aldec01 Aldeco René

La familia puede mantenerse unida siempre y cuando se encuentre la forma de volverlo eterno.


Cuento Todo público.

#leecenizas
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Cenizas.

Aquel pequeñín miraba el horizonte transfigurar por aquellos ojos de camaleón, mientras el destello impropio de la luna acariciaba las cicatrices que mantenían viva a la culpa y la deshonra. Ahí, donde el enigmático anochecer aglomeraba los recuerdos, él intentaba atrapar la vaga silueta que nunca tuvo nombre. Estiraba un brazo hacia la bóveda celeste anhelando atrapar algún puñado de estrellas, deseoso por coronar su esperanza y por fin ser ajeno al calor de la rosticería perteneciente a su abuelo, de la cual odiaba admirar la circunferencia de sus ilusiones danzar con las llamas y el hambre ajena. Sus dedos comenzaban a tiritar y no pudo más que expresar una aberrante sonrisa: la piel de su mejilla izquierda se había fundido con su labio inferior haciéndolo babear al abrir la boca. El viento soplaba al este haciendo que sus mechones lacios le cubrieran la frente, levantaba la barbilla indagando en cada uno de sus malos recuerdos, jadeante a la par de todos sus sueños y tan cerca de las promesas falsas de un mejor despertar. Las malditas gallinas jamás habían ganado su confianza y muchos menos todos aquellos que exigían devorar algo tan repugnante. Fruncía el ceño con desdén a su propia vida, a sus cortos diecisiete años solo eran una miserable fractura en el tiempo. Nunca tocaría el infinito, le había quedado claro que era menester aplastar las esperanzas.


La madrugada recordaba los hornos palpitantes mostrando su sonrisa azulada al clamor de la piel desnuda, la maleable silueta hervir e iluminar cuatro esquinas que solo le pertenecían por un par de horas. Había llegado el momento de regresar, recrear uno de tantos instantes en los que dejaba de ser desechable y podía recordar a su madre mecer al gato entre las llamas. El odio, tan sincero palpitaba en su pequeño corazón, obligándolo a agazaparse cobijado en cualquier claroscuro, derramando un conjunto de emociones que ya no podía revolotear aun más en su pecho al mirar aquel camafeo.


— ¿Alguien es igual a mí? — Susurro al mirar una gota más de saliva caer al suelo.


La oscuridad lo abrazo y compartió con él el cobijo de la nada, mezclando el vacío y los anhelos en un clamor profundo que hacían avivar sus deseos de venganza. Abrió los brazos y despidió a sus fantasmas, los únicos amigos que lo habían acompañado en su agonizante fantasía. Sus botas viejas levantaron el polvo al dar el primer paso, al unísono, sus pisadas se perdían en el concierto que suele dar el amanecer. Sus hombros se volvían más ligeros mientras agitaba los brazos, deseaba compartir su futuro en un grito que dejara en claro que su libertad no dependía de ningún trato. Por fin el fruto de su soledad le tomaría la mano, ardiendo en una pasión que consumiría la felicidad entre cada aleteo, acercándolo al castillo flotante que albergaba el calor de su condena.


Nuevamente babeaba, pero en esta ocasión no importaba manchar el pequeño escalón para llegar a la puerta principal. Recorrió lentamente el cerrojo y entro sin dejar de sonreír, caminando sigilosamente hacia el umbral donde su ascendencia solía descansar entre ronquidos y uno que otro cabello perdido en su viejo lecho. Se mantuvo de pie mientras acariciaba la puerta y escuchaba atento, recargando su frente en aquel rectángulo y suspirando en vago alivio.


— Gracias — agregó al sumergirse en la obscuridad que solo se brinda al cerrar los ojos, agradeciendo la única oportunidad para volver a estar juntos —.


Recobro la postura al recordar sus quimeras y toda probabilidad que hacen del azar o el destino un absurdo, escuchando al viento chocar contra aquellas bolsas que se sujetaban al marco de la ventana. Arrancó el plástico del marco y descubrió a la luna sonriendo con él, observándolo como un cómplice o tal vez por fetiche. Guardo su botín en el bolsillo izquierdo y regreso donde podría estar lejos del crepúsculo, orgulloso de su vitalidad y del tiempo que no volvería a necesitar para huir y esconderse. Giro la manija plateada que conservaba las huellas de todas esas generaciones olvidadas, mientras la puerta cedía al compás de un rechinido de presentación. Entro acariciando el suelo al arrastrar los pies, admirando decenas de grietas guiarlo hacia ninguna parte y mantenerlo cerca. Sus manos sudorosas sostenían el cúmulo aberrante de futuras decisiones, esparciendo su lamento entre las hendiduras y las conciencias erradas. Sonreía al dejar tras de si un rastro de saliva que no dejaba claro que tantos traspiés intentaron detenerlo, mientras el caos se disipaba entre la silueta de un pedazo de historia. A un costado de aquel viejo catre, cerró los ojos e inhalo el aroma descompuesto de su pasado, el escaso polvo blanco en la cabeza de quien tantas veces lo había corregido. Extrajo todo el plástico que deformaba su pantalón al esconderlo del Ángel de lo singular, sujetando las bolsas con ambas manos de extremo a extremo, abriendo los dedos y expandiéndolas lo suficiente para cubrir el rostro del anciano y este no tuviese tiempo de gritar. Era feliz al presionar y admirar el contorno de su boca abierta, no permitiría que pretexto alguno arruinara el advenimiento de la dicha. El golpeteo de aquellas manos débiles orquestaba un acto divino; una vez más su saliva lo manchaba todo. Admiraba el molde de la gloria en la silueta balbuceante que luchaba en vano, resonando viejas notas en su memoria al recordada la Fragua.


Deleitado en un abrazo así mismo recordaba el placer, aglomerado entre los vestigios de noches repletas de alaridos y descripciones erróneas de lo que no era. Dejo caer el peso de su sangre en un impacto torpe y desafinado, para después sujetar las manos arrugadas y blandas que antaño lo abofetearon no si antes señalarle múltiples errores. Arrastró el cuerpo al territorio donde él era juez y verdugo, ahí donde lo esperaba ansioso y hambriento su colega nocturno: un horno implorando un poco de carbón para rascar sus encías.


El pequeño encendió un trozo de periódico dejando al descubierto la fotografía de una niña corriendo a los brazos de un hombre... tal vez su padre; un afiche más garabateando un intimo deseo. Su viejo amigo lo observaba sonriendo en su peculiar naranja azulado, dando vida a las sombras danzantes que recuerdan los espasmos moldeando sus cicatrices. Pronto volverían a ser solo uno, la historia inenarrable que suele recordarse en los cuentos que asustan a los tontos. Lentamente se derretía la tinta de notas hipócritas, de falsas anécdotas y el amarillo opaco de todo lo olvidado. Sus manos delgadas avivaban el calor al exprimir el fuelle y el horno mugía clamando no esperar más. Acercó la enorme espátula que solía cargar una docena de gallinas en una sola tanda, su abuelo aun conservaba la careta de plástico en un silencio eterno. Rodeo su cuello con el brazo izquierdo del anciano para dejar caer el resto del cuerpo en su espalda, sus rodillas temblaban por el peso extra al dar solo unos pasos cuando por fin lo desplomo en el enorme cuadrado metálico. Acaricio por ultima vez la silueta del éxito sin dejar de mirarlo, llorando de felicidad al reconocerse libre y besar la mejilla del monstruoso tutor que jamás lo educo.


— Te quiero — fue lo último que dijo al oído de su abuelo al mirar los carbones al rojo vivo y los entes fúnebres entre la humareda —.


Torpemente sujeto la enorme espátula y la deslizo lo más cerca que pudo del clamor que por décadas alimento cientos de bocas, la sucia cuchara impregnada por el aroma de la carne quemada se perdía en la garganta abismal que nunca dijo una sola palabra. Admiraba como las bolsas se fundían con la piel, cual si se tratara de un poco de cera burbujear al ahogar el pabilo. El calor lo hizo cerrar los ojos y el aroma lo sedujo, sus manos ardían al entrar y las gotas de saliva se evaporaban antes de si quiera tocar la plancha. La piel de sus dedos se derretía al igual que la de sus nalgas, los espasmos ajenos curvaron el pasado a la par de su ultimo y agonizante grito:


— ¡Te quiero!

23 de Agosto de 2019 a las 06:19 0 Reporte Insertar Seguir historia
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Fin

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Aldeco René Permíteme contarte todas aquellas historias sin final feliz.

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