Cuento corto
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Capítulo único

- ¡Quirites!…

- ¡Iniuria!... gritó el hombre con toda su potente voz. Contra el viento que arreciaba, afirmó sus pies al suelo polvoso. Miró a cada uno a los ojos. Su mirada era furiosa, su boca denostaba desprecio, lo escupía, con una rabia incontenible. Sacó su espada y se acomodó en posición de ataque. Nunca su postura fue de defensa; defenderse es para cobardes, no para el elegido de los Dioses, no para el hombre supremo: “Así será de ahora en adelante con cada uno que salte por encima de mis muros”, pensó. Siempre atracar, incluso a su hermano. ¿No había sido, en definitiva, su propia acción una iniuria? Desestimó este pensamiento: la moral de los hombres no significaba nada para él, moral de esclavos: él era libre. Tal vez el único realmente libre de todo su reino. Cerró los puños contra la empuñadura de la espada, decidido como estaba a atacar…

- …Al rayar el alba, hoy, el Padre de nuestra ciudad de repente bajó del cielo y se me apareció…

Enfrentados, de un lado se encontraba él; del otro, los cien senadores. La tierra que comenzaba a levantarse, arremolinada, era lo único que los separaba.

¿Quién había despedido a sus soldados?Sin dudas habría sido Próculo Julio. Todavía los veía, alejándose del Campo de Marte. No estaban lejos; tal vez si diera voz, vinieran en su ayuda. Miró al cielo, que poco a poco se tornaba de un rojo de fuego. No, eso sería cobarde, sería nihilista, la decadencia y el absurdo. Su pasión lo había llevado hasta el lugar que ahora ocupaba. Su orgullo, no la razón. Pensó en Baco y secretamente le obsequió una plegaria, para que a través del éxtasis que ahora sentía, liberara su razón de toda limitación moral e incluso religiosa. Tampoco necesitaba de los Dioses, puesto que éstos no importaban, o tal vez nunca habían existido. 

Recordó el templo de Júpiter Feretrio, construido para apaciguar a las masas, principalmente a los sabinos y a los etruscos. Luego de los spolia opima, todos necesitaban depositar su fe en algún Dios; todos menos él. Secretamente, sabía que los Dioses han muerto

- …Mientras que, emocionado de asombro, quedé absorto ante él, en la más profunda reverencia, rogando ser perdonado por mirarle, me dijo…

- Baja tu espada, rey fratricida. Ni siquiera mirarte puedo, tales han sido tus crímenes y tu vileza para con el pueblo y para con los Dioses. Tu despotismo ha de terminar ahora –dijo Próculo Julio. Una sonrisa pérfida coronaba las palabras utilizadas, respaldado por el resto de los senadores que, serenamente dispuestos, esperaban detrás de Próculo- Somos cien contra uno. Y los Dioses están de nuestro lado…

- ¡Insensato! –vomitó el rey, con desprecio- ustedes no saben que los Dioses han muerto. Cegados por la dignidad que yo les conferí, se atreven a levantarse contra el hombre más excelso que ha visto el orbe. Ustedes no son sino seres incompletos, gusanos ante mí, que he adquirido todas las virtudes, me he convertido en lo que soy, sin necesidad de Dioses, ni moral, ni razón…

- “Ve, y di a los romanos que es la voluntad del cielo que mi Roma debe ser la cabeza de todo el mundo…

- Aun así, somos cien contra uno sólo, por más superior que seas. Tú, superhombre, morirás a nuestras manos; y sin importar si lo que predicas es cierto o una injuria, el poder del número que ostentamos ha de darte fin. Quizás los Dioses hayan muerto, en cuyo caso no cometemos crimen alguno; y Roma estará por fin segura por nosotros y para nosotros, que le hemos dado vida.

El rojizo polvo se levantaba feroz, el viento hacía que a duras penas se entendieran el rey y sus senadores, aun cuando la distancia que los separaba no era mucha y, entre los silbidos del viento y la tierra, tuvieran que gritarse las palabras que nadie conocería jamás.

- Roma somos nosotros –dijo Próculo- y seremos nosotros los que llevemos a la civitas al lugar al que pertenece. Si en los siglos venideros, los hombres comentan la grandeza de Roma, será por nuestra decisión, que ahora consumamos, no por la tuya…

- ¿Acaso no sabes que soy el hombre supremo? –comentó con desdén el rey- ¿Acaso no saben que si yo quisiera, vendría un remolino de viento y tierra y me llevaría a los cielos mismos? ¿Que desaparecería de esta tierra, y sería recordado por todas las generaciones de la Tierra, hasta su fin? Y Roma no veneraría ya a Febo y sus senadores, sino a Baco y a Rómulo…

- …Que en adelante cultiven las artes de la guerra, y hazles saber con seguridad, y que transmitan este conocimiento a la posteridad, que ningún humano podrá resistir las armas de Roma”.

Apenas hubo terminado estas palabras, el viento acometió al rey, el cual se vio cubierto de un espeso manto de polvo rojizo. Entonces los senadores atacaron.

Aprovechando la poca visibilidad, se adentraron en la oscuridad. La tierra los envolvía. Próculo Julio llegó el primero hasta el rey que, con los ojos cerrados para evitar que el polvo entrara en sus ojos, arremetía a ciegas contra el aire viciado. El resto de los senadores no tardó en sumarse. Entre todos redujeron a Rómulo, que luchaba desesperadamente.

Caos. Brazos y piernas riñendo en la roja tormenta. Cuchillos que salen de sus vainas, y carne desgarrada.

Rómulo no gritó. Profería insultos a cada uno de los senadores, mientras los filos se clavaban en sus carnes. Fue terriblemente consciente de cada una de las hojas, penetrando sus miembros, corrompiendo su carne, separando sus huesos, desmembrando sus extremidades.

Al final, el cuchillo de Próculo se hundió en uno de los ojos del rey, y los insultos cesaron.

Cuando la tormenta terminó, los ejércitos de Roma, que todavía no habían salido del Campo de Marte, sólo vieron a su rey y su general desaparecido y, aunque hubo sospechas, nadie pudo nunca comprobar algo en uno u otro sentido: Tormenta y polvo que se levantaron, envolviendo a Rómulo, y su ausencia cuando ésta hubo terminado. Nada más.

En cuanto a los senadores, pronto volvieron cada uno a su lugar. Victoriosos, celebraban el resultado. El número había bastado para acallar al superhombre. Sin importar si fueran ciertos o no los dichos del rey, la unión de aquellos con poder había sido suficiente para que nunca se pusiera en duda lo absoluto del régimen, de los Dioses.

Todavía hubo algunos que, preocupados por los dichos de las huestes que salían del Caprae Palus, hicieron saber a Próculo su inquietud, el cual, sin embargo, dijo: “No se preocupen, senadores de Roma, yo hablaré al pueblo, el cual entenderá que la partida de su Rey ha sido para beneficio de todo el pueblo romano”.

29 de Enero de 2019 a las 19:17 0 Reporte Insertar Seguir historia
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