Su trabajo había terminado, y de excelente manera. Ella podía estar segura de eso con solo ver la expresión boba de su cliente mientras dormía sobre las sábanas arrugadas. El hotel de mala muerte que él había elegido era coherente con el vino que tomaron minutos antes. La botella, ya agonizante, derramaba sus últimas gotas, como si se desangrara sobre la sucia alfombra marrón que cubría todo el piso de la habitación. Sentada en el borde de la cama, prendió su corpiño y luego se puso de pie. Llegar al baño representaba una odisea, esquivando ropas y restos de comida chatarra desparramados por todos lados. Debía llegar hasta ahí sin hacer ruido, ya que el descanso apropiado de su cliente era parte fundamental de la calidad de sus servicios.
Su imagen en el espejo del baño se distorsionaba rítmicamente debido al golpeteo constante de la cama contra la pared de la habitación contigua. Se lavó la cara, se enjuagó la boca y volvió a mirar fijamente su reflejo, casi como desconociéndose a sí misma. El golpeteo continuó in crescendo hasta que se interrumpió en seco por un grito, pero no era un alarido de placer sino un pedido de auxilio.
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