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Un famoso escritor obsesionado con uno de sus personajes, se ve involucrado en un plan desquiciado para deshacerse de él.


Cuento No para niños menores de 13.

#alexandroescri
Cuento corto
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La víctima

Los binoculares zigzagueaban las calles nocturnas de la avenida. Tenían el propósito de buscar a la mujer que más encajase en el personaje. Era la mujer que iría a morir en la novela de Galeano.
La multitud estaba fascinada por la realidad que parecía ser mágica en las historias galeánicas que producía la editorial Turpial, de la increíble verosimilitud que se tragaba a los lectores apenas le echasen un ojo a los primeros párrafos, como una pitón que atrapa en sus fauces al ratón desprevenido.
“En la realidad está el secreto”, se le escuchaba decir a Galeano en una de sus entrevistas, oculto en sombras y con la voz modificada por algún emulador. Quizás, por eso se daba el lujo de bajar a la licorería de enfrente y comprar el ron más caro, sin molestarse por el grito de la multitud clamando su firma— en las últimas novelas— ni el flash de las cámaras paparazis.
Su obra maestra estaba a punto de culminar. Junto a su portátil y el manuscrito impreso en una pila de hojas, dedicaba días enteros narrando la historia de una joven depresiva. Había invertido gigantescas dosis de café en las noches para describir hasta su rasgo más latente. Noches de insomnio que conferían las vivencias de toda mujer que pasó por la vida de Galeano. Había tanta realidad en ella, que por poco consumió al gran escritor. Se daba cuenta que su novela ya no era novela, era simplemente la joven imaginaria que había desolado toda realidad de paisajes ficticios y personajes secundarios; nada tenía sentido. La mujer y su depresión amenazaban con ser tan verdaderas como el escritor, incluso de volverse ellas reales y Galeano el imaginario.
Sin poder hacer frente a tal efecto fantasmal, decidió escribir y escribir hasta los tuétanos, hasta sumergirse en la depresión de la mujer. A ratos, pensaba que estaba hablando con ella: le confesaba ser incapaz de superar la muerte de su madre, a quien nunca guardó rencor a pesar del miedo que le tuvo cuando era pequeña: la castigaba de cara a un rincón y se sentaba cruzada de piernas en una silla a sus espaldas, con una navaja en la mano que agitaba con intenciones de lanzársela como un dardo si volteaba. La chiquilla—armada de valor—giraba el rostro, con cautela, hacia su madre y le suplicaba: “no me pegues, mamá”, “¡ayúdame, por favor!”.
La depresión apoderada del escritor hizo que un día, resolviera al borde de la locura, exterminarla empuñando su browning GP–35, con el cañón debajo del mentón y el ulterior goteo de los sesos pegados al techo. Pero las profundas reflexiones que siempre están en vísperas de un suicidio premeditado, le hicieron ver que acabar con su vida no conllevaría al apocalipsis de la joven: él quedaría desvanecido y fantasmal, y ella en sus hojas impresas y dotadas de la realidad que tan famoso lo habían vuelto. Aquel día fue la apertura para que nacieran odios y rencores a la mujer, que concretaría en la peor de las resoluciones.
Concluyó que, si quería deshacerse de la joven, debía construir su muerte e impregnarla de tanta realidad como la tuviese en las páginas escritas. Pudiera encaminarla hacia los rieles del metro. Sería tarea fácil: sabía perfectamente cómo se sentía un suicida, porque él acababa de ser uno: un suicida fallido. Pero no viviría la satisfacción de haber matado a quien tanto odiaba, porque simplemente estaba favoreciéndole el deseo de acabar con su vida. Su final tenía que ser en contra de la propia voluntad del personaje.
También le era factible tramar su asesinato.
«…unos drogadictos desmantelados la veían pasar por la avenida con una pequeña bolsita de polvo blanco entre las tetas. La siguieron al ras de su sombra y la empujaron a un callejón obscuro, para apuñaleárselas y hacerse con la bolsita de polvo.»
Eso sería, también, tarea fácil: conocía a mucha de esta gente y su modus operandi al pie de la letra. Pero no sabía cómo iba a ser la agonía del personaje, no tenía idea de sus últimas palabras o jadeos, ni de algún ademán mortecino que hiciera sentir al lector que estaba muriendo. Muriendo apuñaleado en las tetas.
Resolvió que era menester presenciar el asesinato de su personaje en carne viva, si quería que cada lector muriera con las puñaladas que describía la novela. Sin pensarlo más, se propuso el asesinato real de la mujer imaginaria. El mismo Galeano sería quien la mataría con sus propias manos.
Buscó el empaque de sus exóticos binoculares, y apoyado en el alfeizar de la ventana, los movía de un lado a otro como si fueran la luz de un faro. A lo largo de la avenida, a tempranas horas de la noche, enfocaba a diferentes mujeres con todo tipo de aspectos. Describirlos no vendría al caso, ya que sus atuendos y sus rostros poco le importaban a Galeano. Pasaron decenas de ellas frente aquellos binoculares, y también decenas de noches sin poder encontrarla caminando tranquilamente en la acera de la avenida. Porque era en las noches que Galeano la buscaba, sólo a esas horas deambulaba el personaje.
O al menos así estaba en el manuscrito.
Una mañana de abril, fue a la licorería en la acera de enfrente, como acostumbraba cada semana. En la estantería agarró el ron de mayor costo y se dirigió a la cola del mostrador. Por delante estaba la espalda de un tipo alto y corpulento, que le decía algunas cosas al vendedor, haciendo un chasquido con la lengua.
–¿Qué más se puede hacer, Gary?– y deslizó una botella a su costado como si abriera una puerta corrediza. Galeano vio que era la misma que él tenía en mano: la de más alto costo–. Cargo encima trescientos. Me llevaré sólo las birras.
El hombre salió y el famoso escritor ocupó su puesto enseguida, puso la botella de ron en el mostrador, y vio un anaquel donde había revistas de noticia: en una de ellas, treinta años de recuerdo por el asesinato de John Lennon al pie de los pináculos del Dakota Building, tildado por un gran anuncio de letras molde. En un tramo más abajo del anaquel, figuraba una novela que estaba a la venta; a pesar de una mancha escarlata y accidental con forma de estela, que sobresalía en la portada. El título rezaba: Un Abril para matar, por Galeano, al lado de unas letras circulares que daban a leer bestseller.
–Seiscientos veinte, ¿correcto?– el vendedor asintió. Galeano depositó unos cuantos billetes en la mano de Gary y se llevó la botella.
De nuevo en la habitación, llenaba un vaso de whisky a punta de ron, con delicadeza como si regase la tierra de una maceta. Así llenó la segunda, la tercera y la que le hizo perder la cuenta cuando ya era entrada la noche. Caminaba de allá para acá echándose los pelos para atrás y pensando qué iba hacer con el personaje femenino. La iba a matar él, sin duda alguna. Pero ¿qué mujer de aquella avenida podía encajar de lleno en el personaje? Iba a ser privilegiada, desde luego: aparecería en la novela del Gran Galeano, en el próximo bestseller.
Agarró sus binoculares, y se inclinó sobre la ventana para hacerlos zigzaguear en busca de una candidata. Vio la primera parada en una esquina, pero no sintió nada. La candidata tenía que hacerlo sentir lo mismo que cuando encontraba las palabras adecuadas para empezar o culminar un párrafo.
Atisbó a una muchacha que se aproximaba por la acera de la licorería. En ese preciso instante sintió una voz en su interior, muy parecida a la que escuchaba cuando escribía, cómo si le dictaran las palabras que debía anotar y que lo convertirían en autor de otro éxito.
…cigarrillos…era su última cajetilla.
decía la voz. La escuchaba retumbar en sus tímpanos, una y otra vez mientras la mujer se aproximaba.
…cigarrillos…era su última cajetilla.
era una canción pegajosa que se había adherido en su masa encefálica como una ventosa.
Y allí comprendió. Aquella mujer se aproximaba a la licorería para comprar una caja de cigarros. Desconocía por qué lo sabía, pero era así, estaba seguro. Y sólo dependía de él si aquella cajetilla iría a ser la última o no. Apartó los binoculares, sentía una especie de ardor en la boca del estómago. Corrió de inmediato a la puerta de salida, pero se devolvió y abrió su portátil que le mostró la última página escrita de su obra maestra. En una hoja nueva escribió con gran velocidad, que sus dedos en contacto con las teclas, hacían el sonido de un insecto moviéndose muy rápido:
Caminaba presta para comprar su caja de cigarros. Era su última cajetilla.”
Y salió de la habitación.
Cruzó a la acera de enfrente, con su cara gacha y las manos en los bolsillos. Afortunadamente, la candidata no había llegado al pie de la licorería. Se adentró con anticipación, y se dirigió al único lugar que le era familiar de aquella estancia: la estantería del ron más costoso.
Agarraba, una por una, las botellas del anaquel y las escudriñaba. Por cada una que tenía en sus manos, intentaba rotar los ojos a los costados lo más que podía como un camaleón, hasta que la candidata se asomó en la entrada.
– ¿Cómo estás, mi Gary?– saludó la mujer con mucho cariño, dirigiéndose al mostrador para darle un beso en la mejilla. Ver que se conocían le hizo sentir algo de pena por Gary. Lo único que Galeano pudo escuchar con claridad fue aquel saludo. Luego, su relación se llevó a cabo por medio de cuchicheos y algunas señales, para después tornarse en una conversación ordinaria.
– ¿Qué es esto, mi Gary?–. La mujer agarró una botella que había en el mostrador, era la misma botella que Galeano solía llevar las veces que entraba.
–La dejó un cliente esta mañana. No tenía la plata– Gary sonrió y tomó la botella en un gesto de devolverla a la estantería. Pero se retractó para preguntarle a la joven si quería llevársela.
–No, cielo. ¿Tienes cajetilla de la grande?–. Gary supo exactamente a qué se refería la mujer. Volvió a dejar la botella dónde la agarró y se encorvó debajo del mostrador. Sacó una caja de cigarrillos, la última cajetilla.
Antes de despedirse, la chica le dio un segundo beso y le depositó un papel pequeño en la mano. Gesto del que se percató de entero, el famoso escritor.
Galeano se ruborizó al ver los cigarrillos sobre el mostrador y no veía la hora en que la mujer—su personaje— se marchara para encaminarse a Gary y sonsacarle la información: era cuestión de una simple retórica, de algunos sobornos, muy fácil para un escritor de bestseller.
Por fin el momento esperado llegó. La mujer estaba afuera.
– ¡Gary!
– ¿Cómo le va Don...?– Gary hizo un gesto de curiosidad entrecerrando los ojos.
–Efraín…–completó Galeano. Efraín había sido uno de los personajes usados en Un Abril para matar – ¿Cuál es el nombre de esa caraja?
– ¿Trina?– le lanzó una mirada suspicaz a Galeano y sonrió– ¿Le gusta Trina?
– ¿Sabes más de ella, Gary?–. El vendedor vaciló por unos segundos antes de responder. Galeano pudo notar un aire de desconfianza.
–La verdad no. Sólo conozco su nombre, y eso porque siempre viene a comprar.
–Tranquilo, puedes tenerme confianza, hijo.
–Le digo la verdad, Efraín.
–Es una verdad frágil. Ni si quiera es verdad. Se cae por sí sola.
–Créame lo que le digo… ¿se va a llevar otra de ron?
–También llevo tiempo comprando aquí, pero no supiste mi nombre–«Si sólo supiera que soy el gran Galeano, quizás la cuestión sería más fácil» pensó, y advirtió que en el anaquel ya no estaba su novela.
–Bueno…lo que sucede… lo que sucede es…–Gary se estaba ahogando en sus propias palabras.
–Hagamos algo, mi Gary– El vendedor mostró algo de perturbación ante la imitación de Galeano.
– ¿Ves la botella de allí? Fue la que dejó el mastodonte de esta mañana. Lo sé porque yo estaba detrás en la cola. Toma seiscientos veinte por esta–Colocó en el mostrador otra botella de ron que se había traído de la estantería, y al lado puso unos billetes– Y toma otros seiscientos veinte por la del mastodonte–. Colocó otro grupo de billetes– Pero la del mastodonte te la puedes beber si te da la gana.
Gary quedó estupefacto, por los seiscientos veinte sobrantes que vio en el mostrador. Y ante la hipnosis de tanto papel moneda reveló la información.
–Aquí tiene todo lo que desea saber– del bolsillo extrajo el pequeño papel que Trina le había pasado como si fuese material de contrabando. Galeano lo desplegó y pudo leer claramente:
Mi Gary. Esquina de Curamichate
Edificio las Camelias, piso tres
Apto. 45
Mi celular ya lo tienes. Te espero, a las diez. Ven Rápido.
–Con que te la estabas tirando…
–Ya le dije que si desea saber algo más, hable directamente con ella.
–Si me la termino tirando yo…
–Es sólo una prostituta… Haga lo que quiera–. Con estas palabras la pena que lo invadió al enterarse que aquellos se conocían, se disipó por completo.
–Que pases buenas noches, Gary. Aprende a mentir. La mentira entre más parezca verdad, mejor. Pero eso ya lo debes saber. En la realidad, hijo… en la realidad está el secreto–. Galeano se marchó.
Cruzó la calle que lo separaba de sus aposentos, con una mezcla contradictoria de odio y euforia.
Estando dentro, alistó todos los utensilios que requería su empresa. En una especie de alforja, incorporó las cientos de páginas impresas y se guindó la correa en el hombro. Metió la portátil en su envoltura con la decisión de un guerrero que envaina su espada. Fijó su vista en la empuñadura de labrowning, y fue acercando su mano a ella como quien intenta tocar a un animal con temor de que muerda. La metió en la alforja acompañada de un artefacto de metal en forma de cilindro. Por último; depositó el papel arrugado que le dio Gary, en el bolsillo de la camisa seguido de unas palmaditas reconfortantes.
Salió nuevamente del edificio, con dirección a la esquina de Curamichate que estaba cerca de la licorería. Caminaba a paso presto y destartalado por los utensilios que llevaba encima, las gotas de una llovizna incipiente le hincaban la cara como unos alfileres. En una esquina previa pudo observar la erección del edificio Las Camelias. Se detuvo a contemplarla pero reanudó su paso al ver que entraba un individuo de saco y sombrero, que parecía vivir en aquel recinto.
– ¡Espere un segundo!– Le gritó Galeano, que para entonces, había resuelto con llamarse Efraín. El hombre de aire circunspecto, lo escaneó con la mirada de no haberlo visto nunca por aquellos lares–. Tengo las llaves al fondo del bolso. Y con esta lluvia… lo mejor es entrar rápido.
El hombre hizo caso omiso del aspecto forastero de Galeano, y le cedió el paso con una sonrisa. Se encaminaron a las puertas del ascensor sin emitir palabra alguna. Entraron al pequeño cubículo y Galeano le solicitó cordialmente que presionara el botón cinco. Saldría en el quinto piso y después bajaría al tercero, para no generar sospechas.
El escritor no podía evitar aquella mirada misteriosa que le confería el individuo bajo el sombrero de Gánster; Galeano le esbozó una sonrisa que intentaba hacer lo menos fingida posible. Desde luego el hombre no sospechaba que aquel forastero fuese Galeano: el escritor de Bestseller. Pues el futuro asesino había sido muy cauteloso, a lo largo de su carrera, de no mostrar su rostro ante las pantallas ni las cámaras paparazis.
Por coincidencia, se le presentó la oportunidad de ser la persona más ordinaria del mundo, ser cualquiera que viviría en el Edificio las Camelias. Al hombre se le cayó un libro del saco y Galeano tuvo la iniciativa de alcanzárselo. En el piso pudo leer el título del libro, que rezaba “un abril para matar”, por Galeano. Y para su sorpresa, tenía una mancha accidental en la portada, una mancha escarlata con forma de estela. «Con que tú fuiste quien lo compró» dijo Galeano para sus adentros. Pero todo lo que tuvo ganas de decir, lo dijo con una nueva sonrisa: más expresiva que la ocasionada por la mirada del hombre con saco y sombrero de Gangster.
–Tenga– Dijo el escritor– un libro maravilloso, si me permite decirle.
–De acuerdo con usted. No sé qué se fuma el tipo antes de escribir.
Las puertas del ascensor se abrieron, y Galeano salió ofreciéndole una despedida que el hombre respondió con la mirada totalmente cambiada. Hizo ademán de ir hacia uno de los apartamentos hasta que las puertas del ascensor clausuraron la imagen del hombre. Bajó con suma prisa y a paso destartalado, para dar con el umbral del piso tres y ubicó el apartamento 45 movido por el afán de la emoción.
El timbre estaba en la forma de un interruptor que parecía virginal; sin haber en la superficie, la presión de algunos pulgares que, en otrora, hubieran demandado la atención de esa mujer imaginaria. Y sin saber que el pulgar que ahora presionaría ese interruptor, sería el mismo que halaría el martillo de la browning dándole fin a Trina.
– ¡Mi Gary!– respondió la mujer al escuchar el timbre y abrir la puerta. Tenía la cabeza gacha pisando un teléfono inalámbrico con el hombro y su mejilla. Sin mirar a la persona que estaba en la entrada, dejó su puerta abierta para que el supuesto Gary pasara–…Te tengo que dejar. Me llegó visita… Mi Gary. Pasa, estoy en la cocina.
Sus palabras eran una condena fulminante, como haber invitado a un vampiro a la casa. Galeano dio unos pasos de asesino, sigilosamente uno tras de otro. Se despojó de toda parafernalia y la dejó tendida en el suelo como una armadura de guerra.
La cocina quedaba a mano derecha de la entrada. Allí la vio, con un sexy atuendo de casa, de espaldas a él como la niña que fue; la pequeña castigada por su madre, en la propia novela del escritor que la iba a asesinar para hacerla inmortal a la vez. Galeano sacó la browning de la alforja seguido del artefacto cilíndrico para encasquetarlo en la punta del caño.
Antes de proceder, carraspeó la garganta en aras de hacer sentir su atención a Trina. Aquel carraspeo impropio de los tipos como Gary, alertó a la mujer quien de inmediato se dio cuenta que aquella tos no provenía del vendedor. Se volteó con cautela como lo había hecho aquella niña castigada, y sus ojos se llenaron de estupor al ver parado en el marco de la puerta, a un hombre que nunca había visto.
“Cuando me firmó el disco, él sabía que yo era su asesino. Estoy seguro…” Había dicho David Chapman en una entrevista que le hicieron un año después de asesinar a John Lennon.
Si a Galeano lo entrevistaran por la muerte de Trina, dijera exactamente lo mismo cuando vio aquellos ojos llenos de asombro ante su homicida. Aunque oculto por una sombra y con la voz modificada por algún emulador.
La joven, completamente muda ante la situación, retrocedió con paso trémulo: buscaba apoyarse en la barra de mármol que tenía detrás. Galeano, sin moverse, la veía satisfecho de tener el desenlace de su novela entre las manos.
Sin emitir algún comentario ni hacer preguntas absurdas, templó el brazo armado hacia la frente de Trina para conseguir una muerte instantánea. La detonación produjo un sonido, que apenas se escuchó como un escupitajo gracias al silenciador. Sin embargo, la bala no fue a parar a la frente de Trina, sino a su pecho, consecuencia de la puntería de alguien que nunca en su puta vida ha disparado unabrowning.
Trina, horrorizada, hizo jadeos intermitentes mientras se veía el agujero teñido de rojo que había en el medio de sus senos. Dio unos pasos débiles hacia su asesino, y se desplomó en caída libre como una sábana cayendo del tendedero. Galeano sentía un éxtasis recorrer el cuerpo; guardó el arma nuevamente en la alforja, y sacó la pila de hojas escritas. Se aproximó hacia el cuerpo agonizante de Trina, se paró a un lado y colocó las páginas sobre la barra para ojearlas una por una. A su lado yacía un celular con la pantalla encendida, como esperando que algún escritor asesino revisara lo que había en él. Así lo hizo Galeano, y sus pupilas oscilaban de un lado a otro, leyendo los mensajes de texto grabados en la pantalla como epitafios de lápida.
(Número desconocido):…¿dónde la guarda?
Trina: entre sus almohadas, rájenlas todas. La coca la esconde dentro de la lana.
(Número desconocido): ¿estás segura?
Trina: Sí. Apúrense. Estará en mi casa a las diez, así que tienen tiempo.
Con sus ánimos efervescentes, sabiendo que al eliminar a Trina conseguiría terminar su obra y, a su vez, purificar aquel cuerpo mancillado por el pernicioso hado de la cocaína, se volteó en dirección a la sala y pateó la mano cadavérica de la mujer que le estorbaba el paso. Había una silla de madera lustrosa, la ubicó unos metros al frente de la chica—su personaje— que se arrastraba como los zombis de cortometrajes truculentos. Se sentó en ella y cruzó sus piernas como antaño lo había hecho la madre de su personaje novelesco. Desenfundó su portátil y la colocó sobre el regazo dispuesto a relatar lo que sus ojos presenciaban, todos los detalles posibles de aquella escena. El ajetreo de la cocina tras la caída de Trina, la mancha de sangre en medio de su pechera extendiéndose en la tela como células malignas cuando se esparcen por el cuerpo. Sus jadeos de agonía, la barra de mármol, el celular delator. La lluvia incipiente que ahora era tormenta desatada, golpeando las ventanas como una ráfaga de tiros. Y por sorpresa, unas palabras forzadas por Trina que empezaron a suplicar: » “Ayúdame por favor…”, “no me mates…”
Y así culminó su escrito, narrando cómo la Trina fracasada y depresiva, la adicta y suicida, la asesinaban unosdrogadictos desmantelados que se metieron a su recinto para atinarle una puñalada entre las tetas y sacarle de allí la bolsa de cocaína como si le sacasen el corazón. Y además, investidos de tanta crueldad que la dejaron en una muerte lenta y agonizante, escapando del recinto y siendo prófugos de la bondad para llevar una browning y ensartarle un tiro entre las cejas.
Y Galeano narraba también: cómo la Trina, en vísperas de su último suspiro, quedaba tendida en el suelo sin fuerzas después de tal arremetida; viendo la figura fantasmal de su madre al frente, sentada y con sus piernas cruzadas, pero sin la navaja. La navaja yacía en el pecho clavada como la espada en la piedra, mientras la herida hacía erupciones de sangre que tornaban borroso el espectro de su madre. Borroso todo lo que veía porque su vista se desvanecía, se hacía obscura y negra, ahora por culpa del aterrador manto de la muerte, y no de los efectos secundarios de la cocaína.
–Dame… unos cinco minutos y te envío el PDF– le dijo Galeano a su editor del Turpial, que estaba en la otra línea.
– ¿Te parecería publicarlo a mediados de mayo? ¿La edición de bolsillo?
Si se pudiera para antes de abril, mucho mejor.
Galeano yacía recostado en la silla donde había pasado intensas horas de escritura, con sus pies cruzados en la superficie que reposaba el portátil. Estaba feliz, como un hombre que tiene la certeza de recibir, en poco tiempo, un millón de dólares. Pero un sonido áspero e intermitente interrumpió su idilio. La puerta la tocaban tan fuerte que daba a pensar en unas manos colosales en la parte de atrás. Galeano se incorporó presto para abrirla, y se encontró con la imagen de un hombre que pudo reconocer fácilmente: era aquel viejo alto y corpulento que no había podido llevarse la botella de ron, culpa de su escaso presupuesto. Y al lado, estaba otro con traje obscuro, y que Galeano estuvo seguro de nunca haberlo visto. En sus pensamientos, maldecía a Gary, ya que por él se enteraban del homicidio. Siempre tuvo el presentimiento que la justicia lo agarraría mucho antes de que le publicaran el libro, pero no le dio importancia.
El hombre se identificó como el detective Renato Amundaray, mostrando con su mano derecha la refulgencia de la placa policial, y en la izquierda el papel decrépito de una orden para revisar cada rincón del aposento. Pero se limitó a dejar en el anonimato al otro personaje.
–Señor Efraín– le dijo con una voz grave y áspera, que pudo intimidar al escritor– Tengo órdenes para revisar hasta la gaveta donde mete las cajas de condones, si se me diera la puta gana…– sacudía la hoja de la orden mientras hablaba, sonaba muy enserio lo que decía y reflejaba una especie de represalia en contra de Galeano. Se despojó de un maletín que puso en el escritorio sin pedir permiso–…pero no lo voy hacer. Me limitaré a mostrarle unas cositas, que tengo mucho interés que usted vea.
–Mire, oficial, puedo entender perfectamente a qué ha…
– ¡Cállese! Venga un momento–Galeano se aproximó al escritorio, y observó con temor cómo aquel grandulón sacaba un conjunto de archivos, que le entregó en sus manos–. Revíselos– Galeano, a ratos veía la postura del otro sujeto, que parecía sin vida, como si fuera un mobiliario más del recinto. Comenzó a pasar cada uno de los archivos, que eran recopilaciones fotográficas de una escena del crimen, que el escritor conocía bastante bien, y que de repente sentía ganas de tomar una de ellas y enviarla a la editorial como portada de su libro.
Ya había previsto la situación, tenía pensado no negar su entrada al Edificio las Camelias, hacerlo conllevaría a un toma y dame entre el escritor y Gary, en el que tenía claras perspectivas de salir perjudicado. Contra eso no podía luchar. Su defensa empezaría desde que estuvo adentro, negando en lo posible haber accedido al apartamento 45, pues tenía la coartada perfecta para ello.
Mientras veía las fotos de Trina bocabajo en el suelo, con un poso de sangre que nunca vio cuando la asesinó; hacía un gesto hipócrita de pudor, que el detective Renato no se tragaba ni con un vaso de ron, del más caro. Luego había fotografías de todas las evidencias: el celular delator dentro de una bolsa hermética, la silla donde Galeano estuvo sentado, la barra de mármol que aún reflejaba el ajetreo con el desplome de Trina, un pequeño empaque de plástico que asomaba en un hueco superior, dos boquillas de cigarrillos…
La última cajetilla…–dijo Galeano
– ¿Cómo dijo?
–Mire detective…si va a decirme lo que le comentó Gary…
–¡Ajá…!–El detective Renato esbozó una sonrisa abierta que mostraba sus grandes maxilares. Soltó una carcajada y se aproximó a Galeano, posó su mano en el hombro fuertemente, que el escritor sintió como si le echasen un saco de papas encima–. ¡Lo atrapamos, Efraín, lo atrapamos!– Se quitó el sombrero, y se lo puso a Galeano en un gesto de felicitaciones, luego volvió a quitárselo.
–Discúlpeme, oficial. Pero si está basándose en lo que dijo Gary, le puedo…
–A Gary lo mataron anoche, pedazo de malnacido–. Renato cambió por completo la expresión de su cara. El otro sujeto incorporó los ojos al detective, como esperando algo. El detective le quitó las fotografías al escritor, y empezó buscar por su cuenta–. Mírelo.
En efecto, Gary estaba sentado en el suelo con la espalda apoyada a una pared y su cara agachada, una mancha de sangre en el pecho le empapaba casi toda la camisa, y alrededor había residuos de lana esparcida como montones de plumas blancas. A su lado estaba una daga haciendo compañía a unas manos inertes apoyada en sus muñecas. Galeano sintió un aire de satisfacción, porque ahora se veía lejos de alguna evidencia que le inculpara. Pero sentía incomodidad del otro sujeto que parecía petrificado presenciando aquella escena.
Galeano estaba confiado, pero se había quedado sin palabras, esperaba que los detectives actuaran para responder sin titubeos.
Renato se dirigió al otro sujeto.
–Paolo, dile ya lo que tengas que decir.
Por fin, aquel personaje ya identificado, iba a participar en la escena. Galeano le impresionó la locuacidad tan fluida del hombre.
–Dígame algo Efraín, ¿Ha leído alguna vez a Galeano?– Galeano entró en un estado de asombro, temiendo por su propia identidad. ¿Cómo aquel hombre lo había descubierto? Estaba seguro de no haber dejado vestigios de su verdadera identidad en medio de comunicación alguna. Una especie de shock lo delataba ante los hombres, y sus palabras eran forzosas.
–Qué… qué… ¿Qué tiene eso que ver con la muerte de Trina?– Estaba en una realidad que nunca había experimentado en sus novelas. En un mundo donde sólo él era la víctima. No podía tomar control de la situación como lo había hecho antes, factor que lo volvió presa fácil para la justicia.
Paolo sonrió con ironía, y Renato lo miró con gran admiración. Se acercó a él, y en el mismo gesto de felicitación que había hecho a Galeano, se despojó del sombrero, y lo colocó en el cabello de Paolo como si fuera un perchero.
¡Galeano se dio cuenta de todo! Sus ojos se colocaron como par de monedas, duras e inmutables. Era mucha coincidencia: aquel hombre que apenas unos minutos se había hecho notar después de casi una hora de visita, pudo reconocerlo por completo. Aquel mentón verdoso y esa mirada bajo la corona del sombrero. Era el hombre que encontró en el edificio las Camelias, el que tenía atuendos de Gánster
– ¡Lo atrapamos, Paolo lo atrapamos!– Y volvió a reírse de manera extravagante mostrando la fortaleza de su dentadura.
–Sí. Usted ya me dijo que sí lo había leído. Y que le pareció Maravilloso– extrajo del saco un libro cuyo título rezaba Un abril para matar, con una mancha roja en forma de estela, lo extendió al frente de Galeano y lo abrió por la mitad mientras que el detective Renato comunicaba una orden por radio transmisor: »Suban de una vez. Suban.
Paolo sacó una hoja tamaño carta y un papelito arrugado, que parecían hacer las veces de un pisalibros.
–Tenga esto. Es una fotografía que no está en el recopilatorio que le dio el detective–Paolo le extendió la hoja tamaño carta. Renato los miraba como si aquello fuera una obra de teatro– ¿Se acuerda cuando me alcanzó el libro? ¿En el ascensor?– sostuvo en una mano el pequeño papel–. Se le olvidó que esto cayó de su bolsillo.
Le mostró aquel papelito arrugado que le dio Gary gracias al soborno de la botella de ron.
Un papel que parecía ser tan ingenuo e inofensivo, lo iría a colocar, en horas, tras las rejas. Extendió la hoja tamaño carta, y quedó impactado al ver que en la fotografía aparecía un hombre de espaldas, con una alforja colgada en el hombro, y una especie de portafolios en la mano derecha, que parecía ser el estuche de una computadora portátil. Estaba al frente de una puerta de colores añil, que tenía en la parte superior un pequeño letrero que decía: Apto 45.
Totalmente acorralado por pequeñas evidencias y el inminente protagonismo de un papel arrugado que le había dado un difunto, no encontraba razón creíble que negara el asesinato de Trina puesto que todo estaba en su contra ese día, ni siquiera su presencia en la fotografía podía excusarla ya que la alforja colgada en el hombro y detallada hasta en sus más pequeñas costuras, lo delataba reposando en la superficie del escritorio donde también lo delató el portátil con su obra en PDF escrita.
–Yo bajé y le tomé esa foto a usted, Efraín– concluyó Paolo con risa irónica.
Se escuchaban unos pasos de botas que se acercaban al aposento. Irrumpieron dos oficiales armados y, ante la orden del detective: llévense a este pedazo de mierda, sometieron a Galeano con dificultad ya que este se oponía. Una vez esposado, empezó a maldecirlos, y a decir cualquier clase de improperios. Al borde de la locura, llegó a delirar y decir incoherencias, según la aseveración del detective Renato.
– ¡Suéltenme! ¡Suéltenme! ¡Yo soy Galeano, suéltenme!
Los oficiales se llevaron a Galeano, Paolo salió detrás de ellos. Renato se quedó observando aquella estancia, buscando virutas de la presencia de Trina. Por último su mirada se fijó en la siniestra portátil y en una botella de ron que estaba completa, la tomó y la ocultó bajo el saco, temiendo que el presupuesto no alcanzase para comprar una igual y celebrar la detención del asesino.
Pasaron meses desde aquel día. Renato Amundaray estaba en la cola de la licorería para cancelar unas birras que llevaba en mano. La vendedora, muy parecida a Gary, le esbozó una sonrisa recibiendo el pago de las birras. Renato fijó su mirada en el anaquel adyacente, y vio un tramo con la revista de noticias que exponía el título: Sentencia para Efraín. El caso de la víctima de Curamichate se cierra. Más abajo estaba la nueva publicación de Galeano, sobresaliendo en todos los rankings y a punto de posicionarse como nuevoBestseller.
Gracias, ¡que le vaya a bien!– dijo la vendedora.
–Igual a usted. Por cierto, ¿En cuánto tiene la novela de Galeano?
Así fue: a Galeano lo sentenciaron a treinta años de prisión, y para todos sus abogados y compañeros de celda, siempre fue Efraín aunque él dijera lo contrario, y recalcara mil veces que era Galeano: el escritor de bestseller.Simplemente para ellos, era un loco sumergido en otro mundo, un loco al que le atribuyeron por culpa, la víctima de Curamichate.
En esos meses la gente rondaba a paso lento por las calles de la licorería. Había una depresión que se reflejaba en las esquinas, una depresión que era marca patente del edificio Las Camelias. Cualquier persona que anduviera por el piso tres, se hundía en llanto, sin tener voluntad propia para salir de él. Se hicieron algunas diligencias, para restringir el piso de personas inocentes y errantes.
La multitud de las calles era monótona. Todas las personas tenían su mirada obscura y las caras gachas, con la nueva publicación de Galeano aferrada al pecho, y que cuando la abrían en sus últimas páginas, se invadían de una realidad que las hacía ver una figura fantasmal al lado de las Camelias, sólo en las noches, porque así lo relataba la última obra bestseller.
Ahí quedaba el espectro de Trina, expuesta a la vista de miles de lectores deprimidos como lo había estado ella, ahí quedaba condenada a la eternidad, como condenado había quedado Efraín a treinta años de prisión y como condenada estaba la editorial Turpial, de no publicar por treinta años más, las obras de Galeano.
4 de Mayo de 2018 a las 00:04 0 Reporte Insertar Seguir historia
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Fin

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