cpapumisterioso Ronnie Lugos

¿Por qué putas no? Es decir, ¿quieres escribir? Hazlo. Nada te lo impide. Además de la realización inmediata de que literalmente nadie que no haga parte de tu cerrado grupo de amigos siquiera se molestará en echarle un vistazo a lo que estás haciendo. Verga, de hecho ni siquiera la mayoría de ellos lo hará. Pero, en serio, ¿qué más da? ¿Qué importa? ¿Acaso importa que un puñado de adolescentes calenturientas prefieran leer fan-fiction erótico del estilo "Chapulín Colorado x Goku" a tragarse las palabras delirantes de un veinteañero fracasado? ¿Acaso importa el hecho de que si intentas vivir del arte vas a morir de hambre después de chuzarte una droga desconocida en la esquina del callejón de un McDonald's? ¿Acaso importa que pienses que quizás exageraste un poco las palabras en esa última frase y por ende el impacto que querías generar perdió un poco de su valor? Probablemente sí, de hecho. Pero ya me dio paja pensar en otra cosa que escribir. No se vive del arte pero, carajo, es divertido hacerlo. Aunque a veces te quede un poco regular. Este es un pequeño proyecto personal que empecé tras entrar a clases de escritura y que estoy utilizando principalmente para batallar contra mi creciente procastinamiento. Ya veremos cómo nos va con eso. Super-bebés espaciales, detectives y prostitutas, ancianos disfrazados de piratas disparándole a mafiosos en la cabeza. "Palabras" es una pequeña obra antológica repleta con relatos surreales, algunos más que otros, donde el principal objetivo es practicar, practicar y seguir practicando. Un proyecto creado por diversión y con el fin de seguir mejorando mi escritura, pero también interesado en traer historias lo suficientemente atrapantes como para dejar tus ojos pegados a la pantalla a pesar del absoluto caos desatándose entre sus líneas.


Cuento No para niños menores de 13. © Esta antología está siendo creada en su totalidad por Ronnie Lugos y se ha publicado en otras plataformas bajo el mismo nombre. Todos los derechos reservados, pertenecientes al autor del mismo seudónimo.

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El armario del conserje

Los pasillos de la escuela estaban vacíos, ni un alma a la vista, con la excepción de aquel silueta delgaducha y encorvada dando pasos lentos y metódicos. Se arreglaba la gorra, se rascaba el bigote, y ladeaba sin cesar las descuidadas fibras de su trapeador por el ahora humedecido suelo. Habían tomado un color amarillento con el pasar del tiempo, pútrido. Aquella ocasión la tonalidad verduzca de los casilleros se notaba especialmente lúgubre, rastros de óxido eran visibles entre sus rejillas. Mismas las cuales ayudaban a dejar entrar y salir un ruido tenso, fragoroso. Gritos ahogados rebotaban de un lado a otro, ayudándose de los interiores huecos de aquellas cajitas de metal para permitir que su sinfonía llegase a cualquier oído en cualquier salón del fantasmagórico edificio. Mas el conserje hacía caso omiso, él tenía un trabajo que terminar. Sombras revoloteaban al otro lado del corredor, suelas de zapatos golpeaban el suelo, temblores repentinos retumbaban sus blancas paredes.


—¡No! ¡Suéltenme, mierda! ¡Que me suelten! ¡Yo no hice nada, no fui yo! —Se quejaba un hombre, entre sollozos. Cabello castaño corto y desarreglado, un aliento con hedor a alcohol que algunos incluso decían podía olerse a metros de distancia. Su traje, de un fuerte vinotinto, estaba desarreglado y lleno de polvo. Dos policías le arrastraban con firmeza, uno de cada brazo.


—El piso está mojado —replicó con una voz monótona, metiendo el trapeador de lleno en el balde. El agua ya había comenzado a tomar un color marrón, llegando a lo negruzco.


—¡Santos! ¡Amigo! Dile a este par de zopencos que me suelten, ¿sí? Tú estás aquí todas las putas noches, sabes que no pude haber hecho una mierda. ¡Vamos, hermano, diles! ¡Apúrate! —Se le veía desesperado, revoloteando piernas y manos mientras el par de polizontes lo paseaban por el suelo.


—Hey, socio —habló con un poco más de fuerza, aunque aún manteniendo su tonalidad aburrida, mientras le posaba la mano suavemente en el hombro a uno de los agentes —. El piso está mojado. Tomen otra ruta si van a estar arrastrando a este tipo por ahí, limpiar me toma trabajo.


—¡¿En serio, hombre?! ¡Eres un pedazo de mierda! ¡Hey, ayúdame! ¡Hijo de puta! ¿Esto es por lo del otro día? ¡Fue un accidente, cabrón! ¡No me dejes así! —Lentamente, su voz iba desvaneciéndose mientras los tipos se llevaban al próximo a ser preso por otro camino, tal y como se les había pedido.


Se arregló la gorra una vez más, observando con cierta satisfacción la manera en la que el profesor desaparecía de a pocos entre las fauces del abismo. Nunca le cayó especialmente bien; de hecho, en sus propias palabras, el tipo le parecía un completo imbécil, si no el más imbécil de todos. Habiendo terminado la situación, dio otro vistazo más hacia aquel camino por el que había evitado que los hombres pasasen. La puerta al armario del conserje estaba medio abierta. Un hedor desagradable desprendía de su interior, oscuro, irreconocible. Habiendo terminado de limpiar las corroídas baldosas grisáceas que conformaban gran parte del establecimiento, el sujeto guardó sus utensilios dentro del apestoso agujero antes de cerrarlo con fuerza. El topetazo hizo temblar la frágil estructura del pequeño colegio. Fue ahí cuando sintió el frío tacto de unos gordos dedos posándose con firmeza sobre su hombro.


—Santos —Se trataba de un hombre bajito, grueso, con cabello en decadencia aunque aún brillante y suave. Jugueteaba nerviosamente con su alargado bigote antes de arreglarse la corbata. El traje, aunque limpio, ya se notaba ligeramente arrugado debido a todas las horas que llevaba en uso.


—¿Sí, rector?


—¿Ya se llevaron al señor Rodríguez? —Se limpiaba con un trapo viejo en lo que pequeñas gotas de sudor resbalaban por su frente.


—Ajá, hace nada.


—Jesucristo, que hombre horrible. Y pensar que estuvo trabajando todo ese tiempo con nosotros. Ahora no sé yo cómo vamos a hacer para salir de —Estremeció un poco la nariz apenas notar las desagradables sensaciones que comenzaban a llenar sus fosas nasales —... ¡Puff! ¿Qué es ese olor?


—Rodríguez. El miércoles llegó borracho en la noche y partió un montón de cosas del baño de arriba. Rompió el suelo y unas tuberías. Y como eso queda preciso sobre mi armario, pues tengo un hoyo en el techo donde a cada rato me está cayendo porquería.


—¿Aún no viene nadie a arreglar eso?


—No, señor. Con todo este lío del niño desaparecido nadie había tenido el tiempo o las ganas.


—Bueno, menos mal ese tema está zanjado. Ya para la otra semana mandamos a arreglar eso, o mañana mismo aprovechando que es sábado y no viene nadie.


—¿Lo encontraron?


—Oh, no. Y no creo que lo encuentren... Se dice por ahí que lo mató. Imagínate, a su propio hijo. Lo único que hallaron fue un montón de manchas de sangre en su cuartito, horroroso. Pero mejor no hablar de eso ya, que me da rabia. Vete a descansar, Santos.


El conserje dio un último vistazo de reojo a la puerta vieja y mohosa de aquel pequeño espacio que llevaba usando como almacén desde que había comenzado a trabajar allí, ya varios años atrás, antes de mirar al director al rostro y asentir suavemente con la cabeza. Se dirigió a su automóvil, a paso lento, calmado, tomándose su tiempo. Y ya adentro, se encendió un cigarrillo. Debido a la época del año, los árboles que rodeaban la escuela se veían secos, sin vida, las hojas se les habían caído y ahora sólo quedaban ramitas largas que abrazaban la tétrica estructura del lugar. El potente brillo azul de su móvil le iluminó completamente el rostro, tenía un último mensaje de su esposa. Llevaba ignorándolos por días, quizás incluso semanas. A este punto ya había perdido la cuenta.


«Mi amor, estaba demasiado borracha y el profesor también, por favor, no fue nuestra culpa, fue el alcohol. Perdón. De verdad, perdón. Vuelve a la casa, te lo ruego, la niña se está preocupando».


Asqueado, guardó el teléfono y se quedó allí. Segundo tras segundo, minuto tras minuto, hora tras hora, hasta caer dormido. Para cuando despertó, lo que antes era apenas visible ahora ya no podía ni ser descrito. Una niebla infernal tapaba completamente su visión. Levantó y salió del automóvil, dirigiéndose a la escuela, prácticamente a ciegas. Suaves vientos de aquel peste a caño le golpearon en el rostro apenas dio un vistazo al interior de su pequeño armario. Lentamente introdujo la mano, sólo para tomar una herramienta muy especial que necesitaría dentro de poco, y entonces un último eco llenó el pasillo apenas sonado el golpe final del portón.


A pocas cuadras del instituto quedaba un pequeño parque en cuyo centro se encontraba un enorme lago. Sus botas chocando contra el seco pasto podían oírse acercándose hacia aquel opaco pozo, cuya superficie era pobremente decorada con toneladas de basura que flotaba de un lado a otro. Las moscas revoloteaban frente a su rostro, le volaban entre los oídos. Habiendo llegado a la orillla, tomó asiento y se preparó. El momento por fin había llegado. Puso la carnada en la punta de su anzuelo, y lo tiró al agua. Su caña de pescar ya era un poco vieja, pero aún aguantaba bastante bien. La verdad es que pescar a estas horas le era especialmente relajante, y además mucho más sencillo, pues todo estaba en silencio y no había gente allí para molestarlo.


En esta ocasión, sin embargo, la situación era distinta. El aire se sentía tosco, el agua se movía mucho, algo no andaba bien. Ahí fue cuando lo notó: del otro lado del estanque emergía una silueta grande, robusta. Un hombrecillo gordinflón jadeaba, remaba nerviosamente sobre su pequeño bote en descomposición. En el suelo del mismo, las moscas parecían acumularse incluso más que en el resto del agua. Apenas tocar orilla, notó de inmediato a su acompañante inesperado.


—Santos...


—Buena noche, rector.


—Bueno, ya mañana más bien, ¿no? —rió nerviosamente. Su traje estaba húmedo, pequeñas manchas oscuras y frescas le rodeaban las mangas del abrigo. Tal y como antes, usaba un trapo corroído y áspero para limpiarse el sudor de la frente. Con la pequeña diferencia de que en esta ocasión, el mismo no era sujetado por su piel desnuda, sino por un par de grandes guantes de tela —¿Qué haces por aquí? ¿No te ibas a tu casa?


—No... La verdad que he estado durmiendo en el carro últimamente.


—Huh, ya veo.


—Pero yo no sabía que también le gustaba pescar por acá, rector. Cuando quiera se me une.


—¡Sí, sí, por supuesto! Es más, si quieres tú vete subiendo al bote, yo mientras me devuelvo rápido a mi camioneta a agarrar más carnada, que ya se me acabó. A eso venía, de hecho.


El conserje asintió, extrañado, pues no había visto ningún coche mientras caminaba al parque. Al poner pie en el interior del vehículo, notó de inmediato que parecía cualquier cosa excepto la montura de un pescador. Ni un balde con peces, ni rastro de una caña, solamente un pedazo de plástico blanco pegado al piso que desprendía un hedor incluso peor del que había creado Rodríguez a la hora de romper esos baños. Manchas largas y húmedas de coloración oscura, carmesí, bailaban al son de la marea. Desde su espalda, la sombra de una bestia putrefacta se levantaba en preparación para acabar el trabajo.


Abrió los ojos como platos apenas darse cuenta de lo que realmente estaba pasando, pero fue demasiado tarde. Su cuerpo inerte golpeó la madera. Con cierto desdén, el asesino le observó por varios segundos antes de volver a meter su bote de lleno en el lago, desapareciendo entre la espesa niebla. A partir de ese día los pasillos de la escuela se mantendrían vacíos por mucho más tiempo.


28 de Abril de 2022 a las 15:18 0 Reporte Insertar Seguir historia
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