
-¿Envidiarte? ¿Por qué habría de envidiarte?
-Porque yo tengo aventuras y él es un simple perro soldado.
-¡Qué infantil eres, Devan! ¿Te estás oyendo? ¿Qué te tiene envidia?
-¡Claro que me la tiene! Debiste oírlo en la taberna. Mientras yo
relataba mi aventura, el perro se retorcía de la envidia y lo cuestionaba
todo.
-Ámaru nos acaba de decir que se sintió feliz por haber comprobado
la veracidad de tu historia ¿y dices que te envidia?
-¡Y tú qué sabes, Lilia!
-¿Qué sabes tú cuando jamás te has preguntado por qué él te desprecia
realmente? Prefieres creer que te envidia. ¿Por qué pre-
eres creer en esa suposición en lugar de ver la verdad?
-Porque lo que denes como suposición es la única verdad.
-La única verdad es que eres un egocéntrico.
Comenzaba a sentir desprecio por Lilia. ¿Quién se cree ella para
juzgarme de esa manera? ¡Ella no sabe nada!
-Perdóname… Devan, tal vez he sido muy dura…
-Has dicho lo que piensas, y eso está bien.
-No… no es lo que pienso exactamente, es solo que… ¿No recuerdas
lo qué le hacías a Ámaru cuando yo aún vivía en Ámbur?
-¿Qué cosa le hice?
-Las bromas, Devan, las bromas y las burlas.
-¿Qué bromas?
-¿Qué que bro…? Devan… Tú y los demás niños le gritaban
“perro sarnoso” al verlo pasar; tú y los demás niños le tiraban
piedras.
-¿Estás diciéndome que Ámaru me odia por un simple jueguito
de niños?
-Entonces sí recuerdas.
-Claro que recuerdo aquello, pero no recuerdo haberle hecho
algo tan malo como para ganarme su desprecio.
-¿Lo que acabo de recordarte no te parece lo sucientemente
malo?
-Claro que no. Solo eran juegos de niños.
-¡Juegos de niños que lastimaron los sentimientos de una persona,
Devan! Él y su familia fueron los primeros hundos en llegar
a Ámbur. ¿Lo recuerdas? ¿Recuerdas como los amburitas
de aquel entonces no estaban acostumbrados a la presencia
de hundos en nuestra ciudad? ¿Recuerdas el desprecio al que
Ámaru y los suyos fueron sometidos?
-Sí, sí lo recuerdo. Mi papá también los odiaba, y creo que aún los
odia.
-Sí. Ámaru y su familia sufrieron bastante.
-Ajá.
-Y tú también lo despreciaste, Devan…
-Yo solo era un niño al que le enseñaron a despreciar a los perros.
¿Qué podía hacer? Los niños absorben las ideas de los adultos.
-Pudiste haber tenido más corazón a pesar de la inuencia de tu
entorno, Devan…
-Pude hacer o no hacer, como quieras, pero ya no vale la pena
llorar por el pasado.
-Pero sí vale la pena que reconozcas que lastimaste a Ámaru con
o sin intención. Es hora de que te des cuenta de que Ámaru ha
tenido sus razones para odiarte.
-No. Ese tipo es solo un perro rencoroso. Él y los suyos pudieron
haberse largado de Ámbur si tanto les molestaba la ciudad. ¿No
dice Ámaru que debo responsabilizarme
por mis acciones? Pues bien, él y los suyos también deben
responsabilizarse por su accionar. Nadie los ataba a Ámbur.
Pudieron haberse marchado por donde vinieron, pero en lugar
de eso se quedaron en la ciudad y ahora debemos soportar sus
historias de “mártires golpeados por las vicisitudes del destino”.
Ámaru y los suyos me asquean.
-No se puede razonar contigo, Devan… A veces… A veces no sé ni
por qué te aprecio.
-Ese es tu problema, Lilia. Y el odio del perro hacia mí es su
problema. Nada de eso me importa. Sólo me interesa que el
perro me lleve adonde está mi madre, aunque no me extrañaría
que de verdad haya sido asesinada por el emisario del rey y que
Ámaru solo me esté mintiendo para conducirme a una trampa.
Cualquiera sea el caso, estoy preparado para afrontar lo que
venga.
-En fin. De todas formas no creo que estés preparado para
afrontar la vida.
-Ese es mi problema, Lilia. Descansa.
Me dirijo hacia la fogata luego de hablar con Lilia. Ámaru y
sus dos amigos duermen profundamente. Antes de cerrarse, mis
ojos se deleitan con la belleza de los astros y el arcoíris nocturno
de la boreal aurora. Amarillos, escarlatas, índigos, púrpuras y
verdes estelas me arrullan en la fría noche. Mi nariz se siente fría
como un hielo, pero dentro de mí un calor de rabia me hierve.
Lilia no sabe nada. Se marchó de repente de mi vida y ahora regresa
creyendo conocerme. ¡Ella no entiende!
Veo un árbol sacudido por el viento mientras la luz de la Diosa
se filtra por los resquicios entre las hojas y ramas. Bajo el árbol,
al pie del tronco, una niña recoge ores. La niña viste un enterizo
rojo, de larga falda y un cinto tan blanco como el moño que
adorna su cabeza. Se dirige a mí extendiéndome sus sucias y
regordetas manos para entregarme las flores.
-¿Devan?
- ¿Lilia? ¿Ya va a amanecer?
-No.
-¿Entonces por qué me despiertas?
-Te vi sonreír y pensé que estabas despierto. Perdón por despertarte.
-No te preocupes. ¿Por qué no te has dormido?
-¿Qué soñabas?
-Eh… Nada raro. ¿Por qué no te duermes?
-No he podido conciliar el sueño.
-¿Por qué?
-Porque… Devan… ¿Qué harás después de que veas a tu madre?
¿Qué será de tu vida?
Lilia viste un grueso abrigo de piel de taramor. Su piel es tan
macilenta como las lunas. Su rostro inexpresivo parece de muñeca
de cerámica. Si cerrara sus ojos, podría hacerse pasar por un
fresco y bello cadáver. Su mirada es pensativa y melancólica.
-No sé qué será de mi vida; nunca lo he sabido.
-¿No tienes sueños, objetivos, pasiones?
-Nada de eso, Lilia, no tengo nada de eso.
-Entonces… ¿Vives por inercia, respiras porque sí?
-Así es. La inercia del corazón me mantiene andando entre los
muertos, Lilia; aspiro el aire de un sin sentido.
-¿Qué pasó contigo?
-Vamos a dormir.
-No. Está bien, no me digas la razón de tu cambio. Pero al menos
ya dime quién es Ángela…
-No tengo nada que decir. Tú eres como todos los demás, Lilia...
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