jogamaba14 Gabriel Martínez Barre

Un muchacho se va de vacaciones a las tierras amazónicas del Ecuador y vive una aventura con una chica del lugar.


Cuento Todo público.

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Cuento corto
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Ampu

Me despierta el ruido de la lluvia. Miro la hora: está por amanecer. Desayuno solo. Mi papá me dejó la comida en la mesa. También hay una foto: la observo con la escasa luz. ¿Qué hace esto aquí?, me pregunto, y con rapidez viene a mi memoria lo que dijo ayer mi padre: «Viajaremos allá apenas me desocupe, mijo». Es una masa oscura que intenta tocar el cielo, me digo, y leo lo que dice al reverso: «volcán Sumaco». La foto ha sido tomada de muy cerca: el Sumaco separa en dos el horizonte.

Es mi primera mañana en el Coca.

No me importa mojarme, salgo y camino hasta el borde del río: por aquí es angosto y aguas abajo se ensancha. Del otro lado está el bosque. La corta distancia me incita a cruzar, pero no tengo bote. Desde donde estoy veo uno: flota amarrado a una estaca de un patio vecino.

Voy con los vecinos. Tienen una casa pequeña. Llamo a la puerta con insistencia, tal vez no me escuchan por la lluvia. Al fin se abre y se asoma una chica que podría ser de mi edad, dieciséis. Me ve de pies a cabeza antes de invitarme a pasar para que no me moje más. Se sienta en una mesa y comienza a armar unos collares. Me quedo en silencio un rato. El lugar es sencillo: una pequeña cocina, una sala con un sillón y al fondo un par de habitaciones.

Al cabo de unos minutos le pregunto con quién vive. Me devuelve una mirada extrañada. Me intimidan sus grandes ojos verdes. «Con mi padre, está trabajando ahora», responde. Yo le comento que mi padre también pasa ocupado, trabaja en una empresa petrolera. Me cuenta que el suyo hace excursiones turísticas a la selva, conoce bien estas tierras. ¿Cómo se llama aquel río?, consulto señalando por la ventana. «Payamino», contesta.

Continúo haciéndole conversación. Al inicio se muestra irritada por tantas preguntas, luego empiezo a agradarle. Descubro que ella y su padre son los únicos de su familia en el Coca, el resto viven lejos. El bote que está afuera lo usa ella cuando quiere. Pregunto si puede darme un recorrido por el río. Me sonríe.

Subimos al bote ayudándonos con un tablón. La lluvia ha cesado. Le digo mi nombre: Víctor. Ella piensa un poco antes de darme el suyo: Susana.

Las viviendas quedan atrás.

Vamos callados, nada más se oye el ronroneo del motor. Me sorprende el río Napo; si no fuera por el largo puente que me recuerda su conexión con la ciudad, creería que es una vena al descubierto de un gigante amazónico, y que la tierra y vegetación son la carne.

Consulto con mi nueva amiga si podemos bajarnos en algún punto y recorrer la selva. Me dice que podemos hacerlo mañana: la ropa que cargamos hoy no es la apropiada.

Me conformo con observar el follaje y soñar con lo que hay detrás, siento una mezcla de miedo y emoción.

Susana apaga la máquina y dejamos que el bote se mueva a merced de las aguas. Le hago saber a mi amiga que quiero nadar y me quito la camiseta. «¿De verdad? ¿No te preocupa ser devorado por caimanes?», me dice. ¡¿Hay aquí?!, pregunto al tiempo que me pongo de vuelta la ropa. Contesta: «Es poco probable, aunque, si te bañas en aguas desconocidas, seguro te enfermas… Peor tú que eres de… ¿De dónde eres?». De Guayaquil, respondo. Me comenta que jamás ha ido a mi ciudad, pero que le gustaría.

Me enseña a manejar el bote y lo llevo de regreso.

Nos despedimos ya entrada la tarde.

Hallo a mi papá preparando comida. Le platico de Susana. Se alegra de que haya hecho una amiga tan pronto y se disculpa por andar tan ocupado. Él hubiese preferido que lo visitara un mes después, cuando tuviese días libres. Afirma no conocer a Susana o su padre.

Salgo con mi padre a pasear por la ciudad hasta que llega la noche y se va otra vez a la empresa.

Ubico una silla a escasos metros del río.

Me da la impresión de que el bamboleo de las matas, del otro lado, me hacen un movimiento de «ven». El viento inquieta la vegetación, creo que aquel sonido es la naturaleza diciéndome: «¿Qué esperas? ¡Acércate!», en su idioma.

No me atrevo a adentrarme en el bosque a estas horas, más allá está todo oscuro, si me entregara a esa oscuridad, la tierra me comería y no puedo permitirlo, todavía soy joven para ser tragado por la tierra.

Cansado, me levanto y recojo la silla.

Me voy a dormir.

A la mañana siguiente, toco la puerta de Susana. No abre. Aguardo un tiempo y no aparece. Decido llevarme su bote.

En pocos minutos atravieso el río.

Desciendo.

Ando con lentitud. Mis botas tienden a hundirse en el suelo húmedo. Me reprocho no haber traído un machete para ayudarme a avanzar entre el follaje. No hay senderos y la humedad es alta, es la naturaleza desnuda: sin vestiduras de asfalto y cemento.

¡No debo tardarme!, me exijo en la mente, Susana seguro se molestará conmigo por llevarme su bote. Concluyo que, mientras no pase nada malo, una disculpa bastará para calmar su enojo. Por otra parte, mi papá me castigaría si supiera que vago sin compañía por este sitio.

Saco mi cámara y tomo fotos de los árboles, de las aves y de los monos que no me huyen.

Me detengo de súbito. Más adelante hay un chico. Está desnudo y camina entre la vegetación como un animal cualquiera. Su cabello es negro, corto, y su piel tiene el color de las hojas de los árboles. No ha reparado en mi presencia. Lo sigo.

El sonido de una rama me hace mirar a otra parte. Al ver de nuevo en la dirección del chico, no lo encuentro.

Lo busco sin éxito en todas las direcciones.

Me he alejado de la orilla, pero no me he desorientado. Resuelvo que es mejor volver.

Quedo pasmado. Mis piernas quieren doblarse. No sé cómo logro mantenerlas firmes.

Poco sé de animales, pero por la cabeza y las manchas del cuerpo que se halla a unos cuantos metros de mí, me atrevo a decir que es un jaguar. No me mira, igual no dudo de que ya sabe que estoy aquí.

Doy un par de pasos, nada ocurre. Doy otro con algo de convicción y rota su fornido cuello y me mira. Quedo congelado: sus ojos amarillos han atrapado mi alma. No sé qué hacer, ¿Servirá huir?

El animal ruge en su sitio. Me orino encima.

Me invade la incógnita: ¿cuánto tiempo le tomará acabar conmigo?

Todas las decisiones que he tomado en mi vida y que me han guiado a esta situación me resultan ahora estúpidas.

El jaguar emprende su andar hacia mí.

De repente se detiene. Vuelve a rugir, ahora mostrando las fauces a los árboles. De entre las plantas emerge un cuerpo marrón. Un puma.

Los animales gruñen como si conversaran. Al cabo de unos segundos se atacan. El jaguar intenta morder el cuello del puma, y viceversa. Es lo único que alcanzo a ver porque echo a correr. El ruido de los felinos va perdiendo la intensidad. Suspiro de alivio al encontrar el bote justo donde lo dejé.

Retorno a la ciudad.

Susana no ha vuelto todavía. Dejo su embarcación tal como estaba.

Ya en la calle, choco con la calma: la ciudad es un mundo aparte que ignora el evento que se está dando selva adentro.

El carro de mi papá está parqueado fuera de mi casa. Vago un rato por las calles con el objetivo de calmarme. Al entrar, hallo a mi papá durmiendo. Me ducho y voy a descansar. Así acaba el día.

No sé de Susana hasta la semana próxima: reposa en casa. Hablo con su padre, un hombre alto y de brazos largos; me dice, con tranquilidad, que su hija ha tenido un accidente. A pesar de mi angustia e interés, no da detalles. Su calma con respecto al asunto termina por serenarme.

Creo que no le agrado al papá de Susana: me mira con cierto fastidio.

Nos sentamos en la sala y le pregunto si ha divisado alguna vez a un chico desnudo en el bosque. «No te metas con él, es peligroso», comenta. Consulto el porqué y responde que solo habla el idioma de los jaguares. «¡No hay modo de comunicarnos con él!», sentencia, y exige abandonar el tema.

El papá de Susana se marcha encargándome el cuidado de su hija. Entro a su cuarto, lleva vendajes en el torso, los brazos y las piernas. Le recojo el cabello para que no se acalore y seco el sudor de su cuerpo. El agua sobre su piel color marrón le da un aspecto especial, como el de una deidad de los ríos.

Los días avanzan y las heridas de mi amiga van sanando rápido.

Mi ánimo decae al oír al padre de mi amiga decirle a ella: «¡Hija, cuando estés sana regresaremos a nuestro pueblo natal!». Ella se ve triste.

Así como va mi amiga, en menos de una semana se recuperará del todo.

En uno de mis últimos días junto a Susana, nos sentamos a ver el otro lado del río. Le pregunto qué sabe del chico desnudo que anda por la selva. «Creo que está perdido, asustado y desconfía del resto porque nadie lo entiende». Responde.

Hoy en la tarde, le pregunto a Susana si su padre ya ha decidido cuándo partir. Contesta que la noche siguiente.

Se despide de mí porque tiene cosas que hacer.

En la noche. Alguien toca la puerta de mi casa. Al principio me asusto porque mi padre no ha recibido visitas desde que vine a Coca y Susana tiene prohibido salir sola. Abro. Es el padre de Susana. Dice que no la encuentra.

La buscamos en el barrio e interrogamos a los vecinos. Nadie la ha visto. Qué raro, ¿no se iban mañana? ¿Por qué se adelantó?, le digo al papá de mi amiga. «¿Eso te dijo ella?», me pregunta con rostro preocupado. «Esto ha sido culpa mía, mi niña no quería irse, la he obligado a marcharse a quién sabe dónde», se lamenta el hombre.

Me ubico casi al filo del río Payamino y observo el bosque al otro extremo. Tengo la esperanza de encontrar la mirada de mi amiga entre el laberinto de plantas y árboles. No veo nada. Detrás de mí oigo los sollozos de su papá.

De pronto, hay silencio. El silencio amazónico es equivalente al susurro del bosque. Me doy vuelta y no hay nadie. Llamo al padre de Susana varias ocasiones y no obtengo respuesta. Por el rabillo del ojo descubro un movimiento. En el cielo vuela una gran ave, parece que emprende un viaje hacia la luna. Después lo pierdo de vista.

El resto de los días son aburridos. No hay rastro de Susana ni de su padre. Me esmero en creer que están bien.

Espero a que lleguen las vacaciones de mi papá y salimos de viaje. En una de nuestras primeras experiencias nos subimos a un crucero que va por el río Napo. A la distancia veo algo maravilloso: un jaguar nadando. Lo sigo con la mirada. Cuando está por llegar a la orilla sumerge su cabeza, pero la que emerge es otra: una con cabello negro. Sale a la superficie una figura humana desnuda. Veo a mis costados, no hay otra persona presenciando el evento. La figura se adentra en el bosque hasta perderse.

Las vacaciones con mi padre acaban luego de que visitamos el volcán Sumaco.

Retorno a Guayaquil

Cada vez que me aburro, salgo a deambular por las calles. Conservo la esperanza de algún día cruzarme con un puma en plena avenida, sé que no tendré que temer, se trata de Susana que ha venido a visitarme.



Este texto fue uno de los ganadores del Cuarto Certamen Orellana lee organizado por MACCO Ecuador.

27 de Febrero de 2022 a las 17:29 0 Reporte Insertar Seguir historia
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Conoce al autor

Gabriel Martínez Barre Soy un ingeniero al que le gusta mucho escribir. Fui uno de los ganadores del IV Certamen Literario “Orellana lee” organizado por MACCO-EP del Ecuador. Fui uno de los ganadores del Concurso “Derivas Urbanas” organizado por el Festival de Narrativa de Bahía Blanca de Argentina. Mi trabajo ha aparecido en distintas antologías y revistas de Estados Unidos, Sudamérica y Europa.

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