Un alma inquieta revoloteaba por la habitación, que más tarde se convertiría en la casa, después en el vecindario y luego en la ciudad, porque esta alma sin reposo era una rebelde que se negaba a permanecer: las aventuras la esperaban impacientes detrás de cada esquina, mas siempre parecía que no llegaba a tiempo. Quizás un poquito antes o un poquito después, pero nunca a la hora exacta, por lo que terminaba perdiéndose las sorpresas y volviendo a su hogar cabizbaja y a paso lento - si es que su cautiverio merecía llamarse como tal.
Se encontraba encerrada, a disgusto y sumamente triste. No había nacido para ello, mas nadie se había asegurado de decírselo. Sin embargo, con emoción siempre enfrentaba el siguiente amanecer, y el siguiente, y el próximo a ese, bajo la premisa de que todo cambiaría, a pesar de que el seguirlo haciendo no era ya más que una formalidad. Poco a poco se iba marchitando, como una flor, combinando su apagado color con el de sus alrededores que tanto se habían esmerado, aún sin saberlo, en que terminara así.
Pero era un alma inquieta, y con la luz diurna parecía recargar sus energías. Sólo le faltaba un salto.
Nada se lo impedía más que si misma. No lo notaba, pero era el miedo lo que le impedía dormir por las noches y las tres gotitas de felicidad que recibía diariamente lo que la hacía conformarse con lo que tenía. Pero la satisfacción por su estilo de vida hace tiempo que había concluido y penosamente la arrastraba con una dignidad que no le correspondía.
Sólo le faltaba un salto.
Tomaba coraje, sí, pero sus entrañas habían cargado con él desde que su pequeña figura fue concebida; sólo le hacía falta desenterrarlas.
Y saltó.
Sin apenas notarlo, y con temor a la caída, voló.
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