¿Sabe usted lo que es tener dieciséis, diecisiete, dieciocho años y estar obsesionada por sólo la sucesión de gestos, de estados de ánimo, de movimientos, que en conjunto forman ese algo que a veces llega a parecer irreal y que es una persona?... No, ¡qué angustia! ¿Qué puede saber usted con los ojos tranquilos con que mira?
CARMEN LAFORET, Nada
Tengo los músculos entumecidos y los párpados pesados por la falta de sueño. Desde una de las últimas filas del aula escalonada oigo la voz de la profesora de Temas Fundamentales de la Filosofía (la asignatura, por supuesto, no podía llamarse «Filosofía» sin más. Otra cosa que he aprendido en estas primeras semanas: por defecto, la universidad tiende a lo rimbombante). Apoyada en la esquina redondeada de su escritorio, la profesora lee en voz alta fragmentos de la Ética de Spinoza, pero su estilo abstruso y grandilocuente no me impresiona en absoluto: en el fondo trata las mismas cuestiones morales de siempre, el «dominio» de las pasiones, el «autoconocimiento», la «ofuscación» que surge de las constantes fluctuaciones del ánimo. La verdad es que para ser el primer autor «consagrado» que vemos en la universidad me parece demasiado machacón, demasiado racionalista y predecible. Yo habría escogido algo más exótico y extemporáneo, más tremendo, quizás un santo o un filósofo presocrático, o tal vez Marx, cuya compasión lacrimógena siempre termina emocionando.
Sobre nosotros, el adormecido sol de finales de verano se cuela por las altas ventanas, formando rectángulos blancos que se proyectan sobre las filas de la grada. Nosotros estamos resguardados del calor, sentados en la penumbra del fondo de la clase. Una de las ventanas está abierta, y por ella se puede oír, a ratos, el susurro de las hojas.
De repente, Javier levanta la vista de la libreta, me agarra un hombro y me cuchichea algo al oído, tan cerca (tan cerca, repito) que su barbilla me roza el cuello. Yo río, abrumado, y le contesto en voz baja con fingida despreocupación. Él me zarandea el hombro, sonríe y me llama «tío». Dice que soy «el puto amo».
Tengo miedo de que se aburra conmigo, de que le imponga mi compañía, de que mi presencia sea un lastre para relacionarse con los demás, de ser una carga. Es un chico inequívocamente heterosexual, a veces contengo el impulso de sonreírle porque sí, y la verdad es que pienso demasiado a menudo en él.
Aun así, en este instante, soy feliz.
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