carolina-villadiego Carolina Villadiego

Encontrar a Ambuj fue como encontrar un gato, así Alexander lo definió. Pero Ambuj se convierte en pedacitos de dolor y en fragmentos de vida, y para cuando Alexander se percata de ello, es demasiado tarde para escapar de la fuerza con la que un hombre mendigo y ciego se aferra a su sueño de pertenecer a un lugar.


Romance No para niños menores de 13. © Todos los derechos reservados

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Capítulo I

La vida de un practicante de medicina en emergencia es muy agitada. Los constantes ruidos, las personas que se mueven a tu alrededor, las frases que debes capturar en el aire mientras contienes el impulso de voltear a cada llamado que escuchas; son solo algunas de las situaciones que se deben aprender a manejar. Luego están los rostros contraídos de los pacientes que luchan —algunos no mucho— contra el dolor y la desesperación cuando llegan heridos. También los llantos, incluso aquellos cuando la noticia de lo irremediable cambia sus vidas. Las noches interminables y pesadas. Los días que se van en el sueño. Las líneas que se forman en mi frente cada vez que frunzo el ceño frente al espejo, tratando de enjuagar mi cara y detener el paso del agotamiento.

Solo tengo veintidós años. Este es mi último año de práctica en la prestigiosa universidad gubernamental. El último tramo de la carrera lo vivo aquí, en el Hospital Central, en la emergencia. Correr de aquí a allá, es un estilo de vida al que pensé no podría acostumbrarme.

—¡Ey! ¡Alexander! —Escucho tras la puerta. La voz de mi compañero de práctica se oye ronca, bastante apagada. Justo por esa razón había tenido que levantarme para enjugarme el rostro. Nos estábamos durmiendo uno sobre el otro en la sala de espera.

—¡Ya voy!

Precisamente por ser agitada, es difícil sobreponerse al sueño cuando ocurre uno de estos extraños días donde no pasa nada. No hay pacientes, no hay heridos, las horas transcurren lentamente y te cansas de ver el reloj. No me gustan esas noches por dos razones principales. Una: se hace casi eterno llegar a las cinco de la mañana. Dos: por lo general es el presagio de una tormenta.

Hace algunas semanas, luego de dos días inactivos, hubo un accidente vial de proporciones catastróficas. Un bus volcado donde murieron cuatro personas y hubo más de dieciséis heridos. Fue, simplemente, extenuante. Terminé oliendo a sangre, tanta sangre, que pensé que no podría dormir. Falso, el cansancio fue aún mayor que la impotencia.

Al abrir la puerta, el rostro de Thiago me saluda con una sonrisa agotada. Tiene en sus manos un café caliente, recién servido; justo lo que necesito para apalear las largas horas que faltaban para el amanecer. Agradezco el gesto con una sonrisa quizás igual de cansada, y me uno a él al camino que lleva al otro lado del pasillo.

—Pensé que te habías quedado dormido sobre el inodoro —comenta con una sonrisa y su particular forma de parecer confidente. Reniego con un enérgico movimiento antes de soplar de nuevo sobre el vaso—. ¡Es que habías tardado mucho!

—Casi me dormía —admito con algo de vergüenza. Y claro, aquella noche donde no hubo nada sí que me había quedado dormido como por media hora. Pero aprendí la lección, el cuello me cobró semejante posición para dormir—. Creo que con este café aguantaré un poco más.

Casi puedo imaginarme ya en la cama, envuelto en mis sábanas y abrazando protectoramente la almohada vestida de seda que me había regalado mi abuela, antes de partir a la capital. Obviamente nada que pueda contarle a algún amigo sin ver amenazada mi hombría.

El resto de las horas pasaron así, como si nunca pudiesen acabar. Por mucho tiempo me la pasé deambulando entre los pasillos, jugando con Thiago a coquetear a las jóvenes practicantes de enfermería, y huyendo rápidamente cuando la jefa de enfermería se acercaba a sacarnos de allí. Compartimos risas y carcajadas, tratando de hacer más ameno el paso del tiempo hasta que llegue la hora de salida.

No recuerdo bien cómo llegué a casa. Sé que tomé un metro, sé que me empujó una señora que venía con tres niños vestidos para el colegio. Sé también que en algún momento bajé y crucé el molinete hasta subir por las escaleras para llegar a la calle. Recuerdo vagamente algunos rostros conocidos, unos que incluso me saludaron y no estoy seguro de haber respondido. Sé que pasé por la panadería y vagamente recuerdo que pedí leche, pero estoy seguro de que salí con más que leche en los brazos.

También puedo traer lejanamente la imagen de la puerta de mi pequeño departamento y algunas partes donde me quitaba los zapatos, eso creo. No sé más, quizá caí allí mismo, superado por el sueño de toda la noche. Lo único que me queda claro es que, ahora que despierto, solo mi cuello me reclama por la pésima postura adoptada y al abrir los ojos, casi me estrello con los intensos rayos del sol. Pero no es el sol, porque mi mueble, el largo, está de espalda a la ventana.

No me muevo mucho. Me quedo aturdido escuchando de lejos la radio y observando aquello amarillo que se mueve como si fuera un oleaje. Entre las luces aturdidas que aún visualizan mis ojos entreabiertos, alcanzo a ver también la piel blanca y la camiseta negra que Evan debió dejar aquí la última vez que se quedó. Me está oliendo; tuerzo una sonrisa al escucharlo olfatear cerca de mí, controlando la cosquilla que se asoma en mi cuello ante el choque de aire. Extiendo la mano y logro tomarle del brazo, asustándolo.

—¿Qué hora es? —pregunto, en medio de un atontamiento que parece querer extenderse.

—La radio dijo que era las dos. —Su voz es gruesa, fluida. Nada que ver con el enronquecimiento de la mía debido al mal dormir.

—Es temprano… —Lo suelto y me doy media vuelta. Acomodo mejor mi cabeza al colocar mis dos manos de almohada y orillarme contra el respaldo del mueble.

—¿Pero estás bien?

—No estoy ebrio, ni drogado. —Sé que no hacía falta decirlo, pero fue lo que él creyó la primera vez que me encontró durmiendo así.

—Lo sé… Recogí lo que dejaste en el suelo. Puse el pan en la lacena y no supe qué eran las latas, pero las metí en la nevera, junto a la leche y otra cosa… que no supe que era, pero parecía que estaba refrigerada antes. Los zapatos están aquí justo al lado, la bata la doblé, pero, aún no sé a dónde va. La dejé sobre la mesa.

—Sí…

—¿No será mejor que duermas en la cama?

Levanto una mirada agotada para verlo. El cabello lo tiene largo, pero definitivamente más cuidado que cuando lo encontré. Ya brilla y está peinado, sin los nudos eternos y sin tanto polvo. Su piel también luce mejor, mucho más alimentado. Creo que debió recuperar al menos un kilo en tan solo esta semana.

Ambuj, así me dijo que se llamaba. No hay documento que lo diga. No tiene más pertenencia que algunas mantas que recogió de algún basurero, una taza de porcelana con una brecha que la atravesaba, pero sin abrirse; un sombrero hecho de pajas, y algunas monedas. Lo recogí, pensando que si lograba saber quién era su familia, podría devolverlo a su hogar. Un hombre ciego no debería estar solo, pidiendo limosna al lado de la panadería.

Pero no, no había nadie. Pese a poner fotos de él en toda la calle e incluso en la cartelera del hospital, nadie ha llamado por él.

«No tengo a nadie»

Él me lo había dicho. Pero tras fotocopiar varias veces su fotografía en el aviso que hice de forma improvisada, mi necedad impidió prestarle mayor atención.

«No hay nadie, Alexander, los que tenía no supe qué fue de ellos»

A una semana, empiezo a darle razón. Y a pensar si no debería redoblar los esfuerzos.

Me estiro en el mueble y doy un largo bostezo, en lo que él se separa. La franela de Evan le queda imposiblemente grande, a mitad de muslo y luce como una manta encima. Lleva los mismos jeans viejos que tenía cuando lo recogí, ya limpio. Lo único que puedo pensar, mientras lo veo desde mi inapropiada cama temporal, es en cómo lo encontré. Asustado, sucio y hambriento, furioso a su vez, porque el mendigo con quien peleó le había destrozado el bastón que usaba. Eso me recuerda, hay que comprar un bastón.

El ruido de mi estómago decide recordarme otra cosa más. No he comido.

Tener a Ambuj en casa es como tener una mascota. Me obliga a espabilarme, despertar, estar atento a las cosas de la casa además de las prácticas. Mi apartamento, bastante pequeño y común, era un chiquero antes de su llegada. El mueble se la pasaba lleno de ropa y, a veces, podían durar dos días los platos apilados esperando lavarse solos. En muchas oportunidades confundí la ropa limpia con la sucia.

«¡Eres peor que yo!», me dijo mi gemelo Evan la última vez que vino a visitarme. Con vergüenza tuve que recoger toda la ropa del mueble a la cama y después de esa noche de práctica, había dormido justamente al lado de ella.

Tengo que avalar que sí, que soy peor. Aunque puedo decir en mi defensa que ser practicante me absorbe toda la vida. Con Ambuj, las cosas han cambiado. Los muebles están limpios, los platos también y me obliga a prestar atención y poner la ropa sucia en su lugar. Y, sobre todo, a no dejar mis zapatos regados en el pasillo, después de que casi se cae por no haberlos notado. Mis padres aún no saben de ello, puedo imaginar a mi madre apelar a mi sentido común: ¿cómo alojar a un desconocido en casa? Incluso, ¿a un vagabundo? Podría incluso robarme mientras estoy en las prácticas.

—¿En serio no tienes miedo de qué lo haga? —La voz de Thiago en el vagón me mantiene bastante atento, lo que corta la posibilidad de dormirme en el viaje de regreso a casa. Thiago aún no cree que en verdad me haya llevado a alguien y ha decidido acompañarme para conocerlo.

—Ya lo habría hecho. —Encojo los hombros y lo miro con seguridad—. No creo, Ambuj no se ve que tenga esos pensamientos.

Y es como eso: haber adoptado un gato. Creo que puedo compararlo de ese modo. Ambuj es independiente, solo bastó una vez enseñarle donde estaban las cosas en la cocina, para que él aprendiera a moverse en ella. También fue suficiente explicarle a usar la ducha, aunque había sido bastante gracioso el grito que dio cuando el agua salió helada. Estaba tan asustado y sorprendido que no hizo esfuerzo alguno en cubrirse y así pude ver mejor el grado de desnutrición que tenía. Por esa razón, luego lo llevé a hacerse exámenes y descartar cualquier enfermedad. Fue una fortuna que solo tuviera un cuadro de anemia y mala alimentación, así que con vitaminas y comida es suficiente para tratarlo.

Luego de pensarlo, es triste que un joven adulto nunca hubiera conocido una ducha como Dios manda.

Le conté a Thiago de nuestro paseo, cuando llevé a Ambuj a comprar el bastón. Que le tomé la mano y la gente pese a habernos mirado extraño por un momento, dejó de prestar atención al notar su ceguera. Que lo llevé a la tienda, donde se entretuvo a buscar las formas de objetos de madera mientras pagaba por un viejo bastón. Era una tienda de artículos usados, que me salió mucho más económico.

La mirada de Thiago parecía expresar la incredulidad en mis palabras. Alguna vez me dijo que era demasiado ingenuo. Recuerdo que me enojé, nos enojamos, y solo le hablé cuando él volvió con un sudoku por resolver.

«No puedes salvar el mundo tu solo, debes hacerlo con la gente»

Lo sé, lo recuerdo y fijo mi mirada en él mientras avanzamos al edificio. Pienso en lo que me ha dicho, y quizás no estoy salvando el mundo, pero al menos darle mejor vida a un hombre, hasta que encuentre a su familia, haga al mundo un mejor lugar.

—Puede que no tenga familia y sea verdad lo que él dijo. —Thiago está siendo muy franco, con evidente preocupación—. ¿No es mucha responsabilidad encargarse tú solo de un hombre ciego?

—Si no consigo a nadie en un mes, veré que hago. —Alzo los hombros y regreso la mirada al frente, ya estamos caminando al edificio. Lo que veo detiene mis pasos y el grito se atraganta en mi garganta, víctima de la misma turbación.

Ambuj está sentado en la acera frente al edificio, con una camiseta mía, sus jeans, descalzo sobre una de sus mantas, con el bastón que yo le regalé y… una de mis tazas. Está pidiendo limosna.

Thiago tiene que calmarme. Estoy seguro de que la algarabía que he montado frente a él, y llevándome a Ambuj agarrado del brazo, ha sido todo un espectáculo. Poco o nada puedo decir sobre lo que realmente estoy pensando en este momento. Solo tengo en mente lo inadmisible que es para mí ver de nuevo a Ambuj mendigar, no puedo ver esa vida para él, no después de estar conmigo. Sí se va a ir de mi vida, debe ser con la seguridad de que no volvería a estar en la calle.

El sueño se me fue y dedico el resto del tiempo en hacer algo para comer para Thiago, mientras rumeo el malestar de la discusión con Ambuj, que no pudo ser tal si fui el único que grité. Thiago aún se ríe a mis espaldas, con ese gesto tan suyo de hacerme ver que convertí una nimiedad en una tormenta. Gesto que no quiero ver en este momento. Escuchó toda la algarabía y se mostró impresionado cuando Ambuj se encerró en mi cuarto como si fuera el dueño del departamento y dejándome la palabra en la boca.

—Me agrada. No he hablado con él, pero, no es como lo imaginaba —dice con amabilidad. No puedo evitar voltear a verlo.

Imagino que tenía en mente: un hombre de piel curtida, quizás más viejo, con cabello enmarañado y barbudo… en realidad Ambuj no distaba de eso cuando lo encontré, pero es evidente que no lo iba a dejar así. Apenas lo bañé y me ofrecí a peinarlo, encontré un joven de quizás veinticuatro años, con el cabello rubio, largo (y descuidado), la piel clara y manchada por el sol, junto a sus ojos claros.

—No lo tomes tan mal… no creo que haya querido ofenderte. —Intenta negociar conmigo. Thiago sabe perfectamente que no siempre funciona.

Una parte de mi “yo orgulloso” está ofendido por el solo pensar que Ambuj siente que debía buscar aún dinero. Como si yo no le podría dar lo que hiciera falta al menos mientras esté aquí… Es en ese momento en el que entiendo cuán en serio me lo estoy tomando todo, incluso cuán personal. Thiago me sonríe al ver que he detenido mi batalla contra el huevo.

—Ve a hablarle. Debe estar preocupado. Yo termino de hacer eso.

Más convencido por mi propio sentido de culpabilidad que por las palabras de Thiago, le dejo la sartén a su cuidado. Lavo mis manos y me las seco con un paño antes de dirigirme hacia mi habitación. Allí lo encuentro, sentado en el borde y jugando con el ruedo de la camiseta que se ve ya jalada.

—Ya casi va a estar la comida. —Él no me responde. Se queda en silencio, con el evidente ceño fruncido que me indica que está enojado—. ¿Te puedes imaginar cómo me sentí al verte pidiendo bajo el edificio? —No dice nada—. Yo no quiero que tengas que mendigar, no de nuevo. Además, ¿qué pasa si te hacen daño?

—¿Y cómo puedo ayudarte?

Su voz, fluida e intensa, se atraviesa en mi perorata y me obliga a callar. Ha volteado hacia mí, aunque no puede verme. Su cabello dorado cae sin forma hasta los hombros, enrollándose en varios espirales. Me contengo de soltar alguna palabra, porque no sé, no sé en qué podría ayudarme.

Ambuj solo regresa su cabeza a la última posición y se entretiene a sentir los bordes del bastón nuevo.

—Quedándote aquí… —Muerdo mi labio, reprendiéndome por la manera en que las frases parecen llegar a mi cabeza. Recogiendo mis zapatos, arreglando mi bata, despertándome en las tardes, recogiendo mis desastres… eso es un sirviente—. ¿Cómo podría ayudarme el que mendigues?

No dice nada. Solo mete su mano en el bolsillo de su pantalón y extrae algunas monedas. La garganta se me cierra.

—Me siento un inútil.

No pude decir nada. Agacho la mirada, tomo las monedas que él había recolectado y me arrepiento tanto del pensamiento que venía amasando justo en medio del camino hacia casa. Ambuj no era una mascota. Es un ser humano.

Y yo lo he olvidado.


17 de Enero de 2018 a las 20:52 1 Reporte Insertar Seguir historia
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Conoce al autor

Carolina Villadiego Con raices en Venezuela, sangre colombiana y mi corazón en México, me considero ciudadana del mundo. Tengo ya 32 años de edad y me gusta mucho escribir, para relatar a través de las palabras mi visión de la vida. Me gusta tratar el drama, aunque también amo el romance y siempre he tenido fascinación por lo sobrenatural.

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February 23, 2022, 21:45
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