Aquel plácido verano se cortaron todas las flores del reino en señal de luto. Según la tradición, el duelo duraría hasta que los campos volvieran a florecer.
La princesa Arianna observaba el paisaje desde el mirador más amplio y elevado del palacio. El colorido campo que siempre la había recibido en las mañanas se había convertido en un llano marrón y verde. Su piel aperlada, su vestido negro y su largo cabello azabache y rizado enmarcado por su cuerpo alto y delgado la destacaban contra el mármol níveo de paredes y pisos. Pese a este contraste, daba la impresión de ser una más de las blancas esculturas que adornaban los balcones de las puntiagudas torres del castillo, pues el único movimiento que podía percibirse, era el de su cabellera balanceándose al compás de un viento ligero que la acariciaba como si buscara ofrecerle con su canción silenciosa un triste alivio a su dolor.
Yahaira permanecía a unos cuantos pasos, con deseos de abrazarla, pero respetando la distancia marcada por un sufrimiento que daba la impresión de crear su propio campo de fuerza. Sabía que no convenía interrumpir los pensamientos de la princesa, por tristes que fueran, pero tampoco se decidía a dejarla sola del todo. De esta manera, cuidaba de su noble amiga mientras ésta permanecía imperturbable y callada, como una esfinge vigilante, llena de acertijos.
Sin embargo, no todas en aquel planeta que giraba alrededor de la estrella Antares estaban de acuerdo en que se respetaran los sentimientos de la realeza. Dentro del séquito de consejeras y ministras, había muchas mujeres de motivaciones más pragmáticas y frías. Desde el largo pasillo que conducía a las habitaciones de la princesa, comenzaron a escucharse pasos producidos por unas botas metálicas que marchaban a un paso acelerado, castigando el piso como si fuera culpable de la situación política de ese planeta. Estos golpes anunciaron la llegada de una mujer que parecía rondar la veintena, vestida con una armadura ceremonial, imponente sin llegar a ser ridícula, apariencia remarcada por una pesada capa que ondulaba al ritmo con que se desplazaba la joven. Dos mujeres que montaban guardia con sendas alabardas, cedieron el paso para que aquella mensajera se plantara ante el dintel. Con una brusquedad del todo intencional, la mujer golpeó varias veces la puerta de la habitación de quien fungía desde hacía semanas como gobernante interina. Yahaira y Arianna escucharon su voz seca y cortante.
‒ Es hora ‒espetó la mensajera desde el lado externo de la puerta.
Arianna no volteó. Su mirada seguía fija en el horizonte. Yahaira, a su vez, no tenía autoridad para contestar. Pasados unos instantes, al ver que era ignorada, la emisaria se concedió permiso de entrar en la habitación; abrió la puerta, cruzó el marco de la puerta con apenas un mínimo de respeto y se detuvo un par de pasos después, indecisa al descubrir que su osadía era solo una fachada. Herido su orgullo, cedió ante la urgencia de su trabajo y sus palabras fueron solo un tanto más delicadas.
‒ La necesitan en la sala del Consejo, Su Alteza ‒y luego insistió‒. Es hora.
‒ Déjala en paz, Daria ‒se dirigió Yahaira molesta hacia la joven, pues era más propensa a mostrar emociones que la misma princesa‒. Acudirá cuando ella decida que es la hora.
Daria volteó hacia Yahaira con un asomo casi imperceptible de desprecio, luego dirigió la vista hacia la chica de aspecto frágil que estaba en el balcón y pareció mostrarse intimidada. No conocía una manera de continuar sin mostrarse impertinente. Para su fortuna, Yahaira entendió que Arianna no saldría de su trance por voluntad propia y que Daria ya no insistiría, pero tampoco suplicaría atención a una sirviente.
‒ Yo me encargo ‒aceptó como una solución intermedia. Así se echaba a cuestas la responsabilidad como interlocutora‒. Dile al Consejo que irá lo más pronto posible.
La mensajera no tenía humor de permanecer más tiempo en aquella habitación. Le bastó esa respuesta y se retiró sin más palabras, como una brisa ligera que apenas cerró la puerta al salir de la habitación. La princesa silenciosa seguía con la vista atada al paisaje que se extendía por kilómetros, al cual le habían robado todo rastro de color que no fuera el verde de las hojas o el marrón del suelo. El olor a pasto recién cortado era enervante y le recordaba que el destino le había arrancado algo más que simples flores.
Yahaira rompió el trance de la joven princesa.
‒ La necesitan ‒le dijo en el tono oficial, pero más dulce que pudo‒. Todas la esperan.
Un pequeño suspiro indicó que la chica la había escuchado. Después de volver a tomar aire y soltarlo con rapidez, decidió dejar de ignorar a su compañera.
‒ A veces no me decido a dar el siguiente paso.
‒ Frente a usted tiene un abismo, Su Alteza ‒A Arianna no le pasó desapercibido que el tono de Yahaira se tornó más solemne, por lo menos en esa frase‒. Es un riesgo seguir adelante.
Arianna tomó eso como una analogía.
‒ No creas que no deseo dar la vuelta y correr hacia un destino cálido y seguro ‒Yahaira presintió que su joven amiga tenía el deseo de voltear. Para su decepción, no lo hizo‒. Unos días quisiera ser empática, y otros, egoísta.
‒ Es fácil decidir cuando hay dos opciones ‒Yahaira tocó con suavidad la superficie de un piano que estaba a su lado, saboreando con los dedos la delicadeza de la madera pulida y abrillantada. Adoptó un tono más íntimo‒. Podemos ser como antes, mucho mejor, el destierro no es la única opción después de abdicar. Acompañarte al Consejo es como arrojarte al precipicio que tienes frente a ti.
Arianna no pareció molestarse, pero tampoco se hizo esperar más. Sacudió la cabeza, su largo cabello se balanceó con gracia mientras ella se dio la vuelta. Cuando estuvo por fin de frente a su amiga, la miró con ojos negros y profundos, y sus labios dieron forma a un gesto forzado para intentar demostrarle que no estaba triste, aunque en el fondo, sabía que no engañaba a nadie. Yahaira no pudo evitar un vuelco en el corazón.
“Dioses. Alegre, triste o enojada, es hermosa. Si fuera hija de sirvientes, el pueblo habría dado un golpe de estado para nombrarla soberana de todo cuanto existe. Nació para reinar, no para someterse. Y menos aún para huir”.
Era verdad. Desde niña, Arianna había poseído una belleza y un porte reales que tenían toda la apariencia de haber sido programados en sus genes. El vestido negro entallado ayudaba a realzar esa sensación de sensualidad y elegancia mientras la joven de dieciocho años se alejaba del balcón para acercarse a su amiga. Cuando estuvo cerca, tocó con la punta de los dedos la mejilla de Yahaira.
‒ No me juzgues ‒y al decir esto, acentuó la mueca triste y resignada que tenía por sonrisa, pero que al mismo tiempo irradiaba dignidad‒. El mundo no funciona como una quisiera ‒acto seguido, le dio un beso que apenas rozó los labios de Yahaira.
Su compañera y amiga tuvo solo un ligero temblor ante este gesto. Decidió no continuar por cuestión de dignidad. “Migajas”, pensó.
‒ Por aquí ‒ fue su evasiva respuesta mientras bajaba la mirada y se dirigía hacia la puerta para abrirla. La princesa la observó, con deseos de decir algo, pero creyó que era mejor evitar cualquier comentario personal. Nunca le había gustado dejar tan al descubierto sus emociones, por mucho tiempo y confianza que tuviera con su amiga. Sería como arrancarse la piel y zambullirse en salmuera.
‒ Me parece bien. No hagamos esperar al Consejo ‒aceptó Arianna, y siguió el camino indicado.
En el corredor al que daba la puerta de sus aposentos, las fornidas guerreras que montaban guardia deshicieron la cruz que formaban sus armas ante la puerta. Ninguna de ellas podría defenderse de un ataque con armas modernas, pero ¿quién osaría atacar a la hermosa princesa? Sería una acción demasiado descarada y estúpida, en especial ahora que se había corrido el rumor (cierto) de que la joven no estaba interesada en tomar posesión del cargo que le correspondía por derecho tras la muerte de su madre. Ella no era un objetivo político, la lucha por el poder se daría en otro sitio y con otras personas. La guardia era un símbolo de poder, no más.
Al llegar al final de un pasillo, comenzaron a bajar las escaleras del interior de una torre cilíndrica, la princesa atrás, su consejera y confidente adelante, como si necesitara abrirle paso ante un camino plagado de peligros invisibles. Los escalones se clavaban en las paredes, formando una alucinante espiral en la torre por donde descendían. El barandal que sobresalía el extremo contrario para evitar caídas en el abismo, no parecía ofrecer una gran protección a pesar de ser de elegante manufactura.
‒ Con cuidado ‒le aconsejó Yahaira‒. La caída es muy profunda.
Arianna vio de reojo el oscuro pozo central en torno al cual simulaba girar la escalera.
‒ He bajado muchas veces por este camino ‒protestó volviendo la vista a los peldaños‒. Mi madre acostumbraba darme valor diciendo que el fondo solo era peligroso si perdías pisada. “Si la oscuridad te da miedo, no la mires, no caigas en ella”.
‒ No creo que las circunstancias sean las mismas ‒su amiga no dejó pasar la oportunidad de echarle en cara la situación‒. Abandonar todo lo que amas no es un camino, es el final. Tu madre no hubiera deseado esto.
Arianna cortó el hilo del razonamiento.
‒ Mi madre no hubiera deseado morir.
Yahaira entendió que no debía seguir la conversación y que lo mejor era continuar el camino escalón por escalón. Ni ella misma hubiera podido decir si su silencio era producto del enojo o la tristeza. Ambas amigas prosiguieron calladas hasta llegar a una puerta en el tercer piso del castillo, a mediación de la torre. Se adentraron en otro corredor, uno con la misma elegancia barroca que ahora se divertía atiborrando de adornos los candelabros, columnas y todo mueble que las jóvenes se encontraran en su trayecto.
El último tramo era otro pasillo, pero de mayor amplitud que los demás, casi podría decirse que llegaba a ser una sala, flanqueada por una iluminación que simulaba antiguas antorchas. Bajo cada una de ellas, una guerrera montaba guardia.
“Cien guerreras por lado, montando guardia” pensó Arianna. “Un corredor libre de todo objeto que no sean estas antorchas y sus guardianas. Un camino ideado para que la que lo transitara viera solo vigilantes y amplios espacios. Diseñado para intimidar”.
Arianna había cruzado ese pasillo muchas veces de niña, asiendo la mano de su madre; tiempo después lo haría atrás de ella, cuando se convirtió en adolescente. En estos últimos días, se había acostumbrado a atravesado sola. Esa sala-corredor no le infundía el más mínimo temor. Si en algún pasado lejano, caminar por esos pasillos fue motivo de alegría, en otra época, de familiaridad, ahora el largo recorrido llegaba a parecerle triste y melancólico; pero jamás se sentiría atemorizada del sitio que había sido su hogar.
Llegaron a la puerta de la sala del Consejo. Nadie las esperaba. Yahaira no podía ir más allá debido a su puesto, conocido con el eufemismo de “Consorte Temporal”. Si bien a muchas les habría parecido un honor (entre ellas, a una Yahaira más joven e inocente), la vida la había llenado de cicatrices de todo tipo, y ya no le hacía la menor gracia.
Y para colmo, ahora solo era ex consorte.
‒ Aquí debemos separarnos ‒aceptó la chica con amargura.
‒ Sé que lo entiendes. Lo siento ‒dijo Arianna.
‒ No lo entiendo. Y no lo sientes ‒se quejó Yahaira‒. Tú no sientes nada.
Y sin esperar más respuesta, dio la vuelta y se alejó con pasos largos, forzándose a no bajar la mirada al suelo y procurando llevar la barbilla un poco más en alto que lo normal, sin importar que por este motivo las guardias vieran las lágrimas que resbalaban por sus mejillas.
La princesa vio marcharse una parte importante de su vida. No la volvería a buscar, ni siquiera para despedirse. Era lo mejor. Al cruzar la puerta del Consejo entraría a una nueva etapa y no era conveniente andar caminos nuevos cargada con cadenas antiguas. Abrió la puerta y cruzó la entrada sin más, para encontrarse con las nueve integrantes del Consejo sentadas ante una mesa rectangular. El asiento destinado a quien presidía las reuniones la esperaba. Cuatro consejeras en cada uno de los lados largos y una anciana en el extremo opuesto la observaron sin ponerse de pie, haciendo alarde de una falta de cortesía premeditada. Lo que se discutía en las reuniones celebradas en esta sala eran el mayor secreto del planeta, y se daba por sentado que los protocolos, y hasta la educación, eran un desperdicio de tiempo y energía. Sin embargo, Arianna estaba por arriba de toda esa fanfarronería política, nunca dejaba de ser ella, aunque fuera de manera sutil.
‒ Disculpen la tardanza ‒dijo mientras caminaba hacia el sitio que debía ocupar.
“Así se debe sentir un condenado a muerte rumbo al cadalso”. Pensó. “La diferencia es que nadie me ha condenado. Soy más bien una suicida”.
‒ Tome asiento Su Majestad ‒dijo la anciana.
“¡Oh! Claro. Soy Su Majestad. Aunque solo sea un título, esto no es una muestra de respeto sino una forma de evitar llamarme por mi nombre y que pudiera crearse un ambiente de confianza”.
‒ Gracias ‒Arianna se sentó en el sitio que le habían reservado. Otra de las integrantes del Consejo se apresuró a entrar en el tema.
‒ Hemos lamentado mucho la muerte de la reina ‒dijo con tono frío‒, como para lamentar ahora la pérdida de su hija. Necesitamos una respuesta que no deje al planeta entero sumido en la incertidumbre política.
‒ No veo incertidumbre cuando una decisión se toma con total confianza ‒aseguró Arianna‒. Sigo firme en lo que digo. Si yo abandono mi casa para no regresar, no es mi obligación decidir quién se quedará con ella.
Una mujer madura, de cabello corto, no estaba de acuerdo con este pensamiento.
‒ Su grado de desinterés en el asunto de la sucesión es alarmante. Podría provocar una guerra civil.
Arianna levantó las cejas en un gesto artificial de sorpresa.
‒ ¿El pueblo podría rebelarse? ‒sonrió mientras su postura, contradiciendo este gesto, se tornaba rígida‒. Deberían decir que las distintas facciones interesadas en adueñarse del poder podrían entrar en conflicto. La gente común sería arrastrada a la guerra, no la provocaría. No es mi responsabilidad, sino la suya, si millones de personas mueren y pierden sus hogares.
Una mujer baja y de pelo cano, que había permanecido observando, estuvo de acuerdo en casi todo lo que dijo la princesa.
‒ Esto es cierto ‒afirmó‒. Si tiene un jarrón de cristal en sus manos y lo suelta, la gravedad hará lo suyo ‒y al decir esto, miró con un discreto aire acusador a algunas de las presentes‒. Y, sin embargo, está en su poder dejarlo en un sitio que lo mantenga intacto.
No hubiera podido decirlo mejor. La mujer observó con satisfacción que, por toda respuesta a su pequeño discurso, se hizo el silencio en la mesa del Consejo.
Era la oportunidad de Arianna. La anciana le había dado una salida.
‒ Está bien ‒dijo por fin ‒. No he pasado estos días sola, con la mente en blanco. He estado meditando el asunto, así que, si lo desean, nombraré a mi sucesora, aunque sé que no importa qué nombre pronuncie, siempre habrá alguna inconforme que pretenda impugnarlo. Haré una declaración, pero será solo hasta que esté lista para partir.
‒ La nave está preparada ‒dijo la mujer de cabello corto‒. La tripulación solo espera órdenes. Puede hacer la declaración en el momento en que lo desee.
‒ ¿Está lista para partir? ‒a la princesa le sorprendió que ya se hubieran terminado los preparativos.
‒ Desde hace dos semanas ‒contestó otra de las integrantes del Consejo, alta y seca como una rama muerta y, por lo visto, igual de retorcida.
‒ ¿Por qué no se me había informado? ‒exigió saber Arianna.
‒ Solo esperábamos que tomara la decisión ‒respondió la mujer y, como si hubiera notado que cometió un error, corrigió sus palabras un poco‒. Solo esperamos, Princesa ‒este último gesto diplomático, nombrar su título, fue una concesión para lograr algo de distención‒. Y ya lo ha hecho. Ha pasado más tiempo del que usted piensa, Su Majestad. Su dolor no le ha permitido notarlo.
Es posible que Arianna no hubiera caído en la cuenta de la naturaleza de su decisión hasta que sintió todo su peso, hasta que lo vio como una realidad consumada. Dejaría su planeta para siempre, abandonaría todo lo que conocía. Ella olvidaría a su pueblo, y mucho peor: su pueblo la olvidaría. Se obligó a guardar compostura.
‒ Entonces, no se diga más ‒afirmó mientras se ponía de pie para dar fuerza a lo que decía‒. Haré un anuncio y firmaré mi abdicación. Si el pueblo no es capaz de prosperar sin mí, tampoco será capaz de prosperar conmigo.
Amaba a su pueblo y, por lo mismo, sentía la necesidad de abandonarlo.
Las mujeres del Consejo se pusieron de pie. La anciana fue la encargada de dar por terminada la reunión, sin solicitar permiso.
‒ Buena suerte Su Majestad.
Arianna no tenía nada personal que decir. Solo seguir el mínimo protocolo.
‒ Gracias.
Se puso de pie y dio la espalda a las integrantes del Consejo. Se obligó a caminar con soltura para abandonar aquel sitio. No tenía compromiso con nadie. Las mujeres de ese planeta nunca habían tenido gran consideración hacia a su madre, y esto era un juicio benévolo de la situación. Es cierto que fue una déspota, pero era su madre. La esperanza de muchas recaía en que su hija, quien siempre demostró ser todo lo contrario, podría traer la libertad y la paz tan deseadas. Arianna siempre había estado cerca de la gente humilde, del pueblo llano. En otras circunstancias, habría aceptado la responsabilidad, pero no de la manera en que se dieron los hechos.
“Era mi madre ‒pensó mientras abandonaba el recinto para siempre‒. “Era mi madre, y la asesinaron”.
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