mavi-govoy Mavi Govoy

Cedric, un mercenario, recibe su primer encargo: librar al mundo de un peligro espantoso, en palabras de su jocoso cliente. Para ser su debut como soldado de fortuna no está nada mal, pero las cosas no salen como estaban previstas...


Cuento Todo público.

#cuentodeunrasgo #bella #soñadora #alegre #dulce
Cuento corto
3
545 VISITAS
Completado
tiempo de lectura
AA Compartir

La primera misión

Lo bueno de ser un mercenario era que la brújula que marcaba su camino no sabía de políticas, ideología o religiones, tampoco la movía el odio ni la crueldad, su única guía era la supervivencia. Trabajaba para costearse la vida, como lo hacía un zapatero, un pastor o un alfarero. No era culpa suya que, tantas veces, su oficio fuese similar al de asesino a sueldo.

Cedric no había escogido esa profesión. La vida eligió por él.

Cuando la nación fue asolada por ejércitos invasores, muchos niños acabaron en las calles, asilvestrados como perros. Y, como ellos, flacos, pulgosos y desconfiados.

Bien sabía Dios que tenían razones para no fiarse de nadie. De vez en cuando, los soldados vencedores, jaleados por sus señores y organizados por sus mandos, peinaban las calles para despenar animales y niños abandonados.

Otras personas recogían niños de las calles para emplearlos en diversas ocupaciones. Los mineros preferían chicos, las alcahuetas, niñas; el que había adquirido tierras que cultivar, recogía indistintamente chicos y chicas. Cedric y otros cuantos acabaron en la destartalada hacienda de un viejo mercenario.

El edificio, de tres plantas más sótano, tenía rotas las ventanas, caído el estucado de las paredes y los techos, alabeadas y con agujeros las puertas y levantadas muchas baldosas del suelo. Las corrientes de aire soplaban por todas partes y había humedades en el sótano y las paredes, pero eso fue lo que salvó la estructura del fuego, solo ardió una habitación anexa a la cocina. Los saqueadores no dejaron muebles ni vajilla, pero conservaba un techo bajo el que cobijarse. Y tenía un patio enorme que en una época más feliz fue un jardín.

En ausencia de riego, solo los árboles sobrevivieron. El resto de antiguo jardín se transformó en la pista de entrenamiento de los niños. El viejo mercenario, cojo, con un ojo medio cerrado por una cicatriz que bajaba desde su frente hasta donde tendría que haber estado su oreja izquierda, la nariz rota y más cicatrices en el velludo cuerpo de las que correspondían a alguien que siguiese vivo, les dio una razón para no rendirse, los convirtió en máquinas de luchar.

Es decir, a los que no se quedaron por el camino. Fueron años duros. Pasaron hambre y frío, las enfermedades hacían estragos, la higiene era un lujo… Algunos se marcharon, otros murieron. Pero otros llegaron a donde hoy estaba Cedric: su primer trabajo pagado.

El cliente un sujeto vestido y peinado a la última moda, con una preciosa voz grave y maneras de gran señor, no dejó de aspirar con anhelo de un pañuelo blanco, primorosamente bordado y perfumado que en todo momento tuvo sujeto entre dos dedos, como si el olor a muerto precediese a Cedric. Porque olor a sudor no podía ser, ya que se dio un buen baño antes de ir a verlo. Y las ropas eran nuevas, adquiridas con el anticipo recibido a cuenta del trabajito.

La sensibilidad olfativa del cliente no le impidió detallarle su encargo: librar al mundo de un amenaza. Por supuesto. Cuando alguien con dinero paga por deshacerse de un enemigo, o de un rival, siempre argumenta que lo hace por librar a la humanidad de un indeseable.

No le dio el nombre del sujeto, tampoco lo describió, pero recibió indicaciones muy precisas de dónde localizarlo, y dijo que lo reconocería porque tenía tatuadas en la frente tres pequeñas estrellas, en hilera, desde el nacimiento del pelo hasta el entrecejo.

Encontró su objetivo con la caía de la noche: una construcción camuflada entre árboles en el interior de una reserva privada de caza. El refugio, fabricado con madera, aprovechaba el espacio interior entre cinco enormes árboles en círculo. Debía de tener una sola estancia por planta, pero se extendía hacia arriba, escondido por el ramaje de los árboles y las hierbas que trepaban por sus paredes. Estaba tan disimulado que pese a saber lo que buscaba no lo habría encontrado de no ser por la luz que brillaba muy por encima de su cabeza, como a veinte metros del suelo.

Sin hacer ruido, Cedric rodeó los árboles y las maderas que cerraban los espacios entre estos. A la segunda vuelta localizó la puerta. Atrancada. De todas formas no quería entrar por ahí. En caso de pelea en las escaleras, la desventaja era para el que estuviese en la posición inferior. Prefería trepar por el exterior.

La escalada fue más dificultosa de lo previsto. Mientras subía vio un par de ventanas, también atrancadas, una de ellas con salida a un balconcito entre las ramas. La luz que lo guio durante la ascensión surgía de otra ventana cubierta por una cortina lo bastante fina para dejar salir la luz y, no menos importante, para poder ver el interior, una estancia redonda y llena de color. Bajo la ventana había una mesa con un libro abierto y un quinqué encendido; a un lado, una serie de alfombras apiladas unas sobre otras, cubiertas por varias mantas y multitud de cojines y… muñecas. También había un arcón abierto por el que asomaban telas, tres cajones apilados contenían libros y hojas, y en el suelo se abría un hueco cercado por una tosca barandilla. La estancia estaba vacía.

Se ajustó la tela que le cubría el rostro y sacó el instrumental propio de su oficio. Había llegado el momento de colarse.

Escuchó el sonido antes de poner un pie dentro, en cuanto consiguió forzar y abrir la ventana. En algún sitio, una niña cantaba suavecito.

Entró igualmente. Ya vería qué hacer con la niña después de acabar el trabajo.

Se encaminaba a las escaleras cuando a la canción se sumó el ruido de unos pasos. No procedían de abajo, sonaban sobre su cabeza. Junto a la ventana, enganchada a la pared, había otra escalera. Por el hueco del techo apareció un pie minúsculo enfundado en gruesa lana, a continuación surgió la pareja, y por encima de ambos pies un holgado camisón verdeazulado.

Cedric apenas tuvo tiempo de encogerse en el hueco bajo la tapa del arcón abierto, con los tres cajones con libros por delante de él, como parapeto.

La niña tendría seis o siete años, llevaba el pelo castaño recogido en dos trenzas y era flacucha. Cuando se giró vio que tenía pecas, le faltaban dos dientes y en su frente había un tatuaje, tres estrellas en hilera, desde el nacimiento del pelo hasta el entrecejo.

Maldijo su suerte. ¡Menudo mercenario estaba hecho! Su primer trabajo y le entraban escrúpulos. Ya no veía un encargo, veía a una chiquilla que cantaba y bailaba en círculos, una niña dulce, alegre, soñadora y bella. Tendría que cambiar de oficio, postularse como matador de dragones o algo así, más en consonancia con su carácter.

Había decidido que permanecería escondido hasta que la niña se durmiese -alguien tendría que haber acudido ya para meterla entre las mantas y darle un beso de buenas noches- y a continuación se marcharía por donde había venido, devolvería el anticipo y buscaría asilo entre los monjes cartujos, cuando desde algún piso inferior llegó un alboroto de cosas que caían, carreras y gritos.

La niña dejó de cantar de inmediato, corrió a la barandilla que cerraba la escalera y se empinó sobre las puntas de los pies para mirar abajo.

–Antón, ¿qué pasa? –llamó, alarmada. Tenía acento extranjero.

Desde su escondite, Cedric solo podía deducir la situación a partir de los sonidos de lucha y de carreras, y no le dabna buena espina. Alguien pesado pero en buena forma subía a la carrera. Tras él iba alguien que resollaba.

Los ojos de la niña, de por sí grandes, se abrieron enormes y retrocedió de espaldas, sin dejar de mirar la negra sombra que surgía por el hueco el suelo. Cedric atisbó a un sujeto vestido de negro, con el pelo recogido en una coleta lacia y un bigote estrecho que le caía por las comisuras de una boca grande de labios finos. Sujetaba en la mano un puñal manchado, y llevaba otro en una correa asida al muslo. Saltó la barandilla con la agilidad de un mono. La niña no podía retroceder más, su espalda chocó con la mesa. A Cedric le sorprendió que no gritase ni llorase. Y también le agradó. Otro individuo, moreno y mofletudo, asomó por la escalera.

–Es… ella –jadeó.

El atlético levantó el puñal y dio un paso. Su forma de asir el arma delataba experiencia.

Cedric respiró hondo y salió de su escondite. Su puñal de la suerte se clavó entre los omóplatos del tipo atlético, al mofletudo le rebanó el pescuezo antes de que tuviese tiempo de girarse y verlo.

El atlético suspiró, cayó de rodillas y después hacia un lado. Sus ojos abiertos miraban sin ver las vigas del techo. El otro se derrumbó por las escaleras, su cuerpo chocaba y se escurría por los escalones con un ruido de terremoto.

Cedric enseñó las manos.

–No te asustes –dijo a la chiquilla–. Mi oficio es rescatar gente en apuros.

10 de Enero de 2022 a las 20:27 0 Reporte Insertar Seguir historia
8
Fin

Conoce al autor

Mavi Govoy Estudiante universitaria, defensora a ultranza de los animales, líder indiscutible de “Las germanas” (sociedad supersecreta sin ánimo de lucro formada por Mavi y sus inimitables hermanas), dicharachera, optimista y algo cuentista.

Comenta algo

Publica!
No hay comentarios aún. ¡Conviértete en el primero en decir algo!
~