_aohnia_ Ainhoa Cabaleiro Boente

En el inico de nuestra era, los cristianos habían declarado "No podéis seguir viviendo entre nosotros como judíos" En la alta edad media, los jefes laicos decidieron "No podéis seguir viviendo entre nosotros" Finalmente, a principios del año 1939, los nazis decretaron "No podéis seguir viviendo"


Histórico Todo público.

#2GuerraMundial
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Prólogo

Me gusta la nieve más que cualquier otra cosa, más que una hoguera y canciones, más que mi oso de peluche favorito. Me gusta porque es del mismo color que mi peluche, del mismo color que mi piel, del mismo color que mi pijama, del mismo color que el pelo de la señorita Leblanc, del mismo color que mis dientes, del mismo color que el azúcar y las paredes del orfanato.

–Aiden, 12 años.


Lo último que recuerdo es estar lavándome los dientes con el pijama blanco ya puesto, iba a meterme en cama cuando comencé a oír ruidos provenientes de la planta baja. No era curiosidad lo que llegó a mi cabeza, pues aún quedaban niños cenando o subiendo las escaleras. Algo tan normal como todos los días en nuestro hogar.

" Vois sur ton chemin. Gamins oubliés égarés

Donne leur la main, pour les menerVers d’autres lendemains”

Los días de un huérfano pasan lentos, no tiene un padre y una madre que le lleven de excursión, que le compren ropa bonita o ayuden a dibujar. La vida de los niños como yo se limitaba a la rutina de ir al colegio cercano, volver y pasar la tarde haciendo trabajos, leyendo o jugando. Era un lugar agradable, monótono, pero agradable.

No le di importancia, seguí lavándome los dientes, me enjuagué y cerré el grifo, dispuesto a subir las escaleras, guardar el cepillo en la mesita de noche, meterme en cama y esperar a que vinieran a cerrar las ventanas y correr las cortinas.

Entonces oí disparos.

Los días de lluvia no auguran nada bueno, o eso es lo que se suele decir por ahí. Bien, pues hoy estaba nevando. La nieve no parece algo malo.

Sentí que fue todo demasiado rápido, demasiado rápido como para escapar, hacer algo al respecto, demasiado rápido como para esconderse debajo de aquel sillón viejo, para intentar algo que no fuera salir del gran cuarto de baño y correr escaleras abajo para ver qué ocurría. La gran puerta de madera no aguantó mucho frente a mis ojos. Oí gritos, más disparos, y seguía sin conocer el motivo.

Más niños bajaron las escaleras conmigo y se agolpaban igual que yo a la entrada del orfanato, ninguno tenía ni la más remota idea de lo que estaba sucediendo en aquel momento.

Llegaron aporreando las paredes, como los monstruos de los cuentos, de esos que desaparecen al cerrar el libro… oh, pero eso era muy real.

Nunca había sentido tanto miedo al ver un militar, pues jamás en mi vida me habían apuntado a la cabeza con un arma grande y alargada cuyo nombre desconocía. Ocurrió como ese instinto que los animales en apuros desarrollan cuando están a punto de morir. Todos echamos a correr escaleras arriba, algunos nos pisamos, otros tropezaron, más de uno de cayó al suelo tratando de alcanzar el piso de arriba. Volví a oír disparos.

La planta alta apenas tenía niños, y los que aún estaban ahí se encontraban viendo por las que antes eran hermosas ventanas acristaladas y ahora solamente cristales rotos unidos a madera vieja. Me asomé también, tenía que saber qué estaba ocurriendo. No es que quisiera por voluntad propia, es que el terror estaba invadiendo mi organismo a tal velocidad que no había forma de no unirme a ellos.

No debería haberlo hecho.

“Sens au cœur de la nuit. L’onde d’espoir

Ardeur de la vie. Sentier de gloire”

La señorita Leblanc, una mujer amable, maternal y la querida encargada del orfanato, y el resto de mujeres que siempre llevaban vestidos blancos y el pelo recogido en moños o coletas impecables, estaban extendidas en la nieve, con agujeros en sus vestidos de los que salían borbotones de sangre tan roja como la tinta con la que dibujaba las flores la señorita Monsalvat, como el abrigo que traía Helenna, la cartera, la semana pasada. El rojo y el blanco dejaron de gustarme juntos en ese momento.

Había varios autobuses de metal a las puertas del edificio viejo y poco cuidado, el parque que teníamos delante estaba completamente destrozado. Lo habían hecho añicos, ya no había rastro de los columpios, el tiovivo o los toboganes azules. En ese momento ni siquiera pude asombrarme del silencio con el que lo habían hecho todo, pues ninguno de nosotros había oído un solo ruido hasta que sonaron los primeros truenos.

Aquellos militares uniformados en negro bajaron de más autobuses mientras otros entraban a la planta superior y nos obligaron a salir a gritos; o eso supuse, porque no fui capaz de entender ni una de sus palabras, pero las señas que hacían con el brazo eran bastante claras. Nosotros obedecimos al momento, el miedo a morir del mismo modo que las que yacían en la nieve era mayor que la duda e indecisión que ocupaba el mayor espacio en nuestros cerebros en aquel preciso instante, o al menos el mío.

Oí sirenas, gritos, lloros, preguntas e incluso algún que otro disparo ensordecedor más. Vi como algunos hombres nos apuntaban y otros agarraban a mis amigos para meterlos en esos autobuses y camiones blindados, no me atreví a resistirme. Sentí un inmenso calor en la espalda segundos después de salir del orfanato y que me agarraran del brazo. Calor que iba aumentando a cada segundo y paso que daba. Giré mi cabeza con el mismo temor con el que salí por la puerta.

El orfanato ardía.

“Bonheurs enfantins, trop vite oubliés effacés

Une lumière dorée vrille sans fin

Tout au bout du chemin”

A día de hoy me pregunto a mí mismo qué hicieron para controlarlo después al encontrarse en una zona cercana a una amplia extensión de bosque trasero. En su momento, lo único que hice fue llorar.

Un horrible sentimiento de agobio, angustia y desesperación se comprimió en mi pecho de forma horrible, me costaba respirar, me costaba mucho hacer cualquier esfuerzo porque el aire entrase en mis pulmones para no caerme de rodillas allí delante. Grité, grité tanto que sentí que mis pulmones saldrían por mi boca. Suerte que me agarraban del brazo para que no cayera al suelo.

El parque destruido, mi hogar en llamas, la señorita Leblanc muerta… odié los días nevados y los continúo odiando ahora.

Unas manos me agarraron con más fuerza, volví a gritar otra vez tratando de soltarme pero sólo sirvió para que me arrojasen al suelo y recibir unas cuantas patadas que me hicieron callar al momento. Siempre fui muy obediente ante ese estímulo, golpe y a cerrar la boca. Sentí el calor de la sangre bajo la tela de mi pijama en las piernas y como se me formarían pronto moretones en el estómago, espalda y brazos, al menos no me dieron en ningún ojo. Mis ojos marrones no son un gran atractivo, pero tampoco quería quedarme con uno cerrado durante días.

Las manos enfundadas en guantes de cuero me levantaron y metieron a empujones en el autobús blindado. Caí de bruces al suelo, dándome en la nariz un golpe que aún me duele ahora al recordar, varios pies descalzos pasaron por encima de mi espalda, los gritos hacían eco en el metal y el dolor de cabeza llegó antes de que pudiera abrir los ojos.

Quise hacer algo, pero únicamente pude tratar de gatear hasta apartarme un poco y que dejasen de pisotearme como a una hoja de papel tirada en el suelo. No era capaz de asimilar lo que estaba pasando, todo rápido, muy rápido, demasiado rápido ¿Qué demonios había ocurrido?

El vehículo arrancó con brusquedad poco después. Me arrastré por el suelo hasta llegar a un asiento, allí me quedé, quietecito en mi sitio como el niño obediente que era. Busqué con la mirada a mis dos mejores amigos, pero ninguna cabellera rubia o negra en el lugar. Volví a esconderme en mí mismo, encogiendo las piernas para rodearlas con mis brazos.

Estaba yo solo en ese asiento, nadie a mi lado, solo al lado de la ventana, nadie conmigo, yo y la nada, qué bien. Quizá eso fue lo mejor en aquel momento, ahora mismo no recuerdo cuántos éramos en el autobús de metal, pero me alegro de no haber ido con nadie (no hasta que Miers se sentó a mi lado horas después, el suelo no debía resultarle demasiado cómodo).

“Mi nombre es Aiden, tengo 12 años y me encuentro en un autobús lleno de niños que gritan pidiendo ayuda…” pensé en bajo, tratando de no romper a llorar por segunda vez. Era un ejercicio de autoayuda que a día de hoy todavía me sorprendo repitiendo cuando entro en pánico.

“Mi color favorito es… era el rojo, coloreo un poco mal y me gusta leer. El gato marrón es mi amigo… " seguí con el ejercicio un buen rato y una vez, acabé, comencé de nuevo.

“Mi nombre es Aiden…”

Preferí seguir tapándome los oídos con las manos y esconder la cabeza entre las piernas, era mejor, sí, así estaba bien, así no me harían daño. No sabía que mi próximo contacto con los militares sería bastante más tarde de lo que me esperaba.

Aun notaba la espalda caliente por las llamas que estaban cada vez más lejos, no sabía a dónde íbamos, no sabía quiénes eran los que nos acababan de agarrar. “¡Por el amor de Dios! ¡Que dejen de gritar de una maldita vez!” Me dolía la cabeza, apreté la mandíbula, presioné las manos con más fuerza. La sangre de las rodillas raspadas cuando caí al suelo blindado con algunos clavos mal puestos bajaba por mis piernas, el pantalón blanco estaba manchado de rojo, me dolía también. Me dolía todo, y lo que me faltaban eran las lágrimas que volvieron después.

“Sens au cœur de la nuit. L’onde d’espoir

Ardeur de la vie. Sentier de la gloire”

22 de Noviembre de 2021 a las 15:07 0 Reporte Insertar Seguir historia
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