leo-garduna Leo Gardua

Las aventuras del caballero Alejo que, a lomos de un cerdito y armado con un rastrillo, correrá aventuras en la corte del rey Chorlito. Brujas, dragones, princesas y hadas.


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Un encuentro muy oportuno

El gallo estiró las plumas anaranjadas del cuello para entonar su cántico diario. Cuanto Alejo lo escuchó, supo que se debía poner en pie, el sol inundaba la choza. Dejó a un lado su montón de paja y miró por la ventana. Todo estaba en su sitio: los cerdos, el barro, las gallinas y las herramientas de su oficio.

Tras desayunar gachas de maíz, dio de comer a los cerdos y les sacó a pasear. Bostezaba perezoso, los días le parecían iguales. Pero en su interior sabía que no sería granjero toda la vida. Él sería caballero. Era un extraño fuego que ardía dentro de él, algo que no sabía explicar.

Trabajar no le molestaba, lo que le dolían eran las burlas. Cuando comentaba su propósito de hacerse caballero todos, excepto su madre, se reían de él:

—¡Como vas a ser caballero tú, si apenas levantas siete cuartas del suelo!

Y es que, Alejo, era un chico pecoso y muy bajito para su edad, apenas medía siete cuartas de altura. “Siete Cuartas, eres el último en enterarte cuando llueve” se burlaban los aldeanos.

Sin embargo, en lo más profundo de su corazón, Alejo sabía que algún día sería un caballero, lo repetía en voz baja antes de echarse a dormir en su montón de heno.

Un largo día tras otro cuidaba de sus cerdos, gallinas y el resto de la granja, hasta que una mañana que recogía trigo con su rastrillo, divisó en el horizonte una figura singular. Afinó su mirada y distinguió un gorro puntiagudo, sólo podía tratarse de un hada. Él y sus padres se abrazaron con ilusión: quizá les concediese algún deseo.

Cuando se acercó, descubrieron que el hada era una anciana: usaba su varita como bastón, su pelo era canoso, le dolían los riñones y le faltaban tantos dientes, que su boca parecía un serrucho. A pocos pasos de ellos, levantó la mano con ademán de hablar, y en ese momento, ¡pataplán! Se resbaló con el fango y cayó de bruces al barro.

La familia se apresuró a ayudarla. El hada se levantó, casi no se veía el color blanco de su atuendo que quedó cubierto de marrón. La madre de Alejo corrió a por un trapo para limpiarla. Cuando le quitó gran parte de la porquería, la invitó a sentarse cerca de las brasas.

—Gracias —dijo el hada—. Me han dejado limpita y caliente, se nota que sois buena gente. Soy el hada Empanada y voy al castillo del rey Chorlito, ¿saben si voy por buen camino?

—Sí —respondió el padre– pero aún os queda bastante trecho. Podéis quedaros a comer si queréis, tenemos queso y pan para todos.

—Muchas gracias, pero debo continuar mi camino con urgencia. Quiero llegar al palacio y camino muy despacio.

El hada se levantó para irse y durante un instante reinó el silencio. El padre no sabía cómo expresar lo que quería, pero, poco a poco, comenzó con timidez:

—¡Eh…! Veréis… habíamos pensado que como vos sois un hada…

—¡Ya! Habíais pensado que como soy un hada, os concedería un deseo. ¡En todas partes me pasa lo mismo! Sean pastores, granjeros, nobles o pigmeos, todos me piden deseos. A un barbero no le piden que saque muelas gratis allí donde fuera, ni a usted que regale cochinos a todos sus vecinos, pero a mí siempre me piden deseos.

El padre, se quedó callado, rascó los cuatro pelos que le quedaban en la cabeza y propuso:

—A cambio de los deseos, os puedo dar un cerdito.

—Eso me importa un comino, ¿qué voy a hacer yo con un cochino?

—¡Oh! Por favor…

—Está bien, aceptaré el cerdito y os concederé a cada uno un deseo. Al fin y al cabo, me habéis ayudado en mi aseo. Pero seré yo la que elija el animal.

—¡Bien! —exclamó la familia.

—Trato hecho –el hada rebuscó con la vista hasta señalar a un cerdito que merodeaba cerca de la casa. Era grande, lustroso, sonriente y coronado por un mechón de cabello rubio—. Este es el animal que quiero...

—Pero este es “Risueño”, mi mejor animal. Es cómo de la familia, no puedo dároslo.

—Un trato es un trato —cerró el hada.

El padre tras meditarlo un rato y cuchichear algo en la oreja de su mujer cedió:

—Está bien.

El cerdito se levantó sobresaltado, cómo si comprendiera lo que estaban diciendo. La primera en exponer su deseo fue la madre:

—Me gustaría barrer la choza con menos esfuerzo. Todas las tardes después de trabajar, la casa se llena de tierra.

—Eso es fácil de arreglar —anunció el hada—. Al final de la jornada, debéis dejar las botas con barro en la entrada, así no manchareis la choza. Además, en lugar de limpiar toda la casa, barre sólo la mitad, después te relevará tu marido y… ¡deseo concedido!

—¡Oh! Ensuciar menos, para que sea más fácil limpiar —contestó asombrada la mujer—, y que limpie la mitad mi marido. Es una buena solución. Muchas gracias, sois un hada increíble.

—Tiene razón –observó el padre—, yo podría barrer media casa. Respecto a mí, mi vida son los cerdos y mi deseo es que me devolváis a Risueño, es mi cochinillo preferido y le tengo mucho cariño.

—Está bien, ya imaginaba yo esa jugarreta —respondió el hada frunciendo el ceño—. A menudo la gente me molesta pidiéndome deseos cuando ya tienen todo aquello que quieren. ¡Deseo concedido! Puede quedarse con su cerdo querido.

El padre, tras soltar un grito de alegría, corrió a la puerta para dar un beso al cerdito.

Al fin llegó el turno de Alejo, que como no podía ser de otra forma, exclamó:

—Yo quiero ser caballero.

—Eso es más interesante... ¡Deseo concedido! Te nombraré caballero, de hecho voy al castillo siguiendo órdenes del rey y tengo el privilegio de actuar en su nombre. A ver, necesitaremos algún animal en el que podáis cabalgar… ¿Tenéis algún caballo?

Los tres negaron con la cabeza.

—¿Algún burro o mula..? ¿Alguna penca gandula? Tampoco… —y tras frotarse la barbilla concluyó— ¡Ya está! Puedes montar a Risueño, es un cerdo grandote. Además, como no eres de gran estatura, te podrá llevar con soltura.

El hada se quitó un pañuelo que colgaba de su gorro e hizo un bonito lazo alrededor del cuello del puerco. Risueño se quejó un poco, pero pronto recobró su sonrisa habitual. Alejo, sujetándose en la tela, montó en su lomo con facilidad.

—También —prosiguió el hada—, necesitaremos algún palo o lanza, puede servir el trillo que usas en la labranza. Y algún casco para la cabeza, un viejo cazo donde tu madre cueza.

La madre corrió a sacar un cuenco de latón que probó en la cabeza de Alejo. Le estaba muy grande tapándole los ojos, así que tras unas risas, sacó otro más pequeño que le llegaba hasta la frente.

—Póntelo con el asa hacia atrás —le recomendó su madre.

El hada se acercó a Alejo que estaba montado el cerdo y armado con su trillo y su cazo, levantó la varita y pronunció:

—Yo, el hada Empanada, por la misión que me ha sido encomendada, te nombro caballero y un nuevo nombre te confiero… ¿Cómo se llama el joven?

—Alejo —respondió el padre—, pero todos le llaman “Siete Cuartas”.

Alejo negó con la cabeza para indicar que no le gustaba que le llamasen así, pero ya era demasiado tarde, el hada estaba concluyendo:

—Caballero “Siete Cuartas” te nombro, con estos toques en tu hombro.

Y dicho esto, le dio tres toquecitos con la varita en los hombros y en la cabeza.

—¡A mí no me gusta ese nombre! —se quejó Alejo.

—Ya es tarde Siete Cuartas —contestó el hada—. Un caballero debe conservar su nombre después de su envestidura, ¿o acaso crees que a mí me gusta llamarme hada Empanada? Bueno, ahora que eres caballero, necesitas una misión. ¿Qué te parece si vienes conmigo a la corte del rey?

—¡Siiiiii! —respondió sin pensarlo.

Y en un periquete se dispusieron a partir. En ese momento, Alejo se dio cuenta de que iba a dejar a su familia. Su madre, con lágrimas en los ojos, le reveló:

—Has nacido con el corazón de un caballero, siempre lo he sabido. El conocer un hada al servicio del rey ha sido, sin duda, un encuentro muy oportuno. Debes aprovecharlo.

—No te preocupes hijo —añadió el padre—, podemos hacer el trabajo nosotros solos, pero hazme un favor: cuida de Risueño, es el cerdo más despabilado que he tenido.

El cerdito le correspondió con un sonriente gruñido. Alejo metió el trillo en el lazo de Risueño y, tras despedirse con besos y abrazos, partieron.

Alejo oyó la voz de su madre que clamaba:

—Hijo, si algún día te aburres de palacios, princesas y aventuras, ya sabes dónde está tu porqueriza.

Y así, poco a poco, se alejaron de su hogar. Durante el largo camino, la cabeza de Alejo se llenó de dudas: ¿Se estaría burlando el hada de él? Nunca había visto un caballero montado en un cerdo. Pero viendo el gesto ceñudo de la anciana, no se atrevió a preguntar.

3 de Agosto de 2015 a las 06:29 0 Reporte Insertar Seguir historia
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