ray-callander Ray Callander

Un capo de la droga contrata al conflictivo expolicía Matt Scudder para que encuentre a los asesinos de su esposa, una persecución que nos mostrará lo peor de Nueva York. En este thriller, Liam Neeson encarna a un detective privado sin licencia atrapado en un inquietante caso.



Suspenso/Misterio No para niños menores de 13. © Este libro no me pertenece, es de Lawrence Block, Yo solo lo traduci al español, la portada la cogí de la pelicula de Scott Frank, que el llevo el libro fisico a una pelicula. Yo quise hacer el libro digital, hay muchasmas paginas con esta historia.

#violento #sangriento #drogas
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Capitulo 1

El último jueves de marzo, en algún momento entre las diez y media y las once de la mañana, Francine Khoury le dijo a su esposo que iba a salir un rato, que tenía que ir a comprar.
—Llévate mi coche —le propuso él—. Yo no tengo que ir a ningún sitio.
—Es demasiado grande —dijo—. La última vez que lo cogí, me parecía estar conduciendo un barco.
—Como quieras —respondió él.
Los coches, el Buick Park Avenue de él y el Toyota Camry de ella, compartían el garaje situado en la parte trasera de la casa, una construcción de falso estilo Tudor cuya fachada era de entramado de madera y estuco. La casa se encontraba en Colonial Road, entre las calles Setenta y ocho y Setenta y nueve, en el barrio de Bay Ridge, en Brooklyn. Francine arrancó el Camry, dio marcha atrás para salir del garaje, pulsó el mando a distancia para cerrar la puerta del garaje y luego siguió retrocediendo hasta llegar a la calle. En el primer semáforo rojo, introdujo una cinta de música clásica en el radiocasete. Beethoven, uno de los últimos cuartetos. En casa escuchaba jazz, pues era la música preferida de Kenan, pero cuando conducía le gustaba escuchar música de cámara.
Era una mujer atractiva: metro sesenta y siete, cincuenta y dos kilos, de busto generoso, cintura estrecha y caderas estilizadas. Pelo oscuro, brillante y rizado, peinado hacia atrás. Ojos oscuros, nariz aquilina y boca de labios carnosos.
La boca siempre aparece cerrada en las fotografías. Deduzco que tenía los incisivos superiores algo prominentes y una considerable sobremordida, cosa que la avergonzaba y la hacía sonreír poco. En las fotos de la boda se la ve radiante y feliz, pero no enseña los dientes.
Era de piel aceitunada y sin duda conseguía enseguida un bronceado duradero. De hecho, ya estaba un poco morena: Kenan y ella se habían pasado la última semana de febrero en las playas de Negril, en Jamaica. Seguramente se habría puesto aún más morena, pero Kenan la había obligado a utilizar protección solar y le había controlado las horas de exposición.
—No es bueno —le había dicho—. La piel demasiado oscura no es atractiva. Pasar mucho tiempo al sol es lo que hace que una ciruela se quede como una pasa.
«¿Y qué tienen de bueno las ciruelas?», había querido saber ella. «Que son carnosas y jugosas», le había respondido él.
Cuando Francine ya se había alejado media manzana de la puerta de su casa, más o menos cuando estaba llegando a la esquina de la calle Setenta y ocho con Colonial, el conductor de una furgoneta azul puso en marcha su vehículo. Esperó a que Francine se hubiera alejado otra media manzana; luego se apartó del bordillo y empezó a seguirla.
Francine giró a la derecha en Bay Ridge Avenue y luego a la izquierda en la Cuarta Avenida, dirección norte. Aminoró la marcha al llegar al D’Agostino’s que está en la esquina de la Cuarta Avenida con la calle Sesenta y tres y dejó el Camry en un aparcamiento situado a media manzana del establecimiento.
La furgoneta azul pasó de largo, dio la vuelta a la manzana y aparcó junto a una boca de incendios, justo delante del supermercado.
Cuando Francine Khoury salió de su casa, yo aún estaba desayunando.
La noche anterior me había quedado levantado hasta tarde. Elaine y yo habíamos ido a cenar a uno de los restaurantes indios de la calle Seis Este, y luego a ver una reposición de
Madre Coraje
en el Public Theater de Lafayette Street. Las localidades no eran demasiado buenas, por lo que costaba oír a algunos de los actores. Nos habría gustado marcharnos durante el entreacto, pero uno de los actores era el novio de una vecina de Elaine, así que queríamos ir a los camerinos cuando bajara el telón y decirle que había estado genial. Terminamos tomando una copa con él en un bar de la esquina, que estaba abarrotado por algún motivo que no llegué a entender.
—Esta sí que es buena —le dije a Elaine cuando salimos del bar—. Me he pasado tres horas sin oír lo que decía en el escenario y media hora sin oír lo que decía desde el otro lado de la mesa. Me pregunto si este chico tendrá voz.
—La obra no ha durado tres horas —respondió Elaine—. Más bien dos y media.
—Pues a mí me han parecido tres.
—Y a mí cinco —replicó—. Vámonos a casa.
Fuimos a su casa. Preparó un café para mí y un té para ella, y nos pasamos una media hora viendo la CNN y charlando durante los anuncios. Luego nos fuimos a la cama, pero yo me levanté al cabo de una hora, más o menos, y me vestí a oscuras. Estaba a punto de salir de la habitación cuando Elaine me preguntó adónde iba.
—Lo siento —dije—. No quería despertarte.
—No pasa nada. ¿No puedes dormir?
—Es obvio que no. Estoy inquieto, pero no sé por qué.
—Ponte a leer en el salón. O a ver la tele. No me molesta.
—No —le respondí—, estoy demasiado nervioso. Un paseo por la ciudad me sentará bien.
El apartamento de Elaine se encuentra en la calle Cincuenta y uno, entre la Primera Avenida y la Segunda. Mi hotel, el Northwestern, está en la calle Cincuenta y siete, entre la Octava y la Novena. En la calle hacía bastante frío y al principio pensé en coger un taxi, pero después de haber recorrido una manzana ya prácticamente no lo notaba.
Mientras esperaba a que un semáforo se pusiera verde, vislumbré la luna entre dos edificios altos. Era una luna casi llena, lo cual no me sorprendió. En la atmósfera se respiraba el aire de las noches de luna llena, que hace que suba la marea en las venas. Me apetecía hacer algo, pero no sabía qué.
Si Mick Ballou hubiera estado en la ciudad, tal vez habría ido a su bar a buscarlo. Pero estaba en el extranjero, y un bar, en general, no era el lugar idóneo para mí, sobre todo sintiéndome tan inquieto como me sentía. Me fui a casa, cogí un libro y a eso de las cuatro apagué finalmente la luz y me fui a dormir.
A las diez en punto ya estaba en la esquina, en el Flame. Tomé un desayuno ligero y leí el periódico, concentrándome sobre todo en las páginas de sucesos locales y deportes. El mundo se hallaba entre dos crisis, así que no me interesaba mucho la perspectiva global. Las cosas tienen que ponerse feas de verdad para que yo me interese por las cuestiones nacionales o internacionales. Si no es el caso, esos temas me parecen demasiado lejanos y mi mente se niega a abordarlos.
Sin embargo, tenía tiempo de sobra para leerme todas las noticias, y hasta los anuncios clasificados y los de bufetes de abogados. La semana anterior había trabajado tres días en Reliable, una importante agencia de detectives cuyas oficinas se hallaban en el edificio Flatiron, pero desde entonces no me habían encargado nada más. Ya habían pasado siglos desde el último trabajito que yo había hecho por mi cuenta. Disponía de dinero suficiente como para no tener que trabajar y, por otro lado, siempre he sabido encontrar la manera de mantenerme ocupado, pero no me habría importado tener algo que hacer. La inquietud de la noche anterior no había desaparecido al ocultarse la luna. Seguía ahí, como una fiebre latente en la sangre, un picor justo debajo de la piel, donde uno no puede rascarse.
Francine Khoury estuvo media hora en D’Agostino’s y, durante ese tiempo, llenó un carrito. Pagó la compra en metálico. Un empleado le metió las tres bolsas llenas de nuevo en el carrito y la acompañó a la calle, hasta donde había aparcado el coche.
La furgoneta azul seguía estacionada junto a la boca de incendios, con las puertas traseras abiertas. Dos hombres habían descendido del vehículo y se encontraban en ese momento en la acera, al parecer comprobando algo en la tablilla con sujetapapeles que uno de ellos tenía en la mano. Cuando Francine pasó junto a ellos, seguida del empleado, los dos hombres la miraron de reojo. En el momento en que ella abría el maletero de su Camry, los dos hombres ya estaban de nuevo en la furgoneta, con las puertas cerradas.
El chico dejó las bolsas en el maletero. Francine le dio dos dólares, que era el doble de lo que la gente solía darle, por no hablar del porcentaje asombrosamente elevado de clientes que ni siquiera le daban propina. Kenan la había enseñado a dejar siempre buenas propinas; no ostentosas, pero sí generosas.
—Nos podemos permitir el lujo de ser generosos —le había dicho.
El muchacho regresó con el carrito al supermercado. Francine se sentó al volante, puso en marcha el motor y se dirigió hacia el norte por la Cuarta Avenida.
La furgoneta azul se mantuvo a media manzana de distancia.
No sé a ciencia cierta qué ruta siguió Francine para ir desde D’Agostino’s hasta la tienda de productos de importación situada en Atlantic Avenue. Podría haberse quedado en la Cuarta Avenida hasta llegar a Atlantic, o podría haber cogido una vía rápida como la Gowanus para dirigirse al sur de Brooklyn. Es imposible saberlo y, en el fondo, tampoco tiene mayor importancia. Por una u otra ruta, llegó con su Camry hasta el cruce de Atlantic Avenue con Clinton Street. En la esquina sudoeste de la intersección se encuentra un restaurante sirio, el Aleppo, y justo al lado, en Atlantic, un supermercado —una gran tienda de comidas preparadas, en realidad— llamado The Arabian Gourmet. (Francine, sin embargo, no lo llamaba así. Como la mayoría de los clientes que hacían allí sus compras, se refería al establecimiento con el nombre del anterior propietario, Ayoub, un hombre que había vendido el negocio diez años atrás y se había ido a vivir a San Diego).
Francine estacionó junto a un parquímetro en la acera norte de Atlantic, casi enfrente de The Arabian Gourmet. Se dirigió a la esquina, esperó a que el semáforo se pusiera verde y luego cruzó la calle. Cuando entró en la tienda, la furgoneta azul estaba aparcada en una zona de carga y descarga delante del restaurante Aleppo, justo al lado de The Arabian Gourmet.
Francine no permaneció mucho tiempo en el establecimiento. Solo compró unas pocas cosas y no necesitó ayuda para llevarlas al coche. Salió de allí a las doce y veinte, más o menos. Llevaba un abrigo tres cuartos, de pelo de camello, unos pantalones de color gris marengo y dos jerséis: un cárdigan beis de punto trenzado y, debajo, un jersey de cuello alto de color chocolate. Se había colgado el bolso al hombro; en una mano llevaba la bolsa de la compra y, en la otra, las llaves del coche.
Las puertas traseras de la furgoneta estaban abiertas, y los dos hombres que antes habían bajado del vehículo estaban de nuevo en la acera. Cuando Francine salió de la tienda, se situaron uno a cada lado de ella. En el mismo instante, un tercer hombre —el conductor de la furgoneta— puso en marcha el vehículo.
—¿La señora Khoury? —preguntó uno de los hombres.
Francine se volvió y el hombre le mostró una cartera, que abrió y cerró muy deprisa, permitiéndole vislumbrar una placa o tal vez nada.
—Tiene usted que acompañarnos —dijo el segundo hombre.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó Francine—. ¿Qué es lo que ocurre? ¿Qué quieren de mí?
La cogieron cada uno por un brazo y, antes de que pudiera entender lo que estaba pasando, la arrastraron por la acera y la metieron en la parte trasera de la furgoneta. En cuestión de segundos, las puertas del vehículo estaban cerradas y los dos hombres estaban dentro con ella. La furgoneta se alejó del bordillo y se perdió entre el tráfico.
Aunque era pleno día y el secuestro se había producido en una concurrida calle comercial, prácticamente nadie presenció el suceso. Los pocos testigos ni siquiera sabían muy bien qué habían visto. Todo debió de suceder de manera muy rápida.
Si Francine hubiera retrocedido y se hubiera puesto a gritar en cuanto se le acercaron…
Pero no lo hizo. Y antes de que tuviera tiempo de reaccionar, ya estaba dentro de la furgoneta con las puertas cerradas. Tal vez en aquel momento gritara o se resistiera, o lo intentara al menos, pero para entonces ya era demasiado tarde.
Sé exactamente dónde estaba yo cuando la secuestraron. Asistí a la reunión de mediodía del grupo de Fireside, que se celebra de doce y media a una y media entre semana, en la confluencia de la calle Y con la Sesenta y tres Oeste. Llegué temprano, así que seguramente estaba allí sentado tomando un café cuando los dos hombres arrastraron a Francine por la acera y la metieron en la parte trasera de la furgoneta.
No recuerdo ningún detalle de la reunión. Ya hace unos cuantos años que asisto con regularidad a las reuniones de Alcohólicos Anónimos. No voy a tantas como cuando dejé la bebida por primera vez, pero aún acudo a unas cinco reuniones semanales. Supongo que la reunión de ese día seguía el formato habitual; es decir, un orador dedicaba unos quince o veinte minutos a contarnos su historia y el resto de la hora consistía en un debate abierto. Creo que no hablé durante el período de debate, porque es probable que, de haberlo hecho, me acordara. Estoy convencido de que los demás dijeron cosas interesantes y puede que hasta divertidas. Siempre es así, pero no puedo recordar nada concreto.

24 de Octubre de 2021 a las 14:24 0 Reporte Insertar Seguir historia
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