Abrí los ojos de golpe ante aquel potente fogonazo de luz plateada. Tuve que pestañear varias veces torpemente, desorientada ante los bruscos contrastes de luminosidad que se esparcían como estrellas en diferentes puntos del bamboleante autobús.
Derecha. Izquierda. Derecha… Izquierda otra vez.
Volví la cabeza a un lado algo aturdida, despojándome a duras penas de los largos dedos del cansancio, que se retorcían en torno a mí para arrastrarme de nuevo a las cálidas profundidades del sueño. Mis ojos se toparon de bruces con la oscura silueta de mi compañera de viaje que, a pesar de la brusquedad de mi movimiento, permaneció perfectamente impasible, sus dedos deslizándose a un ritmo frenético sobre la pantalla táctil de su iPhone.
Debía de tener la iluminación activada al máximo, porque el mero intento de girar la cabeza en su dirección consiguió que mis ojos chillaran de dolor. Me los froté suavemente con los dedos para mitigar la molestia, rezando porque las palabrotas que se agolpaban atropelladas en mi mente sirvieran para calmar el impulso de arrebatarle el móvil de las manos y estrellárselo contra el ventanal del autobús. Pero las ganas se cuadriplicaron cuando comprobé que, más allá de ese molesto cuadradito de luz cegadora, lo que me había despertado era un puñado de ovejas con ojos saltones.
«¿Me está vacilando? ¿De verdad no tiene otro momento para ponerse a esquilar las ovejas de la granja más que a las… dos y media de la mañana?»
En ese momento los pronunciados rizos oscuros se arremolinaron en torno a la clavícula cuando su dueña reparó en mi presencia y giró la cabeza hacia mí. Entrecerré los ojos a toda velocidad cuando la pantalla del móvil me enfocó la cara directamente. Pero ella no pareció darse por aludida o puso bastante empeño en hacerse la tonta, pues se limitó a dedicarme una mueca que puede que tuviera intención de parecer una sonrisa y volvió a centrar su atención en el punto de luz que brillaba entre sus dedos.
Yo me giré de nuevo hacia la ventana, enfadada por que aquella chica tan agradable que se había sentado junto a mí hacía poco más de dos horas con un «Buenas noches» entre los labios pudiera estar siendo tan irrespetuosa en ese momento. Pero aún me enfurecía más el hecho de no tener ovarios suficientes ni siquiera para algo tan simple como preguntarle amablemente si le importaría reducir un poco el brillo de su pantalla. Tampoco podía ser muy complicado. ¿Qué tenía que perder, de todos modos?
Probablemente, al cabo de unas seis horas más o menos, nos sonreiríamos educadamente en medio de un bostezo al recoger nuestros trastos del maletero y nos perderíamos de vista para siempre. Pero… no, claro que no lo haría. Lo poco o nada que tuviera que perder siempre parecía demasiado importante como para hacer algo por mí misma y asumir el riesgo de perderlo.
Lo que haría en su lugar sería plantar la mejilla como una ventosa contra la ventana y disponerme a contemplar las montañas que se extendían en el horizonte, recortadas por la pálida luz nocturna en sinuosas ondulaciones. Y así lo hice. Pero por mucho que intentase forzar la vista, las dos dioptrías y media de miopía y la nube de vaho que se arremolinaba frente a mis labios me impidieron cualquier oportunidad de vislumbrar algo más que siluetas negras y diminutos puntitos de luz colgando borrosos del firmamento.
Así que cerré los ojos de nuevo, sin la más mínima duda de que me llevaría varias horas volver a conciliar el sueño. Aunque en realidad, no importaba. No llegaría a Saudade hasta dentro de seis horas, más o menos. Trescientos sesenta minutos de traqueteo y las piernas encajadas en una postura imposible entre la mochila del suelo y el respaldo del asiento delantero. Seis horas. A decir verdad, aún no tenía del todo claro si deseaba o temía llegar a mi destino. Tenía tantas esperanzas puestas en este momento que me resultaba tremendamente complicado tener fe en que no fuese a resultar todo en una absoluta decepción.
Pero ahora que me detenía a pensar en ello con tranquilidad, sí, lo cierto era que me moría de ganas por retomar la monotonía de las clases y los horarios, porque aunque el tiempo libre, la soledad y el sosiego que acompañaban mi verano rodeada de libros, series de Netflix y mi cajita de acuarelas era lo único que me llenaba en cada momento, la pura verdad era que lo que quería hacer distaba mucho de lo que en realidad necesitaba.
Buscaba la soledad siempre que tenía oportunidad, consciente de que a largo plazo esta me mataba a paso lento pero constante, gota a gota. Y es que, aunque la mera idea de planteármelo me hacía sentir agotada, lo que realmente necesitaba era llenar mis días de actividades y quehaceres que me dejaran sin tiempo libre que perder dando vueltas y más vueltas a mis problemas como si cada segundo devanándome los sesos me dejara un poquito más cerca de la solución… Y no, por supuesto, no era así.
No, de lo que verdaderamente tenías ganas era de verme haciendo cosas importantes por mí misma, disfrutando de la carrera que debería haber escogido desde un principio, riendo a carcajadas sin miedo a hacer demasiado ruido y rodeada por un grupo de amigos y amigas que me hicieran olvidar que me separaban casi setecientos kilómetros de casa. Quería sentirme como un ser humano normal.
No creía posible ni realista convertirme de la noche a la mañana en la persona más extrovertida y segura del mundo, claro, pero sí confiaba en que al menos este viaje me enseñase a dejar de sentirme como un pollito asustado cada vez que abandonaba la seguridad de mi hogar. Tenía toda la fe que mi corazón podía albergar puesta en la esperanza de empezar a vivir. Y, por supuesto, no era que creyese que pasarse la vida leyendo, escribiendo relatos o fantaseando con personajes de ficción no fuera vivir. Lo era, claro que lo era. Pero no para mí. O al menos, no quería que mi vida se redujese exclusivamente a eso: quería eso y más, mucho, muchísimo más.
Esperaba, en definitiva, poder decir en voz bien alta dos simples palabras que no significaban nada y al mismo tiempo lo significaban todo, haciéndome sentir dolorosamente culpable cada vez que me esforzaba por sentirlas como reales en lugar de como la mentira en mayúsculas que en realidad eran: SOY FELIZ.
Universidad nueva. Lugar nuevo. Carrera nueva. Compañeros nuevos… Era mi oportunidad para empezar de cero y hacer las cosas bien por una vez. Tuve que repetírmelo un par de veces, después otra más y otra más, para lograr convencerme de que esas palabras no eran un mero deseo susurrado a media voz por el miedo, con los dedos cruzados para que fuesen ciertas. No, esas palabras no eran un deseo, eran una promesa.
Gracias por leer!
Podemos mantener a Inkspired gratis al mostrar publicidad a nuestras visitas. Por favor, apóyanos poniendo en “lista blanca” o desactivando tu AdBlocker (bloqueador de publicidad).
Después de hacerlo, por favor recarga el sitio web para continuar utilizando Inkspired normalmente.