El esposo de Livania no podría haber muerto en un peor momento. Con una hija de cinco meses, un matrimonio de menos de un año y con solo catorce primaveras, la hija del líder del Clan Becerro Dorado debía hacer frente, sola, a la carga que suponía liderar y proteger la herencia que le había dejado su también joven esposo, fallecido tras un accidente de caza. De pie frente a la que sería la última morada del Príncipe Jivu, antes de su descenso a los Palacios Eternos de la Diosa, Livania observaba la larga fila compuesta por los integrantes del clan que heredaba mientras despedían a su líder, dejaban una ofrenda floral en la tumba y ofrecían una pequeña piedra, no más grande que la palma de su mano, para taparla. Al final de la tarde, en el momento en que las estrellas también se acercarían, curiosas, a observar la despedida del príncipe, la tumba ya contaría con tantas piedras acumuladas que formaría un pequeño túmulo sobre el que los esclavos verterían tierra por los siguientes doce días, hasta dar forma a un alto promontorio que atestiguara ante el cielo el aprecio que el difunto logró sembrar en los corazones de quienes lo conocieron en vida.
—Será un montículo que rozará las nubes —dijo el padre de Livania, Bermuk, luego de acercarse y pasar el brazo por encima de los hombros de su hija—. Incluso los espíritus se sentirán tentados a observalo cuando pasen por este valle.
Livania procuró sonreír para agradecer las amabales palabras de su padre, pero incluso algo tan sutil y que no requería de un gran esfuerzo, le costó más de lo que esperaba y, al forzarse a hacerlo, sintió el cúmulo de lágrimas que se arremolinaban en el orillo de sus ojos.
—Así su tumba alcanzara la altura de las montañas que definen el mundo, lo quisiera volver a tener a mí lado, papá —dijo Livania a la vez que se pasaba las manos por las mejillas, que ya habían recibido las primeras gotas de la lluvia que emergía de sus ojos—. Estoy aterrada y confundida, no sé qué voy a hacer ahora y cuando veo a tanta gente arrojando sus ofrendas, siento como si sus piedras no las estuvieran lanzando sobre el cuerpo de Jivu, sino sobre mis hombros.
Bermuk suspiró.
—Comprendo lo que te angustia, hija, porque es la misma carga que yo he soportado en los más de veinte años en que he liderado al Clan Becerro Dorado, y aunque mi tarea la recibí a una edad que casi dobla la tuya ahora, también me sentía confundido, asustado e incompetente para lo que me esperaba.
—¿Cómo lograste, entonces, sobreponerte? —preguntó Livania luego de conseguir que su voz sonara lo menos entrecortada posible.
Bermuk negó con la cabeza, anticipando una respuesta que quizá no le gustaría escuchar a su hija.
—No existe una fórmula, mi pequeña flor de campo, es un camino que debes encontrar por tí misma y que solo se revela a los que han decidido tomarlo.
Bermuk no quiso añadir que, para el momento en que ejerció el liderazgo del Clan Becerro Dorado, contaba con la compañía y guía inteligente de la madre de Livania, porque su hija acababa de enviudar y la carga que ahora debía soportar la tendría que llevar sola, sin un compañero en el camino que emprendía.
—Tu hija debe ser tu fuerza y tu motivación, mi pequeña flor —añadió Bermuk después de unos segundos en silencio—. En ella debes encontrar el corage que necesitas para emprender la ruta que la Diosa ha dispuesto para ti.
Al haber muerto por la herida que le causó un jabalí salvaje, los shamanes que trataron al príncipe Jivu indicaron que el espíritu que le había arrancado el alma del cuerpo, era de los que obedecía a la Diosa, y que había sido por voluntad de Ella que el príncipe abandonó el mundo de los vivos.
—Su paso a los Palacios Esternos será más sencillo —había dicho el shamán mayor—, porque viaja habiendo sido llamado por la Diosa.
De las palabras del shamán, Livania interpretó que entonces también había sido por voluntad de la Diosa que ella debía encargarse de la herencia dejada por el príncipe, de quien era la única esposa y con quien solo había tenido a la hija que, cuando tuviera doce años, heredaría el título y mando sobre las familias que gobernó su padre.
—Ni siquiera sé cómo voy a criarla a ella sin un padre —dijo Livania, todavía con una profunda sensación de ahogo en el pecho—, mucho menos me siento capaz de liderar ahora a las más de doscientas familias que integran el Clan Alce Blanco, padre.
Antes de que Bermuk respondiera, se acercó Ashida, la madre de Livania. Era una mujer alta y de piel muy clara, cabello tan negro como las plumas de un cuervo y los ojos tan marrones y claros que parecían estar hechos con miel. Antes de casarse con eljefe del Clan Becerro Dorado, Ashida fue una princesa de las tierras áridas que anteceden las montañas del fin del mundo. De ella, Livania había heredado ese porte altivo y elegante que ahora destacaba frente al cada vez más robusto túmulo que ocultaba el frío cuerpo de Jivu. Cuando vio a su madre, quiso abalanzarse sobre su pecho y llorar como una chiquilla, pero ahora era la viuda sobre la que un millar de ojos estaban puestos, escrutando cada gesto de su rostro, evaluando qué tan fuerte y decidida iba a ser como nueva líder.
—Sigues encorvando la espalda —dijo Ashida, a quien le costaban las palabras amables, incluso en los momentos en que eran más necesarias—. La comitiva del tío de tu difunto esposo ya está aquí y deben verte como lo que eres, una princesa esteparia.
Livania asintió y cuando creyó que su madre estaba siendo demasiado dura, sintió su mano sobre la suya. Estaba tibia y se entrelazó con fuerza entre sus dedos. Aunque Ashida siempre había insistido en que su matrimonio con Bermuk había sido, como lo eran todas nupcias entre pastores de hombres, un acuerdo en el que el amor era lo que menos importaba, Livania sabía que su madre estaba enamorada de su padre y que la sola idea de perderlo era suficiente para enloquecerla. Quizá Livania no había vivido tantos años de casada como su madre, pero también amó al joven que se convirtió en su esposo y ya tenía marcado el semblante de una amarga viudez.
—Me acercaré a saludarlo —dijo Bermuk mientras liberaba la carga de su brazo de los hombros de su hija—, así te daré tiempo para secarte las lágrimas, porque Jerkev insistirá en venir a verte.
Para ninguno de los miembros de la familia de Livania era un secreto que Jerkev, el tío del difunto príncipe Jivu, se sentía atraído por la joven viuda. Antes de su matrimonio, Jerkev llegó a proponer a Bermuk no solo el desistimiento de la dote de su hija, sino también la entrega de dos mil becerros de su propia heredad a cambio de la mano de la novia. Aunque el ofrecimiento enriquecía al padre de Livania, Bermuk conocía el carácter de Jerkev, así como de los espíritus que le susurraban cuando abusaba de la miel de uvas o la leche agria y no quería, ni por dos mil becerros más, ver a su única hija desposada por ese hombre. Aunque Jivu era un joven de mucho menor rango y poder que su tío, supo, desde el momento en que lo vio, que a Livania también le habían brillado los ojos y enrojecido los pómulos al verlo.
—Te casarás con ese príncipe —había dicho Bermuk a su hija cuando terminó la visita de Jivu, que se había acercado a la tienda del líder del Clan Becerro Dorado con el único ofrecimiento de amar y respetar a Livania—. Aún no lidera un clan muy grande, pero veo en él lo necesario para que lo consiga en unos años.
El deseo de Bermuk se vio truncado con la estocada del colmillo de un jabalí salvaje, que perforó la piel, huesos y músculos del príncipe hasta herirle el hígado. Después de una agonía que solo se asemejaba con la fiebre producida por el espíritu que doblegaba incluso a los hombres más fuertes cuando no lavaban una herida, el cuerpo de Jivu dejó de aferrarse a su alma y la dejó salir para emprender el camino hacia los Palacios Eternos, en el centro de la tierra.
—¿Crees que se atreva a querer hacerme su esposa? —preguntó Livania a su madre mientras veía, con los ojos aguzados, los estandartes del Clan Oso Rampante, liderado por Jerkev.
—No lo creo, hija, estoy segura de eso —respondió Ashida—. Por qué otro motivo habría cabalgado por tres amaneceres. Sé que su sobrino no le despertaba tanta simpatía.
Livania estaba segura de lo mismo y, aunque la ley de los clanes le prohibía casarse de nuevo antes de pasado un año, sabía que la llegada de los osos rampantes no tenía otra finalidad que la de disuadir a cualquier otro pretendiente, presente o futuro. Sus labios se entreabrieron, asustados, cuando vio brillar el cobre de las puntas de las lanzas de la escolta personal de Jerkev con el último rayo de sol de ese día.
Gracias por leer!
Podemos mantener a Inkspired gratis al mostrar publicidad a nuestras visitas. Por favor, apóyanos poniendo en “lista blanca” o desactivando tu AdBlocker (bloqueador de publicidad).
Después de hacerlo, por favor recarga el sitio web para continuar utilizando Inkspired normalmente.