chriscarrieri cristina peralta

Una novia vestida de pena y resignación, escoltada por el temor y entregada por conveniencias ajenas. El que la esperaba en el altar, ¿ qué se puede decir de él?... no era un novio cualquiera.


Cuento Sólo para mayores de 18.

#boda #angustia #temor #paranormal
Cuento corto
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Capítulo único


Miró su imagen en el alto espejo rectangular una vez más. Su vestido ceremonial confeccionado en la más etérea gasa forrada de satén resplandecía al igual que ella. Una rosa roja era el único tocado que adornaba su cabeza. En sus manos, tulipanes rojos intercalados entre verdes hojas de helecho hacían juego con el color de sus ojos, tan expresivos como lánguidos.

Ana respiró hondo e intentó traer a su atribulada mente algo de sosiego. Al fin y al cabo era la novia, la principal protagonista de esa triste escena.

Se recordó una vez más su promesa. No lloraría. No importaba lo aterrador de aquel que aguardaba por ella. No importaba que el eco de aquel nombre maldito no cesara de martillarle las sienes. No importaba el pavor del día después, ni lo escalofriante de esa primer noche... ¡Dios! Yacería con él, ¿Cómo soportaría tan atroz experiencia?

Su corazón traicionero había comenzado a desbocarse y ella, con su usual entereza de carácter, lo refrenó, como lo haría con uno de los corceles de su padre "Tranquilo. Todo está bien, descansa"

Pero era una mala mentirosa. Nada estaría bien. Jamás. Nunca.

Un golpe suave en la puerta la sacó de sus trágicos pensamientos por un segundo.

—¿Estás lista princesa?—se oyó desde afuera la voz de su progenitor.

¿Cómo podía oírse tan sereno?, ¿Cómo podía atarla a una unión tan repulsiva y sonar tan inmutable como siempre?

—Lo estoy Padre... saldré en unos minutos—respondió ella, no logrando ocultar su hondo pesar detrás de su voz melodiosa.

Unos minutos, pensó. Ojalá estos fueran eternos, o mejor... Ojalá ya no fuera de las que los cuentan. Preferiría ser un alma que ascendía a esa luz brillante que muchos declaraban haber visto en algún cercano encuentro con la muerte. Porqué, ¿no era mucho más codiciable ese destino de olvido y liberación, que este de perpetuo sufrimiento?

Su mirada bajó a sus manos temblorosas, que con dificultad sostenían el ramo. Una vez más llenó sus pulmones del aire algo denso de esas catacumbas.

¿Para qué retrasar lo inevitable? Debía caminar al son de la marcha nupcial, que a sus oídos sería como el tambor a metros de la horca. Ojalá eso fuera... ojalá.

Con el mismo temblequeo involuntario abrió la pesada puerta de madera roja.

Una sonrisa orgullosa de su madre y una mirada escrutadora de su padre fueron las que la recibieron en el infinito pasillo, revestido de volátiles cortinas negras.

Asintió al verlos. Ellos también asintieron.

Por una milésima de segundo, sino lo imaginó o quiso verlo, los ojos de la mujer que le dio la vida se tiñeron de una fugaz tristeza, pero esta pasó, se mudo o muto a la fría resignación que cargaba desde aquel día en que pactaron en secreto.

Y transitó los metros interminables que parecían reírse de su fortuna, burlarse de su ventura, mofarse de su fatalidad.
¿Cómo sería él?, ¿Tan terrorífico como lo pintaban?, ¿Tan siniestro como lo describían?

¿Importaba acaso?... No tenía salida. No había opciones o destinos alternos. Estaba prometida al demonio más poderoso que habitó esta tierra. La nueva novia de Satanás... otra de sus novias eternas.

Quiso llorar, pero había jurado no hacerlo. No, aquellos rostros conocidos desde la niñez, en juntas ocultas y rituales herejes, no la verían derramar una sola lágrima.

Nadie se regodearía en su tribulación... lloraría por dentro.

Llegó hasta la puerta de robusto acero. Una que comenzó a abrirse lentamente con un solo golpe seco de su padre, el cual luego de esa acción le ofreció su brazo para escoltarla. Sí, eso le faltaba a esa sátira, un padre orgulloso que entregaba a su hija para que cumpliese los sagrados votos matrimoniales.

Lo odiaba, no antes, quizás no después, pero sí en ese momento.

¡Familia de desquiciados fanáticos! ¡Clan de patéticos ocultistas a los que no les importaba nada más que agradar a su amo!

—Lo amarás... tanto como nosotros lo amamos—le susurró su padre al oído.

¿¡Cómo se atrevía el muy maldito!?, ¿¡Cómo!?

Ana apretó los dientes y le lanzó una mirada que desbordaba ira.

La puerta terminó de abrirse y tuvo que seguir marchando cortejada por los acordes emblemáticos, que a tantas habían emocionado, pero que a ella solo le causaban náuseas advenedizas.

No quería alzar la mirada. No se atrevía, ¿Quién podría culparla?

Para sumar más aberración a esa pantomima ridícula que imitaba el ritual más sublime, llegaron a sus oídos los elogios a su delicada hermosura susurrados por los convidados a la fiesta.

¡Deseaba que se callarán!, ¡Deseaba que se murieran! Que todos y cada uno de los presentes sufrieran una condena parecida a la de ella. Ofrecida como juguete al más vil personaje de pesadilla... A ver si ahí tendrían tantas ganas de  murmurar y suspirar. Enfermos.

El leve codeo de su padre le señaló el final del camino, el cual sus ojos se negaban a dejar para evitar así mirar hacia arriba y a un lado, a su novio, a su poderoso prometido.

Lo tuvo que hacer, entre un tiritar y un estremecerse, lo vio al fin.

Era alto, mucho, alcanzaría los dos metros, los cuales intimidaban pavorosamente a su metro sesenta. Y era hermoso, como nunca creyó que  alguien podría serlo.

Sus ojos de un extraordinario turquesa se fijaron en ella. Sus masculinos rasgos dejaron entrever una tenue sonrisa, mientras una de sus manos alisaba un mechón rebelde de sus cabellos tan negros como esa noche de infeliz enlace.

—No me temas—le dijo, y al oír la profundidad de esa voz de ultratumba, hizo eso, temió.

Negó con la cabeza y llevó su mirada hacía el frente, donde un sacerdote de la congregación satánica donde ella era obligada a asistir cada semana oficiaba la ceremonia.

—Mi señor—se dirigió primero a él—Joven Ana... Estamos reunidos en esta noche para...

Y continuó. Ella no escuchaba nada, lo miraba de reojo.

Él desprendía una seguridad que nunca antes había visto y podía adivinarse el poder que residía en su ser  tan solo con verlo.

Él... ¿Cómo debía llamarlo? Él, notó su mirada y le sonrió de nuevo, más ampliamente esta vez, y mirando al sacerdote que daba un discurso que parecía no tener fin encogió los hombros y rodó los ojos.

Ana se rió ante su gesto natural, pero volvió a la seriedad al notar la mirada severa de quien les estaba recitando los votos.

—Acepto—dijo él.

—Acepto—dijo ella.

Todos vitorearon y aplaudieron.

Un hombre de igual altura, idéntico a los ángeles de las pinturas antiguas, se acercó a su ahora esposo y le entregó algo, a la vez que le susurró unas palabras al oído. Él solo asintió en respuesta.

Su esposo abrió su palma. En esta habían dos pequeñas varas de algo parecido al acero negro. Con una señal le pidió extendiera su mano y ella lo hizo y al instante una de ellas se elevó hasta alcanzar sus dedos, para terminar enroscándose en su dedo anular izquierdo. La otra lo hizo en la de él.

—Para siempre—sentenció.

Cuando él acabo de decir esas palabras la piel de su dedo ardió donde tenía la argolla. Un humo negro emergió de el. Ese calor ascendió por sus manos, por su pecho; lo percibio serpenteando su cuello y luego reptando por su rostro.

—Te ves hermosa—la halagó su esposo, y levantando una de sus manos le señaló un espejo en lo alto, redondo y pequeño, enmarcado en raso bermejo.

Se observo allí. Su rostro tenía plasmado lineas y dibujos en tinta negra y roja. Se vio similar a una "Catrina mexicana", la imagen de la muerte; buena consorte para el estandarte de ella.

Asintió, aceptando su cambio de aspecto. Uno que no apocaba su belleza, pero que sí la convertía en una más quimérica, más fantasmal.

—Deja que te saluden, Ana—le dijo él, tomándola de la mano—Deja que te brinden honores. Te elegí entre miles... mereces que te honren.

Todos se acercaron y la felicitaron. No así a él, casi no se atrevían a mirarlo. Les aterraba, se notaba claramente, ¿Porqué entonces adorar a quién temían tanto?

Su madre la abrazó y dejó caer una sola lágrima de sus ojos, igual de verdes que los de ella. Una gota de dolor callado, de quebrada aceptación.

Su padre solo asintió en un gesto de aprobación.

¿Qué obtendría por el trato?

¿Lograría aquel apoyo que lo acercaba a la presidencia?

¿Más dinero, poder y riqueza?¿Ese sería su pago?

Quiso desearle mal, pero no tuvo fuerzas. Decidió arrancarlo de su corazón, igual a ella...Ya no tenía padres.

No hubo una cena, ni un festejo. No es que los esperara, no tenía nada que celebrar, pero deseaba dilatar eso... eso que la esperaba en aquella cama tan negra como todo a su alrededor... entre esas sábanas de seda borgoña  salpicadas de pétalos rojos.

—Te repito, Ana, no temas. No voy a hacerte daño, tranquila—le susurró su esposo erizándole la piel. Él, que ahora tenía el control de su vida.

Ella asintió una vez más. No sabía como hablarle, temía decir algo incorrecto, algo que desatara su conocida ira. Como todos a su alrededor, solo callaba y obedecía.

Él la desnudó despacio, no fue brusco ni ansioso. Medía cada movimiento como si ya lo hubiera ensayado; era calculador, frío y sereno.
La acarició con suavidad, pero el toque de sus manos ardía, quemaba como si de ellas brotaran llamas líquidas. Gimió, no de placer, sino por el agudo dolor.

Él era perfecto, su cuerpo como cincelado con esmero y exquisitez por la mano de un talentoso escultor, pero a ella se le hacia una bestia. Lo entendió, no importaba la mascara que él traía, su naturaleza demoníaca palpitaba debajo y eso era la que percibía en su tacto; en sus besos calcinantes, en su aliento de fuego. Un dragón vestido de hombre, eso le pareció. No había huella en él de su antigua estirpe angelical, ni un rastro de humanidad, aunque habitara hace milenios encubierto entre ellos.

La poseyó. Se adentro en su cuerpo haciéndola sentir más deshecha en cada tramo en que se abría paso en su intimidad. No era un él, ya no, era un algo; vacío por dentro, una cascara hecha de soledad y venganza.

Sintió algo de pena por el que alguna vez fue amado inmensurablemente, por el que fue arrojado de la gloria por hallarse maldad en su corazón.

Al concluir  él se sentó en la cama dándole la espalda.

Supo que nunca podría amarlo... no había nada que amar. Otra vez  sintió  lástima, no había nadie entre sus miles, ni uno, que lo amara de verdad.

Hubo un largo silencio y por sus próximas palabras ella sintió que su esposo había intuido el sentir de su corazón.

—Me dejaras, puedo verlo. ¿De qué me sirve poseer la potestad de este mundo si debo vivir en en esta soledad perenne? Pero lo entiendo... me dejaría a mi mismo si pudiera. En fin,  debo existir con lo que soy y con lo que he hecho.... Adiós bella Ana, fue un placer llamarte mía por un momento.

Y  luego se vistió en un santiamén para después marcharse dejándola con cierta nostalgia y una firme decisión.

Sabía que significaba la promesa que había hecho. Su vida dependía de aquel juramento. No había vuelta atrás.

Rodeó con sus dedos ese otro que portaba la alianza encarnada y tiró. Volcó en ese empuje sus sueños nunca cumplidos, sus esperanzas muertas, sus opiniones acalladas, lo que pudo ser y no fue, lo que hubiera deseado alcanzar y ni siquiera atisbó. La argolla se desprendió y con ella se le desprendió el alma.

En su último aliento de vida y mientras se desvanecía despacio sobre las sábanas que aun pintaban las manchas carmesí de su ofrendada virginidad, Ana la vio; esa luz era tan blanca como la describían, tan encandilante como la relataban, tibia, reconfortante, santa.

Sintió una paz desconocida, ¿Era esto lo que sentían aquellos a los que el misericordioso Dios les tendía la mano? Era... indescriptible.

Aunque juro no hacerlo lloró de alegría mientras sus párpados se cerraban, aunque su espíritu veía por fin claramente.

No tuvo que rogarle piedad ni presentarle pruebas de su inocencia. Él vio la verdad en su interior, supo que otros habían decidido siempre por ella.

Y se durmió, con una enorme sonrisa, imaginándose como sería ese reino de imperecedera luz que la acogería... a ella, a la que fue esposa de Satanás, a la que ahora estaría muy lejos de toda oscuridad... pero sería recordada por muchos, como una más de sus novias eternas.

23 de Enero de 2019 a las 02:55 0 Reporte Insertar Seguir historia
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Fin

Conoce al autor

cristina peralta Ante ciertos libros, uno se pregunta: ¿quién los leerá? Y ante ciertas personas uno se pregunta: ¿qué leerán? Y al fin, libros y personas se encuentran. André Gide.

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