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El techo blanco

   Cuando el señor Alberto despertó aquella mañana de un sábado veintitrés de noviembre, lo primero que vió fue el blanco techo de su habitación como lo había hecho desde hace cinco años. Contempló su color por al menos diez minutos mientras el rostro de su difunta esposa rondaba por su cabeza. Acostado en su cama, con su pijama de camisa y pantalón celeste claro, sintió cómo su cuerpo se hacía más viejo en cada segundo. Su espalda le dolía hasta en postura de reposo. No podía creer que sus años de juventud habían pasado y que ahora su mundo giraba alrededor de visitas al doctor y pastillas nuevas para dolores nuevos. Aún podía recordar cuando era apenas un niño de cinco años que jugaba al fútbol en la cuadra de su casa pero todo eso había quedado en el pasado y, ahora, sólo era un viejo de ochenta años. 

   La alarma del reloj que tenía en su buró interrumpió su desdicha y la apagó de un manotazo. Se sentó con dificultad sobre la cama y suspiró con cierta alegría. Hacía tiempo que no veía con optimismo el día por venir. Sin embargo, hoy era un día distinto, ya que, como él sabía, éste sería el último día de su vida. 


    Tal como lo había planeado, el señor Alberto, caminó las seis cuadras que recorría cada sábado con destino al supermercado. Según él, para no levantar sospechas. Había planeado morir esa misma tarde a las 6 p.m. y no quería que la señorita del cajero tres (que él creía fisgona), fuese a su casa a visitarlo porque no lo vió comprando en el super como de costumbre. En su defensa, el anciano tenía razón. La cajera, Marta, era una jovencita que apreciaba mucho al señor Alberto. Había ido en más de tres ocasiones a visitarlo por lo mismo, hecho que los hijos del viejo apreciaban mucho. Pero el señor Alberto no tanto. Le molestaba que le preguntara sobre su vida personal y, sobre todo, no quería ver a la cajera en su casa. 

   El viejo tomó una caja de cereal sin azúcar, unas cuantas frutas que en unos días se tornarían negras, leche (para el cereal, obviamente), pasta, pollo y unos cigarrillos. Pagó en efectivo y saludó a la joven Marta, haciéndole saber que se encontraba bien y que sus hijos y nietos también. Aunque en su mente sólo pensó en cómo su día acabaría y cómo la chica tomaría la noticia. Tal vez así podría enseñarle que preguntarle a la gente cómo se encuentra, en realidad, no significa nada. Le pagó en efectivo y contó cada centavo antes de entregárselo a Marta. Ella le sonrió y le deseó un bonito día. Él sólo asintió con la cabeza e hizo una mueca que fingía ser sonrisa, tomó sus bolsas y salió de ahí con apuro.


  Siendo fiel a sus típicos sábados, el señor Alberto se dirigió al parque a sentarse en una banca para hacer absolutamente nada. Para él, de eso se trataba la vida de un viejo. Su esposa, que en paz descanse, trató más de una vez hacerle ver que la jubilación no era tan mala. Le sugirió irse de viaje pero él creía que ya no tenía la edad suficiente. También le mencionó que podían ir a visitar a sus hijos más seguido, pero él no quería ser una carga para ellos. El anciano siempre fue un hombre ocupado, de niño consiguió su primer trabajo boleando zapatos. De adolescente, hasta llegó a comprar un auto por los múltiples trabajos que tenía e, inclusive, pudo hacerse cargo de sus propios estudios. Ya casado, consiguió un buen empleo y fue directivo de una empresa reconocida. Nunca en su vida había estado sin hacer nada. Después de jubilarse comenzó a sentir que su vida no tenía sentido pero logró entretenerse arreglando relojes de vecinos, amigos y familiares pero no era una tarea que lo mantuviera lo suficientemente ocupado y cayó en depresión poco a poco. Sin embargo, cuando todo le pesó más, fue en el momento en que, un día, cuando estaba sentado en su sillón café viendo la televisión, su esposa, quien se encontraba sentada a un lado de él, comenzó a sentirse mal y, con sus dos manos, se tocó el pecho. En ese momento, Alberto observó los ojos de su esposa y le dijeron que algo andaba mal. Al día siguiente, ella falleció y lo único bueno que quedaba en la vida del viejo, se esfumó por completo. Por eso mismo estaba ansioso por terminar con esto. Hacía cinco años que había muerto y diariamente despertaba pensando en ella. Sabía de antemano que no había sido el mejor esposo. Había trabajado hasta tarde en su vida laboral y aún de anciano no le prestó suficiente atención, pues buscaba cualquier excusa para no estar en casa y ella, a pesar de todo, siempre lo recibía con su mejor sonrisa. Ya no tenía mucho sentido para él seguir viviendo si no estaba la mujer de su vida con él pero, en su defensa, lo intentó por años. Lo hizo por sus hijos y sus nietos. Creyó que así habría querido ella. Pero él sabía que no lo necesitaban. Nadie lo hacía y era hora de irse.

   Para la una de la tarde, decidió regresar a casa pero primero se paró en el restaurante favorito de su esposa y compró su comida favorita. Al llegar a casa, preparó la mesa. Tomó dos pares de los cubiertos y las vajillas especiales que guardaron por años, los colocó sobre la mesa y se sentó en a un lado de la cabecera. El señor Alberto, por primera vez en años, se sintió feliz de estar en casa porque esta comida sería como la que tuvo con su esposa años atrás:

- Traje tu comida favorita. Sé que no es la gran cosa pero por alguna razón a ti te encantaba. Sólo es sopa. Nada más. Pero lo traje para ti. ¿Te acuerdas que esta fue nuestra primera comida de casados? Teníamos veinte años. Tú, toda jovencita, intentaste hacer una comida elegante que ni recuerdo cuál era y yo no fui de mucha ayuda. Ya sabes que la cocina no es lo mío. Te vi batallando con todo pero tú no dejabas de reírte de lo mal que estaba saliendo. Terminé comprando esta sopa, de un restaurante que estaba a tres cuadras. Nos serví y te senté en mis piernas. Te disculpaste del desastre que habías causado y te dije que no había problema. Al final, dijiste que esa sopa te supo a gloria y cada veintitrés de noviembre me trajiste a casa un plato de ese restaurante...

   De un momento a otro, el señor Alberto se quedó en silencio como si hubiese olvidado que hablaba con su difunta esposa. Se quedó mirando al vacío un largo rato. Si una persona lo hubiese visto, habría creído que ya se había ido pero no. Sólo estaba en silencio. Minutos después, el viejo terminó su sopa, recogió la mesa y limpió los platos. Al terminar, miró el reloj de la cocina. Eran las 4:40 p.m. Decidió que era momento de prepararse. 

   Durante esa casi hora y media que le quedaba de vida, el anciano, primeramente, se tomó un baño y se vistió con el traje más elegante que tenía. Limpió sus zapatos hasta que quedaron relucientes. Preparó su buró con las pastillas blancas con las que moriría y, junto a ellas, un vaso con agua. Sólo le faltaba una cosa por hacer. Se sentó en su cama y miró alrededor. Vió las fotos de sus hijos y nietos en los muebles de su habitación. Sonrió y tomó una libreta y pluma que guardaba en su cajón de su buró y escribió: "Perdón." Paró por un minuto, notó que su mano le temblaba más de lo normal pero con un suspiro, decidió continuar: "Sé que no es la forma en que querían que me fuera ni en la que su madre quería que la volviera a ver pero la anhelo más que nada en este mundo. Muero por estar junto a ella." Por último, firmo: "Al." 

   Colocó la libreta abierta en la cama. Tomó las plastillas y las colocó, torpemente, en su palma y con la otra mano tomó el vaso. Suspiró una vez más y encontró la calma al pensar en su esposa. Pensó en esa tarde que probó por primera vez la sopa. Aún la sentía en su boca. Pensó en ese beso que le dió esa misma noche. Simplemente pensó en ella. Tomó las pastillas y se recostó sobre la cama. Miró por última vez ese techo blanco de su habitación, vió su rostro y cerró felizmente los ojos.

 

   

9 de Febrero de 2018 a las 02:42 0 Reporte Insertar Seguir historia
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