Hoy es uno de esos días en que el mundo se da la vuelta y escupe vacío desde sus entrañas. Me he levantado de la cama creyendo ser presa del aroma del café que solías prepararme los domingos por la mañana. Y, tonta de mí, no caí en el pozo de la terrible y lúgubre verdad que lleva el nombre de tu ausencia, hasta llegar a la cocina.
Me he hecho yo sola el café, y he sido valiente añadiendo esos dos terrones de azúcar que siempre te negué. Dicen que a nadie le amarga un dulce, pero no es cierto. Mi estómago se ha quemado con el ácido de tu amor. El tiempo pasaba a un ritmo vertiginoso a tu lado y no supe reaccionar a tiempo para abrir las alas y saltar al vacío de la felicidad a tu lado, de tu mano, corazón con corazón. Fui una ilusa creyendo que el destino que una vez nos hizo chocar en medio de tanto caos y locura, no nos separaría como dos lágrimas de lluvia que se dividen y alejan arrastrándose por el cristal de la ventana, dejándose llevar por la resignación.
Es otoño, las hojas de los árboles que nos vieron besar nuestras cicatrices y reír hasta dolernos el estómago unidos de las manos, hoy danzan al compás del silencio que aturde mis recuerdos y taladra mi corazón. Y aquí me hallo, sentada en mi habitación, observando por la ventana cómo la vida lucha por cobrar sentido mientras en mi interior busco con lupa la razón por la que me comporté como una cobarde y estúpida golondrina que renunció a la libertad de amarte por miedo a caer en el mismo suelo que nos unió y después separó.
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