Aquello, creo recordar, tendría que haber ocurrido en algún momento del año 2005, cuando entonces tendría 7 u 8 años y seguramente ya entendía a la perfección el concepto de la desobediencia. Pero lo de aquel día sería especial. Sin poder determinar un motivo más certero, si es que no basta justificarlo con la inquietud y curiosidad innata en un niño de la edad ya mencionada, parece ser que en mí surgió la motivación por demostrarme a mí mismo el valor que tenía para cumplir un reto espontaneo y autoimpuesto que había surgido en mí como un antojo repentino.
Al lado de mi casa, la misma casa en la que sigo viviendo ahora, existía, porque hace unos años que la propiedad fue derribada, una pequeña y grotesca casa de muros mohosos y techo de tejas rotas. Era la casa de la señora Elena, Aquella señora, que ya era una anciana en ese entonces, vivía sola en aquella lúgubre estancia. Lúgubre porque recuerdo que desde el frente, me resultaba inevitable mirar a través de la alta y amplia ventana de madera que permanecían siempre abierta de día, y daban hacía una única habitación envuelta en la absoluta penumbra que era donde aquella grotesca anciana pasaba día y noche acostada, oyendo una radio que alcanzaba a oírse desde fuera. Afortunadamente, aún era lo bastante pequeño como para no poder llegar a la altura de la ventada y poder mirar con más claridad hacia dentro, sino que al pasar por ahí, miraba el precario techo de palos y varillas dispuestas en paralelo y que soportaban una capa de barro seco y tejas, entre las cuales, algunas de ellas rotas, dejaban pasar finas líneas de luz y cuando llovía, el agua seguramente también.
Entonces me dispuse a planificar vagamente esta alocada aventura e inmediatamente ejecutada, subí a la sima de la tapia que separaba el patio de mi casa con el suyo, el cual era más profundo de superficie, como hundido en la tierra, y aunque podría tirarme después de colgar en el borde del muro, mi intención era no hacer ruido, así que descendí por una estructura que en algún momento pretendía ser una pequeña habitación que nunca llegó a terminarse y solo se elevaba poco más de un metro. Pero era el camino perfecto para mis insospechadas intenciones y posado sobre un pequeño muro, sin haber descendido por completo, dibujaba en mi cabeza una posible ruta para llegar a la casa que estaba a unos quince metros justo en frente de mí. Para ello, apenas puse un pie sobre la hierba e intentaba corroborar que mi presencia no había sido percibida por nadie, supe que me tomaría más tiempo del que había estimado, ya que la densidad del monte y las ramas, algunas de ellas espinosas, además de las perturbaciones del terreno, se enfrentarían a mi decidida y necesaria discreción...
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