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Desierto y Mar

El avión comienza a descender. Azul sobre azul. El azul del cielo, el azul del mar. La pista de aterrizaje está pegada al Atlántico. Por un momento parece que descenderemos sobre el agua.

Fuerteventura es una isla. A veces no sé si es real o la creé yo en mi imaginación.

Cada vez que viajamos por vocación, por deseo, entramos en una segunda realidad.

Antes de que llegar a un destino por primera vez, antes de que entramos físicamente en él creamos una fantasía, una idealización.

El primer viaje es siempre una ficción, una voluta de humo que asciende hacia el cielo. Nuestra mente identifica un topos, un lugar, lo mistifica y proyecta en él nuestros deseos, nuestros anhelos. A veces es la sensualidad, a veces es el descanso. Otras veces buscamos una ruptura, la oportunidad de partir de cero. Existen tantas posibilidades como almas y estados de ánimo.

Llegué a Fuerteventura buscando paz, espacio, un mar ilimitado y también el contacto con Europeos del Norte, que tienen aquí el idilio con el sol y la luz que les niegan sus tierras, que por su adversidad les ha obligado a una mayor laboriosidad que a nosotros, los europeos del Sur, voluptuosos, artísticos, maestros consumados en el arte de vivir y disftutar de la vida.

Encontré el Mar. Pero me fascina el desierto. El interior de la isla, con sus barrancos, con sus extensiones áridas, con sus variantes infinitas del color tierra es un territorio para místicos. No hay mucha diferencia entre perderse aquí o ser un eremita en Tierra Santa, un asceta en el Sinaí, un aspirante a profeta en las tierras ardientes de Egipto.

Y por supuesto, encontré el viento, que define a la isla.

No hay grandes aglomeraciones humanas en Fuerteventura. Si te vas a Barlovento, por donde el viento sopla con más fuerza, puedes recorrer kilómetros de playas intactas, batidas por el Atlántico y el viento y encontrar no más de un par de docenas de bañistas o prácticantes de surf .

El viento es la música de esta isla. En los barrancos, en el desierto, en las playas solitarias el viento arranca sonidos de cualquier cavidad, de un pañuelo que agitas, del interior de una piedra ligera con algún hueco en su interior.

Hay arenales indescriptibles, pasajes de Dunas junto al mar a los que no hace justicia ninguna foto.

Y el Silencio. El complemento necesario del disfrute del Espacio.

Tindaya. La Montaña Mágica de los Guanches. Un volcán semiextinguido, un cono que acaricia las nubes que vienen del Atlántico. El misterio telúrico de los lugares que generan adoración pagana. El viento silba, le arranca sonidos a la tierra, a las piedras, a cualquier objeto que le ofrece resistencia.

No muy lejos está Montaña Quemada. En el pequeño poblado hay una estatua de Unamuno. Pero no pensamos demasiado en él, porque hoy no nos interesa el racionalismo. Estamos actuando con los sentidos, con la parte irracional, supersticiosa de la mente.

Nos apartamos de las dos Montañas, la Sagrada y la Abrasada. Buscamos la línea de mar. Las playas y calas, a cual más bella, reciben de frente la fuerza del Atlántico y el empuje del viento.

Un barco de pesca, tres, cuatro millas mar adentro. El Viento lo mece a su antojo. Oscilando como un péndulo sobre la ola, intenta arrancarle su sustento al océano.

El Viento agita nuestro cabello. De entre las nubes una ráfaga de Sol dilata nuestras pupilas.

Es hora de volver. Regresamos a Tindaya, regresamos a la Montaña Mágica. La tierra árida se contrapone a la exhuberancia del mar. Miro hacia el desierto. No muy lejos está la costa de Marruecos, el Sáhara.

Tres palmeras solitarias en la distancia. El cielo empieza a tomar un color más pardo. Calima.

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22 de Septiembre de 2018 a las 08:28 0 Reporte Insertar Seguir historia
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Fin

Conoce al autor

José Antonio Chozas Inquieto, apasionado por las letras, escritor por impulsos, alma libre.

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