Mirando por la ventanilla veía Mainz, el pequeño pueblo que acogió mi llegada. No tenía donde ir. Allí conocí a Laura.
Alemania es un país de contrastes, donde nada es lo que parece. Es curioso ver el choque cultural al llegar allí.
La primera vez esperé a Laura en una cafetería, el camarero vino dos veces a preguntar que quería al minuto de reloj. Nunca más allí dije: “espérese un minuto por favor”.
Después de tomar un café y descubrir que el camarero se negaba a hablar su inglés, mucho mejor que el mío, porque simplemente no era perfecto, llegamos a su casa. Una vecina estaba reciclando la basura. Me pareció algo muy digno. Laura me susurró al oído que más les valía, las multas por no hacerlo eran astronómicas, al igual que por cruzar el semáforo cuando este estuviera en rojo, aunque no hubiera coches en la distancia. Tras varias semanas, Laura, la chica de madre española y padre aleman, me enseñó como se transformaba ese mundo gris y malhumorado en uno completamente distinto, excitante y alegre cuando salía el sol. Realmente para mi, el sol, era ella, luciese o no en el horizonte me salvó. Yo ya no regresaría nunca de esas vacaciones, donde no me quedaba nada más que una casa vacía, llena de lo ecos del pasado que jamás, volvería.
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