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Laurence era un vampiro, un ser destinado a persistir solo si bebía la sangre de frágiles e ingenuos humanos. Sin embargo, no abrió sus ojos de un día para el otro siendo ya un monstruo, consciente de cómo debía actuar y «sobrevivir» en aquel lúgubre mundo. Hubo un inicio; donde Laurence vagó sola, convertida en una bestia que ella despreciará y querrá aniquilar. Hubo un durante; cuando en la angustia, descubrirá quien la transformó en la peor de las asesinas. Hubo un después; en el que convivirá junto a Pierrick, su salvación y la causa de su peor maldición. Esta es la historia de Laurence, la infausta historia de un chupasangre. Libro 0.5 – Cuentos de Kaspolq. Copyright © Angel Blue


Fantasía No para niños menores de 13.

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Capítulo I


Por siglos, Laurence revivió con nitidez cada fragmento de aquella noche; cómo los dientes del monstruo penetraban su piel, ingiriendo ávidamente su dulce sangre; cómo sus garras la paralizaban, impidiéndole el movimiento y dificultándole la respiración; cómo sus pulmones exigían más oxígeno porque no era suficiente el aire que los envolvía.

Cada instante, cada segundo, cada pensamiento quedó grabado en sus reminiscencias; los olores, las tonalidades oscuras de ese trágico evento, los ruidos y gritos de los pocos lugareños, que resistían ante la presencia de esos nauseabundos chupasangres. Aunque en su caso era inútil oponerse, pues solo conseguía enfurecerlo.

«¿Entonces ya llegó mi hora? Moriré, ¿no?». Muchas preguntas cruzaron por su mente, siendo tal vez sus últimas reflexiones como mujer, como persona. No obstante, estaba convencida de algo: había fracasado como cazadora.

Años de duros entrenamientos, fatigosas ejercitaciones y lágrimas de amargura: todo echado a perder.

Con la poca voluntad que aún le quedaba, abrió sus ojos. Se torturó a sí misma y examinó sin aliento lo que subsistía de su casa, de sus amigos y familiares.

Su pequeño pueblo, en el cual había nacido y crecido, estaba en llamas. Las voces, sus únicas compañeras hasta ese entonces, ya ni siquiera se escuchaban. Nadie pedía ayuda. Ellos habían destruido su hogar, abatido los cultivos y destrozado cualquier forma de vida que alguna vez había existido.

Pudo olfatear distintos hedores; serrín, humo y sangre. Quería vomitar, pero con su debilidad no lograba ni sacudir las puntas de los dedos. Su cuerpo estaba inerte, vano de cualquier emoción y sentimiento; ya no sentía ni dolor, ni frío. Deseaba simplemente olvidar esa desventura, esa horrible desgracia.

El vampiro que estuvo vaciándola de cualquier flujo, había ahondado las uñas en su mórbida carne. Laurence soltó un gemido de aflicción. Él deseaba hacerle daño, romperla en mil pedazos, verla sufrir y convulsionarse.

Si bien no le dio esa satisfacción.

No combatió.

No lloró.

No le rogó detenerse.

Quedó quieta, esperando pacientemente a que su frágil corazón dejara de latir. Quería frenar su jadeo y caer de una vez en los abismos del infierno, con tal de terminar sus penas.

El tiempo transcurrió tan rápidamente que nunca logró repasar con lucidez lo sucedido. Tenía veinte años cuando la convirtieron en un espectro, en un animal, en uno de los más temidos depredadores del mundo. Al principio no poseía memoria de su pasado; quién fue o qué hizo.

De la nada la habían transfigurado en un mezquino demonio, cuya necesidad era sustraer la longevidad de inconsistentes individuos y hospedar en una tierra moribunda, donde el sol era una lejana alusión; una fantasía que pertenecía en antiguos cuentos.

El primer día fue difícil: contempló estoica los sesos de aquellas personas que habían sido diestramente asesinadas por los vampiros y no le importó el resultado de esa masacre. Ignoraba el espantoso tufo ocasionado por la putrefacción de los cuerpos. Su cerebro estaba rodeado por una neblina que le imposibilitaba formular cualquier razonamiento. Anhelaba exclusivamente una cosa: sangre.

Tenía sed, alguien la controlaba tal cual una marioneta mientras la verdadera Laurence flotaba en algún lugar apartado de su mente.

Sus piernas se movían por inercia; necesitaba nutrirse, todas sus moléculas lo exigían. Extrañamente, se sentía bien, como si la noche anterior no hubiera ocurrido jamás.

Ese esqueleto que caminaba con parsimonia hacia un punto indefinido, no tenía nada que ver con la vieja Laurence: una entidad desconocida tenía el control sobre ella y sobre sus verdaderos propósitos.

Sin embargo, arcanos mormullos la visitaron durante aquel entumecimiento, mientras iba deambulando como un alma atormentada.

«Laurence... Laurence… Laurence…», decían esos ecos tan alejados en su cabeza adolorida.

«¿Laurence? ¡Déjenme en paz!», contestaba aquel monstruo, que vivía ahora en el espíritu de la chica.

Aún no comprendía que era su verdadero nombre, que ella fue una mortal como los otros, con sueños y esperanzas; con recuerdos y alusiones que se hallaban ahora perdidas en lo más insondable de su ser.

¿Quién era? ¿Qué cosa era? ¿Qué estaba haciendo? Ninguna de esas inquietudes traspasó por su cerebro cuando posteriormente encontró lo que le apetecía: un sobreviviente.

Ahora había adquirido nuevas habilidades y su mecanismo no funcionaba como el de los humanos.

Sus ojos ya no eran grises, habían adoptado un negro en el que era imposible diferenciar la pupila con el iris. Tenía la perspicacia de un falco, que escrutando a su presa, agudizaba la vista en búsqueda de comida.

Y sus reflejos mejoraron: las vibraciones y los ruidos eran fáciles de identificar.

Era una piedra indestructible.

Era una diosa.

En fin de cuentas, Laurence aún no era juiciosa cuando hizo aquel gesto que la clasificó como homicida. Posteriormente, cuando ese monstruo dejó de esclavizarla y ella tuvo un poco de sensatez, asumiría con horror lo que había hecho. En lo que se había transmutado.

No probó ni un poco de rencor cuando se acercó a su botín. El muchacho estaba herido y era muy joven, aunque consideró irrelevante aquella información. ¿A quién afectaba como era físicamente su cena? A ella no. El clan de vampiros que había atacado a su pueblo ya no circulaba por aquel lugar, escondido justo detrás de una enorme montaña; quedaban los restos de su comida, las cenizas del incendio y las casas deterioradas.

Pese a ello, Laurence rondaba entre los cadáveres como si de un fantasma se tratara, intentaba con cuidado no pisotear esos rostros desfigurados en muecas de miedo y terror. Quedaban ella y su víctima. La seguía el sonido del viento y las facciones de las dos lunas, que la contemplaban con severidad.

«Esa no eres tú», le susurraban suavemente las voces.

«No sé quien soy», refutaba ella, en su inconsciente guerra interior.

Con la mirada estudió al adolescente. Tenía los párpados entrecerrados. Sus profusos rasgos mostraban una expresión agotada.

No se percató de la presencia de Laurence hasta que ella estuvo lo adecuadamente cerca.

—Laurence… Estás viva… —había murmurado aliviado. Se encontraba entre dos cuerpos vaciados, si bien el cansancio le impedía fijarse en ello—. Laurence, ¿hay supervivientes? —formuló.

Ella estaba examinando su cuello, donde las venas estaban ahí, incitándola a agacharse y morder. No platicó, olvidó como se hacía.

—Laurence…

Un relámpago desgarró el cielo oscuro e iluminado por un sinfín de estrellas y fue entonces que él pudo mirar desconcertado la tenebrosidad que la rodeaba.

Hermana…

Esas fueron sus palabras antes que Laurence se inclinara a ingerir toda su linfa. Sus caninos se habían extendido, clavando los tejidos de ese chico que fue su familiar más cercano.

Meses después, cuando Laurence hubo bebido litros de sangre y su bestia decidió entrar en hibernación, la razón se apoderó de ella. Pero era demasiado tarde: había aniquilado aldehuelas enteras, ella sola, con su demonio hablándole, señalándole que estaba haciendo lo correcto.

Cuando recobró la cognición, percibió algo: ya no era Laurence.

Arrodillándose, gritó. Lloró su tristeza.

Su cabello rojizo, como la sangre de los inocentes que había exterminado, le disgustó.

Su piel blanca, ahora impregnada de un líquido rojo, la estremeció.

Su nariz puntiaguda olfateó aquella fetidez de defunción que la recubría, nauseándola.

Sus ojos, deslucidos, observaron mortificados ese ambiente agreste y marchito.

¿Qué había hecho?

Era una asesina.

Era un monstruo.

Era un vampiro

4 de Marzo de 2018 a las 18:09 0 Reporte Insertar Seguir historia
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