Cuento corto
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Carpe Noctem

Fue uno de mis primeros trabajos como periodista para Esquire.

Cubrir la gran fiesta anual en el Ritz auspiciada por Ozzy Kapinos; el mayor impulsor de arte en Nueva York. Si eras un pintor que quería comer de su pincel, o un dramaturgo que quería pagar la renta con sus ¨A fe mía¨; él era básicamente el mesías para ti.

Entré al gran salón con arquitectura Art deco y, literalmente, lo primero que pensé fue: «Esto es una puta locura»

Una orquesta tipo Count Basie interpretaba una versión inédita de Crescendolls. En la atestada pista de baile varias charolas de plata llenas de un arcoíris alcohólico flotaban por encima de las cabezas excitadas. Y era evidente cuál fragancia era la favorita de los asistentes: Le Cannabis.

No importaba hacía donde mirase, la esquizofrenia maquillada de glamur se plantaba frente a mí.

Las gigantescas modelos paseaban a sus diminutos diseñadores; estatuillas de la academia eran usadas como dardos para jugar al tiro al blanco; los jóvenes le levantaban la voz a los ancianos y estos les levantaban una nudillera; la señorita Stone arrancaba carcajadas con un monologo protagonizado por su meñique izquierdo; chicas ataviadas por Gucci y calzadas por Jordan jugaban 3 contra 3 en un aro instalado al lado del buffet continental.

Muchas gafas de sol y sombreros para una fiesta nocturna al interior de un hotel.

—Le presento a Elizabeth, mi esposa. Y a Clarissa, mi amante... No, espere; es al revés. —Alcancé a escuchar a mí al rededor.

—¡Creo que alguien acaba de tirarse por la ventana del baño! —Gritó una chica antes de ahogarse en una risotada.

«Todos están locos», pensé mientras sonreía como un borracho. Porque no era necesario, al menos para mí, beber, inhalar o fumar algo para experimentar un arrobamiento artificial. Ese ambiente festivamente nocivo golpeaba con la misma fuerza que un trago de tequila espolvoreado con éxtasis.

Por varios minutos olvidé por qué estaba ahí.

Era casi media noche y no le había sacado algún comentario o declaración a nadie. Me acerqué a Nicolas Winding Refn y le pregunté sobre su próxima película, una adaptación cyberpunk de El largo adiós. Me comentó que el guión ya estaba listo, pero aun no encontraba a su Phillip Marlowe ideal.

—¿Que tal Humphrey Bogart? —Intenté hacerme el gracioso.

—No es mala idea. Pero desde hace tiempo que no lo veo. ¿Aun seguirá actuando? —Dijo con suma seriedad. Luego se dio la vuelta y se fue; dándole vueltas a algo en su cabeza.

Todas las charlas con artistas que tuve esa noche fueron básicamente igual: yo les preguntaba por su trabajo o su vida amorosa (lo que fuera más responsable por su fama) y ellos me contestaban con lacónicas incoherencias o largas mentiras.

Me conforme con sacar un par de fotografías.

Me acerqué al rincón más alejado del salón para hacer una llamada telefónica. No recuerdo si a mi editor o a mi psicólogo paga agendar una cita al día siguiente.

Y fue ahí donde los vi por primera vez. Sentados en un largo y brillante diván color vino.

Contemplé la imagen de esos cuatro jóvenes adultos como si fuera una pintura de Da vinci enmarcada en oro.

En ese entonces ellos eran el tema favorito de las tertulias en los estudios de grabación, en los teatros, las editoriales y bueno... de todo Nueva York. Sus constantes logros a tan corta edad los habían convertido en los herederos de una ciudad que pedía a gritos nuevas palabras, nuevos sonidos, nuevos diseños y, como no podía ser de otra manera, nuevos chismes.

Del lado derecho del diván estaba Leroy; un productor independiente de música oriundo de los callejones del Bronx.

Del lado izquierdo estaba Tim; un diseñador de modas tan creativo como mujeriego.

Y en el centro, el rey y la reina: León, un escritor extranjero con un gran apetito por la gran manzana y, sentada en sus pantorrillas y con el brazo derecho rodeando su cuello, Josephine, la actriz con triple nacionalidad que se había robado la temporada de premios.

Esos cuatro aun no sabían que sus carreras se convertirían en un desfile de juergas caóticas y tentaciones mortales. Aun no sabían que eran los miembros fundadores de un clan que les sobreviviría.

Cuando estuve a punto de extenderles mi mano para presentarme, una bandurria y un laúd aparecieron de la nada y comenzaron a interpretar la Danza de Zorba; eso produjo un conjunto bien afinado de gritos y risas. Todos se pusieron de pie y se tomaron de los hombros para el Sirtaki. Yo estaba al lado de Leroy; me sonrió y nos afianzamos para la danza, como si fuésemos amigos desde siempre.

Los dos músicos y Ozzy se instalaron en el centro del círculo. Todas las piernas se movían al compás del ritmo, que cada vez aumentaba de velocidad. Ozzy vociferaba cosas que no recuerdo exactamente lo que eran, pero la respuesta de todos era: ¡Oh capitán, mi capitán!

Algunos honraban a Ozzy con un rápido saludo militar, incluyendo a los cuatro prodigios.

¡Oh capitán, mi capitán!

—¡Aprovecha el día! —Sentenció al final Ozzy.

«Apuesto a que la mayoría de estas personas toma el desayuno a partir del medio día. No les quedara mucho que aprovechar», pensé. Luego inspeccioné las facciones de todos y no percibí ninguna señal de cansancio. La madrugada hacía de todo menos mermar la celebración. Voltee y vi como León y Josephine se sellaban en un beso reparador.

«Lo que ellos saben aprovechar es la noche»

Y así nació mi humilde aportación a la historia.

11 de Septiembre de 2019 a las 03:42 0 Reporte Insertar Seguir historia
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Fin

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E. Guerra Maya ¨Las palabras son lo único que tengo para jugar¨

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