laitoned Edwin Laiton

Luego de una jornada de clases en el séptimo grado, Pingo se lanza junto con su primo y sus amigos en una aventura cotidiana que tiene como fin pasar una tarde muy divertida en el río que pasa cerca del pueblo. Buscan disfrutar del agua cálida y cristalina. Sin embargo, el río tiene otros planes para los chicos, quienes terminan viviendo, cada uno a su manera, una emocionante experiencia con un final inesperado.


Cuento Todo público.

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AGUA BLANCA

Era el mediodía y todos en el salón de clases esperaban impacientes por el sonido del timbre que indicaba el final de la jornada.

Pingo observaba fijamente su reloj de pulso del Rey León mientras decía en su cabeza:

Doce y un minuto y veintidós segundos, doce y un minuto y veintitrés segundos, y veinticuatro segundos, que eternidad, y veinticinco segundos.

Finalmente, el sonido de la chicharra brotó de la profundidad del pasillo que comunicaba los salones del séptimo grado. No hubo tiempo para despedirse de los amigos, todo era un caos; había niños corriendo en todas las direcciones. Pingo se las arregló para eludir la montonera y ya se encontraba en el patio principal. Subió la escalera que desemboca en las carteleras escolares a toda prisa, sus enjutas piernas parecían un remolino. Otra escalera para llegar a las zonas verdes, y una más para cruzar la portería y avistar la calle, todo de un solo tirón. Lo que más deseaba era llegar cuanto antes a la casa de la señora Julia; contigua a los chorros, comer el delicioso guiso de lentejas de los jueves, hacer las tareas y disfrutar de la tarde libre; talvez jugando fútbol, o a lo mejor rodando «garbinches», como se les llamaba popularmente a éstas pequeñas esferas de vidrio.

Tan pronto como estuvo en la calle se disponía a marchar imperturbable en dirección a los chorros cuando un pensamiento lo detuvo.

El Orejón me pidió que lo esperara, casi lo olvido—pensó fastidiado—es una tortuga, nunca va a aprender a moverse rápido.

Pingo relajó sus piernas y zafó la mochila de su espalda, compró un helado de coco y nada más un par de mordiscos y el chico de los prominentes pabellones auditivos, las mejillas rojas y un leve sobrepeso asomó en la puerta principal del colegio escudriñando entre la multitud en busca de su primo.

Aquí estoy, o es que no me ve—profirió Pingo mientras tragaba el helado de un solo bocado para evitar compartirlo.

El Orejón se alegró de encontrar a su primo.

Caminaron presurosos por las calles empinadas a pesar de los quejidos del Orejón quien odiaba el esfuerzo físico. Algo de sudor asomaba en sus rostros. Caminaban en dirección del parque principal y mientras lo hacían discutían quien era mejor en los juegos. Atravesaron el parque un tanto jadeantes y se escurrieron por la única calle en bajada de su recorrido para adentrarse en el barrio Camposanto. La casa azul de la señora Julia distaba de unos cuantos pasos.

El Orejón se detuvo con evidente agotamiento.

Ahorita voy primo, quiero refrescarme en los chorros.

Pingo se adentró en la casa. Nada más llegar a su habitación y el estruendo de un manotazo tronó en la puerta propinándole un buen susto.

Casi no llegan, ¡qué demora la de ustedes!, hace rato los estamos esperando—exclamó el arrebatado.

El Mono era un adolescente fuerte y delgado de ojos azules y profundos, pelo dorado y pecas en la nariz. Estaba tan chiflado que no existía un mejor apodo para él.

Esperando para qué—inquirió Pingo.

No hubo respuesta, pero si un grito eufórico:

¡Juanca, ya llegaron! —exclamó sacando la cabeza hacia el pasillo de la pequeña casa.

Un nuevo manotazo en la puerta y un nuevo grito: —¡quítese el uniforme y póngase una pantaloneta! — sentenció mientras corría despavorido por toda la casa.

En esas aparecía el Orejón y era machacado a cocotazos por parte del primate.

Juanca ignoró el desorden del pasillo e irrumpió en la habitación saludando a Pingo con su seriedad habitual y sus ínfulas de adulto que se auto confería por ser el mayor.

Vamos y les muestra lo que le enseñe. El Orejón no cree que usted ya aprendió a nadar—dijo con voz grave.

Nadie me dijo que hoy iríamos al río—repuso Pingo un tanto contrariado.

Se nos ocurrió hace un rato cuando la señora Julia se fue al mercado.

Mejor muévase que ya no tarda—chilló la voz del Mono parado en la puerta mientras tapaba la boca del Orejón con su enorme mano.

Muy bien, pero es que tengo hambre, y también tengo que hacer las tareas— argumentó Pingo.

Se volvió bobo o qué—alegó el Mono.

Juanca estampó su fría y morena mano en el pecho del Mono y tomó la palabra mientras clavaba sus oscuros ojos en los ojos del más chico.

Se hará lo siguiente—dijo entrañablemente. —Esta noche antes de jugar «Chinchón» yo le ayudo con las tareas. Por el almuerzo no nos preocupemos. Algo se no ocurrirá en el camino.

Pingo sabía que ineluctablemente Juanca lo convencería de ir al río, así que después de permanecer absorto por un breve instante esbozó una gran sonrisa y repuso:

¡Hecho! Vámonos ya, antes de que regrese la «seño».

Por fin el Orejón pudo liberarse del abuso del alienado y preguntó: —alguien me puede prestar una pantaloneta—luego ya no supo de donde le venían los cocotazos y los pellizcos.

En medio de risotadas, bromas e insultos se esfumaron por la calle que conducía al cementerio. Los cuatro corrían, se empujaban, se retaban, eran como una camada de cachorros que nunca paraban de jugar.

Pingo creía que el cementerio era un lugar extraño, y siempre que pasaba por allí recordaba que la casa donde vivían él y sus tres amigos, según contaba la señora Julia, se soportaba sobre el suelo de lo que años atrás fuera la necrópolis del pueblo. Aquel día por fin pudo dilucidar el origen del nombre del barrio donde vivían, pero evitó pensar más en ello.

Doblaron una calle después, siempre de prisa, y se toparon con las escaleras de piedra tallada que conducen al puente sobre el río Suárez.

El Mono hacia alarde de sus destrezas mientras caminaba, manteniendo el equilibrio por la baranda del puente; hecha de concreto, y de no más de veinte centímetros de espesor. Extendía sus largos brazos y los meneaba para mantenerse estable, a la vez que cantaba y se burlaba de los otros que no eran capaces de imitarle.

Pingo observaba la intrépida danza sobre el abismo con cierto temor, pero estaba seguro de que el Mono no se caería porque era muy ágil; nunca se asustaba y nunca miraba hacia abajo.

Salieron del pueblo y atravesaron la vía nacional hasta llegar a la trocha que llevaba directo al río Agua Blanca. El día no era muy soleado, pero hacía calor suficiente para querer refrescarse. Entonces se vieron tentados a robar naranjas y mandarinas en las fincas de paso. Por primera vez hacían silencio y se movían con cautela. Los dueños de las fincas nunca hubieran reparado en que los chicos tomaran las frutas, pero lo emocionante era creer que si los descubrían los perseguirían con perros bravos y armas de fuego.

Todo era sigilo. Juanca le hacía «pate gallina» a Pingo para que alcanzara las naranjas más dulces y una espina rayaba suavemente su pierna. Unas gotas de sangre y un leve escozor, gajes del oficio. El Mono y el Orejón improvisaban bolsas con sus camisillas y las atestaban de mandarinas y guayabas. Luego una retirada perfecta y un botín de lujo. A partir de allí se dedicaron a comer, gritar y correr hasta llegar al pozo.

El pozo al que llamaban ‘Las Escaleras’ era una enorme masa de agua de más de dos metros de profundidad en promedio. Rodeado por una estructura de gradas y un enorme y macizo bloque de concreto que se adentraba en el agua y servía de plataforma para los clavados. Los menos hábiles usaban la escalera de cemento para sumergirse.

El Mono tenía por costumbre correr desaforadamente en los últimos metros y lanzarse con vehemencia dando un gigantesco salto desde la plataforma hasta caer de cualquier manera en el agua cristalina. Poco le importaba el estilo, o golpearse con la lámina de agua. Hasta los peores ‘planchazos’ parecían no inmutarle y mucho menos dolerle.

Sin embargo, esta vez, a pocos pasos del gran salto se detuvo súbitamente mientras los demás corrían para indagar un poco más.

¡Joooo!, miren el río como está de endemoniado—alegó el Mono

Yo así no me meto—agregó Pingo—la corriente está muy fuerte y hay mucha turbiedad.

El aguacero de anoche—dijo Juanca—me imagino que arriba llovió más duro.

¿perdimos el viaje? —preguntó el Orejón.

Lo perdería usted—repuso el primate mientras aullaba y desaparecía en el agua turbia haciendo una zambullida de escándalo.

El Mono apareció veinte metros más abajo de las gradas arrastrado por la inclemente corriente. Juanca esbozo una sonrisa y rodeando con el brazo a Pingo sentenció:

Usted ya es un nadador, hoy nos figuró pelear con el río, pobre el Orejón que no sabe nadar.

El Orejón no apartaba la vista del agua enfurecida mientras chupaba la mitad de una naranja, y temía que lo obligaran a tirarse. Estaba pálido y aterrado.

Prolijamente Juanca dispuso sus tenis y su camisa en un costado de la plataforma, luego se echó a correr y dejó ver todo el poder de su empírica y depurada técnica que le permitía entrar en el agua sin apenas salpicar ni hacer ruido. Era como una aguja clavándose en una gelatina. Apenas y la perturbaba. Al clavado exquisito había que sumarle su capacidad de desaparecer por dos o tres minutos bajo el agua para luego asomar en cualquier parte del pozo, la cual elegía a placer según parecía.

El Orejón había retrocedido y se hallaba en un barranco cerca de la entrada. Su postura indicaba que se encontraba listo para correr como un medallista olímpico en caso tal de que alguien quisiera acercarse a persuadirlo de lanzarse al agua. Mientras tanto Pingo miraba el río y esperaba fascinado a que Juanca apareciera y le diera ánimos para cuando llegara su momento.

Apareció aguas arriba, incluso más allá del pozo, sin que nadie supiera como hacía para vencer la corriente y aguantar la respiración, aunque él mismo aseguraba que en el fondo la corriente era más débil y que la clave era relajarse para no sentir la necesidad de tomar aire. Tan fácil de decir, pensaba Pingo mientras batía los brazos como una gallina y se acercaba al Orejón.

¡Venga orejitas!, no dirá que está asustado. ¡Eso ni yo que soy un año menor y también estoy aprendiendo a nadar!

Pero usted sabe más que yo.

Venga, no vaya a correr, o sino el Mono y Juanca lo alcanzan y lo tiran desde arriba. Mejor venga y nos metemos por la escalera.

No, yo no soy capaz. Mejor me voy antes de que se salgan del agua.

¿Y se va a ir solo?, usted ni siquiera se sabe el camino, si se pierde nadie lo va a buscar.

Pingo vámonos. Vámonos a jugar en la casa. ¿Sí?

No sea cobarde Orejón. Solo un ratico y nos vamos.

Y qué tal que me pase algo.

Deje la bobada, no le va a pasar nada, vea yo le doy mi palabra de que así crecido es igual de fácil nadar.

¿Y la corriente?

Solo hay que nadar y atravesar como nos enseñó Juanca.

Me da miedo

Así nunca va a aprender, váyase solo entonces—repuso Pingo mientras se daba media vuelta.

Pingo, ¡espere! —el Orejón dio un paso adelante—me voy a meter, pero que conste, si me pasa algo usted responde.

En el fondo, el Orejón estaba convencido de que algo malo le pasaría, pero no quería decepcionar a su primo.

¡Así se habla Orejón! Hoy nos consagramos como nadadores, confíe en mí.

Los otros dos nadaban y jugaban a «la lleva». Se perseguían con todas sus fuerzas y luchaban como peces gigantes en una sesión de cacería.

Por fin se van a meter las «nenitas»—gritó el Mono sin aire suficiente.

A eso vinimos—respondió Pingo mientras juntaba su hombro al del otro y descubría que el Orejón temblaba como gelatina.

Que se tire primero el Orejón—sentenció Juanca.

¡Ooooreejas, Ooooreejas, Ooooreejas! —animaba el Mono.

Pingo notó que la presión y el miedo, estaban haciendo estragos en el Orejón quien estaba a punto de estallar en llanto.

Se quiere tirar primero—inquirió Pingo con previo conocimiento de la respuesta.

El Orejón movió su cabeza levemente de un lado a otro mientras le lanzaba una mirada lastimera.

Los dos al tiempo—sugirió Pingo para alentarlo.

El Orejón sabía que no había marcha atrás. Ni el peor de los llantos ni la mejor de las excusas le valdrían para rehuir.

Pingo le extendió su mano para que la tomara y tuviera más confianza.

sueltos—dijo el Orejón con voz temblorosa mientras miraba sus propios pies.

Estaban parados en el escalón más próximo al agua, podría ser el cuarto o el sexto escalón, no se sabía; el río estaba muy crecido. No había espacio para tomar carrera, medio paso hacia atrás era todo el impulso para el salto. Pingo se sintió emocionado. El Orejón presentía lo peor.

¡A la una, a las dos, a las dos y media!

Mientras Pingo hacia el conteo el Orejón sentía que se iba a desmayar. El agua agitándose, ahora lo mareaba más que de costumbre—que pase lo que tenga que pasar—pensó resignado mientras cantaba el «tres».

Una vez en el agua todo era oscuridad y caos. Pingo intentaba sacar la cabeza, pero la enloquecida corriente lo arrastraba con tanta fuerza que lo ataba y lo aturdía con estruendosas sacudidas. Durante estos segundos caóticos, se lamentaba por su primo que no sabía nadar y se esforzaba en estirar manos y piernas para encontrarlo, para sujetarle y ayudarle. Su lucha era en vano, pero estaba convencido de que hallaría al Orejón en esa agitada mezcla de agua, barro, arena y frenesí. Lo hallaría y luego lo tomaría por el brazo.

Un estrepitoso golpe en la espalda lo desvió de su empeño, la adrenalina se disparó y ahora más que nuca deseaba sacar la cabeza y tomar un poco de aire. Hizo uso de todas sus fuerzas y casi lo lograba, pero la adrenalina se convirtió en horror cuando notó que por encima de su cabeza no había más que agua y concreto. La furia del río lo había incrustado por debajo de la placa de cemento. Se desesperó como un escorpión rodeado de fuego. Luchaba sin tregua en busca de una salida de aquel laberinto de muerte, espasmos frenéticos brotaban de su cuerpo que reclamaba oxígeno, sufría mientras su mente se enfocaba con espanto en saciar esa maldita necesidad de respirar.

Pingo estaba tan alterado que creía que lloraba de sufrimiento, pero cómo saberlo. Sus manos se estrellaban una y otra vez con la mole de concreto y sus pies se sacudían con tanta fuerza como nunca había logrado en los entrenamientos de fútbol. El dolor era insoportable y empezaba a sacudirse involuntariamente.

De repente sus brazos se aflojaron y sus piernas apenas se meneaban, pero su mente se aclaró. Entonces creyó comprender la importancia de relajarse. Vagamente pensaba que había sido muy «bruto» al luchar frenéticamente en oposición a las indicaciones de Juanca. Pero esto no era lo único que pasaba por su cabeza; cientos de imágenes, personas, momentos y recuerdos lo invadían simultáneamente. Podía ver el balón rebotando violentamente contra el poste después de aquel impecable zurdazo que metió la otra noche, se lamentaba por las lentejas, y veía a su hermano dándole un regalo gigante en su cumpleaños. Se veía en una mesa jugando cartas y riendo a carcajadas con Juanca mientras la señora Julia veía la televisión, había una imagen de su profesora que lo felicitaba y lo abrazaba por ser el mejor de la clase, luego se calzaba sus tenis favoritos y corría perseguido por Motas, aquel cachorro adorable que murió espichado por ese camión, también veía los pinos de la finca de su abuelo Polito que crujían animados por el viento y entonaban una melodía suave y gélida.

Las imágenes continuaban atravesando su cabeza como los rayos del sol atraviesan a la atmósfera, y por fin aparecía la imagen que más amaba; la imagen de su madre. Tan radiante, tan hermosa y altruista. Sonriendo tiernamente mientras lo sostenía en sus brazos y le acariciaba. Y ahora él se quería ir, su madre se oponía, pero él quería marchar hacia otra parte.

Se empezó a sentir muy feliz. Se hallaba plácido. Jamás es su corta vida había sentido tanta paz. Su mente se empezaba a llenar de una intensa, hermosa y cálida luz, y aquella luz lo colmaba de ambrosía. Anhelaba permanecer en ese estado para siempre. Ya el agua no le desesperaba más, ahora era su mejor protectora, era su aliada en aquel momento de regocijo. Pingo se sentía aferrado a aquella sensación sublime que lo recorría de pies a cabeza. En su poca conciencia, había encontrado un oasis de existencia.

Inesperadamente, una extraña energía irrumpió e intentaba arrancarle su tranquilidad, no sabía lo que era, pero quería eludir aquella influencia, quería que desapareciera y que no se interpusiera entre él y su dicha. Justo cuando casi se deshacía de su conciencia que retrasaba el regocijo total, un no sé qué externo se empeñaba en arruinarlo todo. Nacía en el interior de Pingo, una leve sensación de malestar que prometía propagarse hasta invadirlo completamente. Sintió odio y repulsión hacia aquella misteriosa fuerza y se negaba a que le arrancaran de su sueño, no quería perder aquella linda fantasía que en algún momento fue tan diáfana. Esta indeseable fuerza lo llevaba de nuevo al sufrimiento, a la vertiginosa lucha por aquello que ya había olvidado. Aparecieron nuevos e insoportables estremecimientos. Era empujado hacia el dolor y asistía al retorno brusco de aquella angustia que nadie elige.

Todos los padecimientos se multiplicaban, así como su desprecio hacia eso que no lograba reconocer. En un instante tan fugaz como su delirio, lo habían arrancado de su paraíso. Su fantasía se le escapaba por la boca y por la nariz, a la vez que regresaba la lumbalgia y el escozor en la pierna. En eso, aquella fuerza, ahora fría y morena, afín liberaba su axila dejando nada más que marcas y dolor.

Juanca sonrió consternado mientras le oprimía el pecho y era salpicado por agua y arena que emergían de las fauces. El Orejón estaba en el barranco complacido de no haber tocado el agua. El Mono salía del pozo a por él.

6 de Marzo de 2018 a las 17:08 0 Reporte Insertar Seguir historia
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