Empezó con un sonido gutural.
Se deslizó hacia arriba por mi garganta, titubeó sobre mi lengua y entonces fluyó por entre mis labios. Un murmullo incomprensible incluso para mí. Era probable que dijera su nombre. O quizá cuestioné cómo era posible que mi cuerpo reconociera aquel abrazo.
Todo sucedió demasiado rápido.
El dolor causado por el impacto. La violenta sacudida que me produjo el contacto. La ausencia de aire en mis pulmones. La velocidad intempestiva de mis pensamientos. Amontonándose unos encima de otros. Mezclándose hasta formar un tumulto devastador.
Y después nada.
Solo él.
Su rostro pegado al mío. Su cuerpo tratando de reducir mis temblores y la influencia de una realidad salvaje.
«Jungkook».
Apreté los ojos. Hacía frío, lo noté arremolinándose a mis tobillos, subiendo por mis piernas, clavándose en mi pecho. Se abrió paso sin delicadeza hacia mis entrañas y, entonces, me sobrevino un calor ardiente al notar que mi corazón no era el único latiendo enajenado.
«Está vivo».
Me tambaleé. Las piernas me flaquearon. Pero Jungkook me sostuvo con fuerza, para evitar la caída. Le tenía tan cerca. Su corazón latía tan rápido.
—Taehyung … —gimoteó trémulo.
Sus dedos escalaron lentamente por mi espalda. Noté su prudencia y, por un instante, me supe con las agallas para alejarme y darle un final a aquel desvarío surrealista. Pero me contuve al sentir el peso de aquellas caricias. El modo en que esas manos se apoyaban en mi espalda, intentando abarcar todo el espacio posible. La suave fortaleza con la que me rodearon sus brazos. Un cálido y temeroso aliento derramándose por mi cuello.
Era un delirio. Tenía que serlo.
Todo desaparecería en cuanto encontrara la forma de despertar. Quizá el dolor había alcanzado el suficiente poder para irrumpir en mi memoria y dibujar espejismos.
Pero en mis sueños Jungkook nunca lloraba. Jamás dudaba.
Allí, en ese íntimo rincón de mi mente que la toxicidad no podía alcanzar, le tenía a buen recaudo, libre de todo el daño que quisiera hacerle nuestro mundo. Era un espacio creado para conservar la pureza de los sentimientos que habíamos compartido. No había lugar para burlas ni mentiras ni traiciones ni muerte.
No existía la mafia.
Éramos él y yo, en una dimensión que nadie nunca podría franquear.
«Está… vivo». Y era demente creerlo, incluso para él más ingenuo. Lo había visto morir.
«En realidad, no. Tan solo viste las llamas». Una suposición que se abrió paso con demasiada fortuna.
Fue quizá lo que desató la tormenta.
Con un jadeo entrecortado, me alejé. Solo unos centímetros. Sentí el roce de su boca en mi mentón. Contuve el aliento, el corazón me saltó a la garganta. A Jungkook le ardían los labios, trepidaban como si miles de palabras estuvieran luchando entre sí por salir. Tal vez le pudo el temor a mencionarlas.
Hizo bien en creer que cualquier cosa que dijera me descontrolaría. Porque le tenía de nuevo y eso ya era razón suficiente para perder la cabeza.
Acerqué los dedos a su comisura. El calor me atravesó de inmediato, y Jungkook entreabrió la boca intimidado por el contacto. Sus manos todavía apoyadas en mi espalda. Temblaban un poco más que hacía un instante, o tal vez era cosa mía. Qué más daba, íbamos a caer juntos por ese abismo. Poco importaba si se trataba de una pesadilla.
Clavé mis ojos en los suyos. Y gemí. No, en realidad no fue un gemido, sino un feroz sollozo. Porque en aquella mirada enrojecida y desesperada había vida. Una vida que yo anhelaba por encima de la mía propia.
El poderoso azul de sus pupilas brillaba mortificado. Me hacía cientos de preguntas, pedía perdón, gritaba todos sus miedos. Pero ninguno de los dos dijimos nada. Y la lluvia empezó a derramarse sobre nosotros. Violenta. Sin compasión.
—Tú no eres él… —sollocé asfixiado. El llanto me quemaba—. No eres… real.
Jungkook cerró los ojos un instante y adoptó una mueca de dolor.
—Y, sin embargo, soy más él que nunca.
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