Introducción:
Quisiera contarles algo que me sucedió cuando vivía en el bosque, bastante lejos del pueblo. Se trata de un hecho increíble y no pediré más colaboración que su interés, puesto que yo mismo la considero una historia ridícula.
Aclaro, si es que hace falta, que todos y cada uno de los hechos presentados a lo largo de esta historia, son verídicos. Lo que están a punto de leer aconteció durante la noche del 15 de febrero, en pleno invierno montañés, y me persigue hasta estos días.
***
Partía troncos por la mañana para calentarme por la tarde, y hacía lo mismo antes de dormirme para soportar las madrugadas. El invierno en la montaña es fiero y uno sobrevive de la mejor forma que puede. Eran las diez de la noche y partía troncos en la boca del pinar, cuando un grito al otro lado del bosque me quitó la concentración de una bofetada.
El aire estaba fresco y afilado como la hoja de un cuchillo. La cara me ardía y cada golpe del hacha resonaba por todo su cuerpo, haciéndome temblar los dedos por causa de la fatiga. Esto no me preocupaba, era parte de mi jornada. Todos los días, sin intervalos, partía troncos como si no hubiese un mañana. El sonido de la madera llegaba a ser monótono e hipnótico, al punto de adormecer la mente de uno. De modo tal que no fue nada extraño que aquel grito en medio de la noche me dejase perplejo, sin aliento.
Dejé caer el hacha sobre la nieve y me quedé en silencio, jadeando. El grito provocó el mismo efecto en todos los seres vivos del bosque, tragándose de un solo bocado todos sus sonidos. Los hijos de la noche, se aferraban al silencio. El alarido había sido espantoso.
No caeré en descripciones vagas, haré el mejor intento. Fue como un chirrido, mejor dicho, como muchos. Cientos de voces, miles de gargantas dejando escapar de sus cavernosos confines una sinfonía de verdadero y desconocido horror.
Cuando niño, había experimentado algo parecido. Los osos gritaban bastante cuando se atoraban en las trampas, y diariamente se escuchaban sus lamentos. Gritos profundos y llenos de terror que hacían vibrar los cristales, los árboles y la misma nieve, solo para extinguirse después del también familiar sonido de las escopetas. De cualquier modo, supe que no era ningún oso.
Pensé, sin embargo, en seguir con mis asuntos. Las madrugadas nunca son fáciles y si quería sobrevivir tenía que cortar y apilar toda la madera posible. La pila era escueta e insuficiente para alimentar la generosa estufa de mi cabaña. Un día sin madera garantizaba una muerte lenta y muy dolorosa.
Primero te congelas y pierdes la sensibilidad en todos tus miembros. Luego adviene la fatigay, probablemente, un dolor punzante en el pecho que induce al cuestionamiento de un par de cosas sobre la existencia. Más tarde, cuando tus sentidos hayan perdido el norte y solo veas el negro camino de la locura, tal vez te hagas encima, despidiendo un hedor asqueroso. Luego llegan los lobos, esos hermosos y peludos amiguitos que te arrancan los ojos y las entrañas mientras estás con vida; un lujo que no me podía permitir.
Levanté el hacha y la sujeté con fuerza. Me invadió la misma disposición de siempre. Acomodé los troncos y quise continuar, pero el grito se apoderó de la montaña nuevamente. Esta vez se oyó más claro, más horrendo, más desesperado y también más cerca. Calculé unos 100 metros.
Es curiosa la naturaleza de los parajes desolados, que hacen que todo lo terrible se magnifique al punto de hacernos sentir pequeñitos e indefensos. Un punto insignificante desparramado sobre interminables valles blancos y solitarios, las tierras pálidas de la locura. Donde gobiernan la soledad y lo inmenso, el hombre es apenas un extranjero.
En ese momento, preciso y angustiante, recordé todas las historias que me habían contado cuando niño. Vi pasar, con una nitidez asombrosa, cientos de imágenes grotescas y, creí escuchar (en lo profundo de mi aterrorizada mente) relatos de abominables bestias que dominaban los bosques. Rememoré, con la claridad de una mañana despejada, innumerables criaturas míticas que habían poblado las leyendas de mis antiguos ancestros. Ahora fluctuaban sobre el pinar y se mezclaban con las estrellas, adquiriendo formas hórridas y escalofriantes mientras me observaban con la curiosidad del hombre ante la hormiga.
Comencé a rezar, mientras levantaba el hacha y la blandía como un arma. Me imaginé que pronto tendría al mismo Wendigo frente a mis narices; estuve preparado para lo peor. Las ramas crujierony el jadeo de alguna bestia agotada y desesperada se abrió paso con determinación.
Retrocedí con instinto y busqué un buen resguardo. En cualquier momento estaría allí, fuera de las sombras, invadiendo mis dominios. Seguí retrocediendo hasta que mis codos chocaron con los muros desgastados y helados de la cabaña.
Presté especial atención sin dejar de observar en ningún momento. De repente, los árboles dejaron de crujir y el sonido seco de su respiración se oyó más cerca de lo que hubiese querido. Era de noche, una noche de hollín y pesadilla, cuando la farola iluminó sus blancas piernas, esbeltas y lampiñas y por fin estuvimos cara a cara. No moriría esta noche, estaba decidido.
Nos miramos por un momento y, aunque sentí deseos de partirle en dos con un hachazo, adiviné una extraña familiaridad en sus rasgos frágiles y atemorizados. Debajo de ese cabello revuelto y esa piel blanca y enfermiza estaba una mujer joven y asustada. Si de algo sirve, les aseguro que no guardaba ningún parecido con el temido Wendigo.
Le hablé pero no comprendió mis palabras. Quizá sí, y fue su propio terror quién le impidió abrir la boca. La encontré bastante saludable y llena de vida, muy por el contrario de lo que uno se imagina cuando piensa en un demonio del bosque. Era una mujer, ni más ni menos.
—¿Estás bien? ¿De qué estás huyendo? —dije de nuevo.
—No deje que me haga daño ¡Se lo ruego! —respondió.
—¿Quién?
—No lo conozco, quiere matarme. ¡Es horrible, es horrible!
De repente, una luz amarilla y cálida surgió de las entrañas del bosque. Lo hizo lentamente, abriéndose paso entre las sombras como una puñalada. Ella se arrojó sobre mí y volvió a perder el habla. Sin embargo, no había mucho que pudiese hacer frente a semejante cosa.
¿Qué era aquello? Pronto lo sabría.
Cuando la luz alcanzó la pila de madera, reconocí dos formas abultadas que sostenían un par de antorchas y escopetas. Eran dos hombres, ordinarios. No había ningún ente fantasmal, ni tampoco una amenaza mítica. Quise reírme por haber sido tan estúpido. Es increíble el poder el miedo, como deforma y retuerce la realidad hasta convertirla en una pesadilla.
Resguardé a la mujer con mi propio cuerpo y decidí enfrentarlos. Reflexioné, a pesar de estar algo cegado por el vértigo, que estos dos tenían algo que ver con ella. Había oído de ciertos sacrificios, no era ningún ignorante. Sabía que se hacían durante algunas temporadas para que las estaciones fuesen menos ásperas para los cultivos, incluso en invierno.
Existía esta historia de los Yuutka, una tribu que ofrecía tributo a sus deidades paganas. Siete mujeres, siete vírgenes atadas a siete árboles durante una semana. Locuras y más locuras del paganismo, algo que no sucedería esta noche. No habría tributos mientras el hacha estuviese entre mis manos.
Extrañamente, estos hombres no tuvieron intenciones de atacarme. Eran sombríos y serenos, no me parecieron muy charlatanes. Desde luego que tampoco eran indios.
El más viejo se acercó y dijo: —Baje el arma y tome distancia. Si le interesa seguir con vida, es mejor que me obedezca.
Como es lógico, no hice ningún caso y conservé el temple. Si estos montañeses estúpidos querían jugar sucio, lo haríamos a su manera. Empuñé el hacha y me arrojé sobre el viejo. El más joven, sin embargo, me redujo con una patada en el pecho y ambos me apuntaron cuando me desparramé sobre la nieve.
—¿Está sordo o es idiota? —me dijo el viejo y sacó una botella de whisky del bolsillo de su abrigo. El más joven dejó de apuntarme y tomó la botella. Después se acercó a la mujer, que estaba arrodillada en silencio. Parecía resignada ante un destino inflexible.
—Tendríamos que volarle los sesos al montañés, sólo por si acaso —dijo el joven, derramando el whisky sobre la cabeza de la mujer. Ella no dijo nada. No movió un solo músculo.
—¿Qué diablos hace? ¿Por qué nos humillan de esta forma? —pregunté.
El viejo me ofreció la mano y me ayudó a levantarme. —Nadie está humillando a nadie, —dijo, y le arrojó una caja de cerillas al más joven —le estamos salvando la vida.
—¿De qué forma?
—Usted no comprende, ¿eh?
—Es difícil hacerse entender a golpe de escopetazos y amenazas. ¿Qué quiere que comprenda?
—No hay tiempo de explicarlo. Ahora lo sabrá, ¡por Dios que lo hará!
—¿Piensa quemarla viva? ¡Es solo una jovencita!
—¿Una jovencita? Esto ni siquiera es como usted y yo, mi amigo. No es humano... no es de este mundo.
El joven prendió la cerilla y la arrojó sobre la mujer. Entonces sucedió algo extraordinario. Donde una vez hubo una mujer indefensa y desnuda, ahora se retorcía un ser de pesadilla. Los largos músculos se tensaron y su cuerpo adquirió un volumen y una apariencia inquietantes. Sus brazos y piernas eran una imitación grotesca de la anatomía humana, y sus pechos explotaron en incontables tentáculos babosos de un color amarillo y desagradable. El cabello se crispó y adquirió un color azul profundo, un azul infernal. Y los ojos, lo peor de todo fueron sus ojos. Ojos negros e inexpresivos, los ojos del universo.
Pero el horror no terminó. Mientras la abominación ardía, uno de sus largos brazos se retorció como la lengua de un demonio y se enroscó en la cintura del jovencito. El pánico lo invadió y se desplomó a los pies del viejo. Los oídos me zumbaron cuando el viejo apretó el gatillo y ese apéndice diabólico se desprendió del chico, cayendo fulminado dentro de las llamas.
Cuando digo que el horror no había acabado, me refiero a los hechos que llegaron luego. El viejo tomó al chico del cuello y le apuntó con la escopeta entre los dientes. En mi estupefacción, intenté impedirlo, aunque no pude decir una sola palabra. Cerré los ojos y me dejé caer aterrorizado.
—¿Contaste los segundos? ¿Lo hiciste, maldita sea? —dijo el viejo, desesperado. El chico perdió el aliento y no pudo responder con coherencia. Estaba demasiado asustado.
—Fue un momento, estoy bien. Voy a estar bien, papá —dijo el chico, entre lágrimas.
—Tengo que hacerlo de nuevo, ¡oh Dios! ¡Tengo que hacerlo rápido!
—¡Papá, no lo hagas! ¡No!
—No acabarás como ella, James. No acabarás como tu hermana.
Epílogo:
Después de incinerar los cadáveres, cada cual siguió su propio camino. El viejo se perdió en la noche. Yo me las arreglé como pude con un puñado de leña. Tuve suerte de no haberme congelado hasta la muerte; suerte, la única explicación lógica.
En cuanto al bosque, intento evitarlo. Todos los que conozco también adquirieron esta práctica. No podemos verlo con tanta claridad como el viejo, aunque lo presentimos. Sabemos que algo se retuerce y se revuelve y nos observa desde las fauces negras de este bosque maldito.
Algo que quiere ser como nosotros. Algo que llegó desde más allá de las estrellas.
***
Fin.
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