lukas_bel Lukas Bel

Cinco personas, un almacén, cinco incógnitas y una escalera Un Rey, una Reina, la firmeza de la J, un As oculto y un Joker que perdió su gracia Cinco cartas "TUVISTE QUE HUIR, HUIR POR AQUELLO QUE HICISTE..." Firmado: Croupier


Suspenso/Misterio Todo público.

#crimen #suspenso #novela #misterio
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Baraja

Y de repente, ahí estás. Silencio. Dos tenues rayos de luz blanca, uno procedente de las rendijas de las puertas y otro de la diminuta separación entre las cortinas, iluminan levemente la habitación en la que te encuentras. Ha ocurrido de repente, hace una milésima de segundo tu experiencia onírica te transportaba a un éxtasis erótico y emocional que dibujaba en tu rostro dormido una sutil sonrisa y, ahora, las terminaciones nerviosas de tu cara notan la brisa que acaricia tu piel y tu sistema vestibular nota el ligero movimiento rítmico al que las corrientes marinas someten la embarcación en la que viajas.

Estabas dormido, recorriendo la línea argumental de tus fantasías representadas en una serie de recreaciones sensoriales y, sin ningún aviso, tus párpados se abrieron simultáneamente, sustituyendo la dulce ilusión por la amarga realidad, el utópico sueño por la decadente existencia, la placentera mentira por la hiriente verdad. La habitación, contrastando la negra oscuridad con la escasa luz blanca, parecía detenida en el tiempo. Nada se movía. Ojala pudiera quedarme aquí.

La vida es una alternación de dos clases de momentos. Nuestras acciones son meras respuestas a preguntas, la vida solo es mera existencia, por lo que nuestras acciones nacen de dudas existenciales. Esos son los primeros momentos, los que eres conscientes de tu existencia y solo cavilas sobre ella. Pero comerte tanto el coco como un Pac-Man no es algo que le guste mucho a la gente. Por eso llena su vida con emociones. Normalmente suelen ser emociones positivas producidas por ver a un ser querido, hacer deporte, leer un libro, follar, ver una película, ayudar a quien lo necesita... Estos son los segundos momentos, intentos de ignorar los primeros. Pero, por mucho que se sobrecargue la vida con los segundos momentos, los primeros siempre saldrán a flote.

Ahora mismo, por ejemplo. Mis párpados, traicionando mis deseos, me han traído de vuelta a la realidad y ese shock me ha hecho experimentar uno de los primeros momentos. Son esa clase de momentos de los que no podemos escapar. Es como la típica noche de fiesta con tus amigos. Risas, drogas, música y sexo. Distracciones. Pero, de repente, un pensamiento fugaz borra todas las distracciones y tu cerebro se sobrecalienta con todas las preocupaciones que pretendías ignorar. De ese ciclo es difícil salir.

Ahí estaba, tumbado, odiándome a mí mismo por despertarme y por pensar. La peor tortura para una persona. Pensar. Recordar. Todo lo que tuvo que suceder para que llegara este momento, todas las decisiones que tuve que tomar, todas las cosas que me pasaron, todo lo que salió mal. Una vida horrible la verdad, una vida en la que tu pasado es como Chernobyl no es deseable para nadie. Si una parte de ti está infectada, la infección va contigo a todos sitios y nunca te abandona. Cualquier edificio necesita unos cimientos firmes si quiere seguir en pie. Los errores de mi vida se personificaban en cabezas que giraban alrededor de la mía mientras me gritaban, como si fueran dibujos animados.

Mi pan de cada día, todo el día, todos los días. Respecto a esto, hay dos formas de actuar. Ignorarlos y sobrecargarte de segundos momentos o resolverlos y guardarlos en el cajón de casos cerrados. Yo soy de los segundos, pero los fantasmas del pasado no se esfuman por arte de magia. El problema está resuelto, pero eso no limpia tus manos, ni tu conciencia. Cuando llevas tanto tiempo recibiendo puñetazos, acabas tan entumecido que ya no notas nada y tus huesos se han endurecido tanto que no te hacen daño. O al menos eso me digo.

Haciendo acopio de todas mis fuerzas, logré transformar los ciento ochenta grados de mi cuerpo tumbado a los noventa en el borde de la cama. Pero, esa parte de la cama es como la frontera entre dos jurisdicciones. Sabes que tienes que elegir una de las dos opciones, pero si fuera por ti no te moverías.

Ante la duda entre lo viejo y lo nuevo, siempre elijo la novedad, pues, si lo viejo fuese mejor, lo nuevo no te crearía una duda. Me levanté y recorrí el camarote que, aunque estaba en penumbra, ya había memorizado y no necesitaba la vista para cruzarlo. El flash de la luz de las primeras horas del día se lanzó contra mis pupilas, abrasándolas. Cuando se contrajeron lo suficiente como para dosificar la entrada de toda la luz que emitía el carro de Apolo, exhalé el aire que inspiré al salir de la habitación y oteé el paisaje.

Era uno de esos días en el que el cielo está totalmente gris, en el que la lanuda manta de nubes cubre el cielo, otorgándole el aspecto de una oveja sucia. A pesar de eso, los rayos del sol luchaban por abrirse paso entre las espesas nubes, simulando que estas mismas irradiaban luz. Es por ello que el agua del mar, originalmente transparente, no tenía su matiz azul tan descrito por poetas e ilustrado por pintores sino más bien un gris desconocido por marineros novatos y deseado por peces plateados en busca de camuflaje, aunque se percibía un aura negra producida por empresarios y criticada por ecologistas. Las olas subían y bajaban alternamente dando la sensación de movimiento y simulando ser una vasta sábana que ondeaba por el viento en un balcón. El impacto de estas contra el casco del barco hacía que pequeñas porciones de ellas se separaran del mar y humedecieran el aire de la cubierta.

Mientras mi mirada recorría el horizonte, encontré a un hombre en la proa del barco, imitando mi actitud pacífica y observadora desde un puesto más avanzado. Su pelo, lo suficiente largo como para estar pendiendo, pero no lo suficiente como para alcanzar sus hombros, saltaba de grises pelos de experiencia a blancos de sabiduría. Decidí acercarme a saludar. Mientras bajaba las escaleras que me separaban de la cubierta, el olor salado del mar impregnó mi nariz y mis párpados, dejando restos de sal en los bordes de las fosas después de inhalarla. Ya me había acostumbrado a ese olor, pero seguía resultando molesto cuando lo experimentaba por primera vez cada mañana. Algún marinero canturreaba una canción sobre un mundo de piedra.

Esquivando las cajas de plástico de diversos colores y las montañas de peces, moluscos, algas y basura que recogieron las redes la noche anterior y pisando con pies de plomo por el suelo de madera de roble para evitar resbalarme por el agua que habían esparcido los infantes de tsunamis, me dirigí hacia el capitán.

- Buenos días, chaval. – dijo cuando me apoyé en la barandilla que nos separaba del hogar de Poseidón, a su lado

- Buenos días, Pat.

Patroclus van Daalen era el capitán del Afrika, el barco pesquero que viajaba de Grecia a Holanda y volvía unas tres veces al año. Pat tenía sesenta y un años y llevaba haciendo ese viaje desde los quince, cuando su padre le introdujo en el negocio familiar. Así mantenía a su mujer, a sus dos hijos y a su ahijado. Y también mantenía el barco a flote. El caso es que no es fácil mantener todo esto, teniendo en plantilla a unos veinte marineros.

Su madre era griega y su padre holandés. Ella murió a manos de él, o eso confesó después de que Pat le sacara media dentadura a base de patadas. Pero que su padre cumpliese los quince años de condena que le impusieron no le pareció justicia para su madre. Así que se desahogó, atando a su padre a un ancla y ahogándolo en el Mar del Norte. Ninguno de los marineros dijo nada, es más ellos le ayudaron a imitar a David Jones. Y por eso ha hecho todo lo posible para devolverles el favor.

Como he dicho, su madre era griega y su padre holandés. En Holanda, la política con la marihuana es más permisiva y su comercio se ha liberalizado, por eso es rentable realizar una compra masiva de marihuana, de forma discreta, embarcarse en un viaje de dos meses en alta mar para pescar un par de toneladas de pescado como tapadera y descargar en Grecia el pescado relleno de “especias”, como si fuera un pavo en el día de Acción de Gracias y usando como excusa la visita a los familiares maternos para quien intentase entrometerse. Si alguien intentaba llegar más lejos, llegaría al mismo sitio que el padre de Pat.

¿Y dónde encajo yo en esta historia? Siempre he solido ser el típico chaval sin mucho éxito, pero con una mentalidad positiva. Inocente. Y a los inocentes, los culpables les traspasan la culpa. Tuve que dejarlo todo y correr, estando el Afrika por en medio. Pat no tardó mucho en conectar los cables y me siguió el rollo cuando preguntaron por mí. Me permitió viajar en el barco a cambio de trabajo, pero, al llegar al Pireo, ya me había acostumbrado al Afrika. Desde entonces he sido algo así como la segunda mano de Pat, llevándome incluso un balazo en el pecho, del que sobreviví gracias a una chaqueta extremadamente gruesa, a un colgante metálico en el lugar exacto y a la cirugía necesaria en el momento exacto. Ese suceso fue lo que hizo ganarme un favor que, ahora, estoy cobrando.

En el lejano horizonte, la delgada línea que separa lo terrenal de lo divino, empezaba a dibujar las siluetas de los picos más altos de las sierras costeras y los rascacielos más altos de la ciudad portuaria. Un fondo gris sobre el que se plasmaron trazos verdes y una mancha gris oscuro en el centro.

- Es irónico que de todos los sitios donde podía haberte llevado elijas este. – me dijo Pat tras unos minutos observando el panorama

- El destino tiene una curiosa forma de jugar a los Sims con nosotros.

- El destino no existe.

- Claro que existe, y está aquí. – me di dos suaves golpecitos con el índice en la sien

Pat sonrió.

- ¿Por qué este sitio después de tanto tiempo?

- Cuando era joven tenía una amiga. Había salido de una relación que no había acabado muy bien y eso la dejó un poco marcada. Un poco bastante. Había un callejón, con un edificio de cristales opacos, por el que siempre pasábamos cuando íbamos a su casa. Cada vez que pasábamos por ahí, me decía: “Aquí tengo una foto con él”. Cada vez durante dos años. Lo repitió hasta que, acompañándola a su casa después de la fiesta de Nochevieja, pasamos por el callejón, repitió su muletilla y yo la detuve. Le dije: “Vamos a hacernos una foto en ese cristal” y nos la hicimos. Cuando me la enseñó le dije: “Ahora otra con caras raras”. Cuando me la enseñó le dije: “Ahora una serios”. Estuvimos haciéndonos fotos durante media hora cambiando las poses y expresiones. Cuando acabamos me dijo: “¿Para qué quieres tantas fotos?” y yo le respondí: “Ahora, cada vez que pases por aquí te acordarás de las fotos que nos hicimos haciendo el gilipollas nada más empezar un nuevo año”. Solemos atar los recuerdos a una persona, un lugar o una situación que, cuando lo revivimos, nos produce la misma sensación. Existen recuerdos alegres, que te dan motivos para sonreír, tristes, que te dan lecciones, y dolorosos, que no te dan nada. Esta ciudad solo me produce dolor, de la misma forma que a mi amiga se lo producía aquel callejón. La mejor forma de aliviar ese dolor es cambiar el significado de lo que te hace revivir ese dolor. Por eso he elegido venir aquí, porque, de la misma forma que yo le cambié el significado a mi amiga de ese callejón, yo he venido a cambiar mi significado de esta ciudad.

- Para eso tendrás que cambiar el significado que tiene esa ciudad de ti. – Pat me dio unas palmadas en la espalda – Llegaremos en media hora, ves recogiendo tus cosas.

Los pasos de Pat sobre la madera mojada se fueron alejando hasta que no pude distinguirlos del sonido de las olas golpeando el casco del barco y, estas, se fueron alejando hasta que no pude distinguirlas del sonido de mis pensamientos. Habían pasado nueve años desde que salté de esa ciudad al Afrika. Y no eran suficientes.

Apenas erigirse los grises edificios sobre el paisaje natural fue suficiente para generar un agujero negro en mi estómago. Una mezcla de culpa e ira bombeaban mis neuronas a través de todo mi encéfalo. Imágenes fugaces sustituían mi vista de la costa por un paseo retrógrado.

Intenté distraerme a mí mismo con la idea de qué podía ser lo primero que podía hacer al llegar a tierra. El mago de la verdad extendió su abanico de cartas boca abajo frente a mis ojos, esperando que escogiese una, para ver si era la correcta. Esa ciudad me tuvo como fugitivo hace nueve años y ahora volvía como inmigrante. Puede que fuese meterse en la boca del lobo, pero la mejor forma de acabar con alguien es desde dentro. Ahí no puede hacer nada para defenderse.

Recordé entonces su sonrisa. No su boca extendiéndose por sus mejillas. Todo lo que producía esa sonrisa. Sus ojos atentos únicamente a los míos. Sus pequeños hoyuelos apareciéndose en las mejillas. Sus dientes asomando entre sus labios, tímidamente. Su respiración transmitiéndome tranquilidad. Sus pensamientos, los cuales, no necesitaba telepatía para leer. Recordé la sonrisa de él también. Tenía los mismos ojos que ella, pero más inocentes, puede que por la edad. El pelo tenía mi color y su forma, percibiendo pequeños rizos a la altura de las orejas. Su sonrisa no era como la de su madre, la suya era por diversión. Ya sabía lo primero que iba a hacer. Cambiar un significado.

Di una palmada decidida a la barandilla y subí al camarote a recoger mis cosas. A medida que avanzaba el barco a través de las ondas marítimas, nos acercábamos a la ciudad como un misil a su objetivo, mientras yo esperaba sentado en el borde de la cama, con las manos unidas y la mirada cabizbaja, como un preso antes de ser ejecutado. La sombra de Pat fue aumentando en altura hasta llegar a unirse con la mía. Le miré. Sus ojos, azules como el mar que surcaba, expresaban tantas cosas… Sabíamos que era un adiós, pero que estaba justificado. Me acompañó todo el viaje hasta el muelle, mientras las miradas de mis compañeros me lanzaban mensajes de respeto, futura nostalgia y ánimo. Alguno asintió como deseo de buena suerte, otro se cruzó en mi camino, atrapándome en un abrazo al que siguieron unas palmadas en las espaldas.

Cuando los cuatro pies, de Pat y míos, tocaron el cemento del que se despidieron hace ciento ocho meses, nos pusimos cara a cara. La barba que conectaba ambas patillas y el arco de Cupido con la barbilla, tenía los mismos colores que su pelo, simulaban la espuma que corona la cresta de una ola. Bajo ella, la comisura derecha de su boca se elevó en forma de sonrisa.

- ¿Y ahora qué, hijo?

- Eso me pregunto yo. ¿Qué vas a hacer sin mí?

- Ahorrarle trabajo a mi mujer en la cocina. – reímos – Sé lo que piensas hacer. Y parecería loco si no intentase detenerte, pero lo parecería más si lo intentara. Sabes perfectamente lo que pasó y sabes que plantarle cara debería ser la solución, pero también sabes que no lo es.

- Lo único que sé es que yo sí que parecería loco si tirase lo que pasó a la basura y mirase para otro lado.

- También sabes que esto acabará mal. Y por eso me duele más que te vayas que perderte. Porque esto es un adiós a mí y al resto. Al resto de todo. – se me acercó, con los ojos temblando – Pero no creas ni por un momento que cuando me pregunten por ti, no les responderé con orgullo que seguiste hacia delante, yendo a contracorriente. – me puso la mano derecha en el cuello – No creas ni por un momento que pienso que no estás haciendo lo correcto. Porque es cierto que estás loco, pero estás haciendo lo más cuerdo que haría alguien en tu situación.

- Gracias, Pat. – igual que a un marinero ocasional, le atrapé en un abrazo

- Gracias a ti. – me dijo cuando me soltó del abrazo

Me sonrió a la vez que dejaba caer su mano sobre mi hombro en forma de palmadas un par de veces, luego se dio media vuelta y agachó la cabeza. Los marineros, que nos observaban desde la cubierta del barco, se llevaron un puño al lado del pecho donde estaba el corazón y yo les imité. Hubo unos segundos de silencio, seguidos de las palabras motivadoras del capitán Patroclus van Daalen:

- Venga, pedazos de mierda, los barcos no se mueven solos y si lo hicieran tendríais que seguir fregando la cubierta porque las gaviotas sí que cagan solas.

Me di media vuelta con una sonrisa en la cara. Diciéndole adiós al pasado mientras le sonreía al futuro. Cuando salí del puerto, empecé a caminar en dirección a la zona cero de mi huida de esa ciudad. La casa en la que vivía. ¿Qué sentido tenía volver? Al igual que en un funeral, antes de decirle adiós definitivamente a algo de tu vida, has de dedicarle unas palabras, y eso iba a hacer.

De camino, pasé por la gran cantidad de puntos en los que había anclado recuerdos durante unas tres décadas de mi vida. Las calles que recorría en bici con mi hermano de otra raza, el local de pizzas exprés al que iba a comer con mis amigos los jueves después de clase, y el cual odiaban, la universidad en la que estudié por primera vez, la universidad en la que estudié por segunda vez, la avenida por la que había acompañado a mi amiga a casa durante los primeros días del peor verano de mi vida, el río al que tantas veces había ido con tantas personas, los bancos en los que empecé con mi primera novia de verano, mi colegio, la casa de uno de mis primeros amores fallidos, la casa de uno de mis mejores amigos, el parque en el que paseaba a un perro que no tenía, la fuente en la que nos encontramos a aquel vagabundo-boxeador polaco al que le regalamos medio kilo de kebab… y, después de una lista que podría seguir alargando, mi casa.

Cuatro pisos rematados en una azotea en la que había pasado los mejores momentos de mi vida. Todo estaba tal y como la recordaba. Las dos tiendas en el bajo haciendo temblar el suelo de mi piso con su música, las telas que cubrían los balcones como si el edificio estuviese en obras, el falso búho que se apoyaba en la barandilla de mi vecina y la enorme puerta de madera. Unas iniciales servían de aldabas que nadie usaba ya.

Sin demora, inserté la llave cuadrada en la cerradura dorada, reproduciendo el sonido que indicaba mi llegada a casa durante toda mi vida, un chasquido rápido y sonoro. Al entrar, una enorme sensación de frescor recubrió mi piel, ese frescor que tanto me reconfortaba cuando llegaba corriendo de clase a las dos para comer y volver a ese infierno que tanto adoraba. Subí las escaleras de mármol acariciando la barandilla de madera como si no hubiese pasado el tiempo.

Cuando llegué al primer piso, me encontré frente a otra puerta de madera, esta, más pequeña. La de mi apartamento. Era la puerta 3 en el primer piso, algo que siempre liaba a mecánicos y repartidores, pero, que echaba de menos. Esta vez fue la llave redonda, y no fue un chasquido rápido, sino que tuve que darle dos vueltas enteras hasta escuchar un agudo clic.

Todo seguía negro, el mueble de la entrada tenía la mitad de la altura que tenía cuando era niño, a lo Benjamin Button. Las paredes tenían marcas del humo que llegaban casi hasta el techo. Ni rastro de los espejos, de los cuadros, de las chaquetas colgando en el perchero, de las puertas, de las fotos… Todo arrasado por un fuego que se extinguió hace nueve años, pero que seguía devorando. Una lágrima cayó sobre el suelo negro, evaporándose nada más tocarlo, como si siguiese caliente.

Por el rabillo del ojo, mis ojos detectaron algo. Algo. Algo que contrastaba con todo el negro que dejó el fuego. Un sobre rectangular blanco iluminaba lo que antes era mi habitación y que se veía por la escasez de paredes que había en mi casa. El aguijón de la curiosidad se clavó en mi nuca y me hizo avanzar hasta quedarme frente a la mesa donde descansaba el sobre.

Sobre esta, había una carta blanca en la que me miraba un bufón blanco sobre un círculo azul y la leyenda The Jolly Joker, el Alegre Bromista. Era el joker. Levanté la carta, la miré dos veces por ambos lados y me la guardé en el bolsillo mientras levantaba las cejas en señal de extrañez. Entonces, cogí el sobre. Lo miré igual que miré a la carta. No tenía nada escrito por fuera. Decidí abrirlo y leer lo que tenía en su interior. La hoja, escrita con un particular caligrafía cursiva decía lo siguiente:

JOKER

TUVISTE QUE HUIR, HUIR POR AQUELLO QUE HICISTE EN EL PASADO. POR PLANTEAR AQUEL PROBLEMA. ES HORA DE SOLUCIONARLO. TE HA TOCADO EL JOKER, AQUEL DEL QUE TODO EL MUNDO SE RÍE, PERO, A LA VEZ, AQUEL QUE NADIE SABE QUIÉN ES Y QUE PUEDE SER QUIEN QUIERA. SI QUIERES QUE ESO SIGA ASÍ, VES A LA NAVE 51 DEL PUERTO. NO REVELES TU IDENTIDAD, NO LLEVES ARMAS, NO HABLES CON NADIE NI ANTES NI DESPUÉS, VE SOLO, HAZ LO QUE TE DIGAN. ERES EL JOKER, TU DON ES LA SORPRESA, JUEGA ESA CARTA EN ESTA PARTIDA.

TODO ESTÁ PREVISTO.

- CROUPIER

Sonreí.

Abrí los ojos y se me secaron al momento, así que tuve que volver a cerrarlos. Me incorporé mientras restregaba el puño por mi párpado. Me vinieron a la mente imágenes fugaces demasiado borrosas como para distinguirlas. Por fin pude abrir los ojos. Pero prefería tenerlos cerrados. Una mujer dormía a mi lado. Su espalda desnuda tenía algo que la hacía erótica. Otra imagen me vino a la mente.

Hice un movimiento para apartarla y me senté desnudo en el borde de la cama. Por la ventana, a través de la persiana de aluminio, me fije en las personas que caminaban por la calle. El oficinista, al borde del suicidio, la mujer, maltratada, el niño, huérfano, la anciana, enferma. Realmente, no sabía si algo de eso era cierto, pero estropear la vida de desconocidos hacía la mía un poco mejor. Le di un trago al vaso de whisky que había en mi mesita de noche. Noté unos labios que subieron por mi columna hasta la nuca, donde remataron un beso que me produjo un escalofrío. Una barbilla se apoyó en mi hombro. Unos ojos me miraron. Abrí el cajón.

- Buenos días, cariño. – no lo vi, pero seguro que sonreía, ya conozco a esa clase de gente – Lo de ayer estuvo increíble. – clavo sus uñas en mis músculos suavemente, me resistí – Espero que los vecinos escucharan mis gritos, a ver si…

- Cállate. – le dije agresivamente, sus ojos se abrieron – Toma. – levanté con la mano unos billetes doblados – Dile a tu jefe que la deuda está saldada.

Se quedó un momento inmóvil y en silencio, dirigiendo sus ojos de los míos a los billetes y viceversa, como una pelota de tenis. A los pocos segundos, me los arrancó de la mano y se separó de mí. Son las cosas que odiamos pero que nos gustan las que nos reconcomen. O las que deberíamos odiar.

La mujer insistió. Se puso delante de mí. Ya llevaba el tanga, pero sus redondas tetas aún son víctimas de mi campo visual. ¿Por qué algo tan simple como dos tetas y dos nalgas nos hacen mezclar los sentimientos con la libido? ¿Qué tiene la carne que trasforma a cualquier persona en un animal? Me llevé la mano a la cara cuando la imagen de un hombre borroso con una voz sorda me volvió a acosar.

- Si la deuda está saldada, ¿para qué me das el dinero?

- Las putas también tienen derecho a tener algún capricho. – levanté la mirada

- Te acabas de restar dos puntos de asco. – volvió al lado de la cama donde tenía la ropa

Mientras la chica se vestía y tarareaba una canción con un ritmo pegadizo. He de confesar que le lancé una mirada a su reflejo mientras se subía los pantalones. Pensé en esas imágenes. Anoche tuvo que pasar algo aparte de emborracharme y denigrar a esa pobre mujer. Intenté recordar, pero lo único que logré descifrar fue una palabra proveniente de aquel misterioso hombre. Una letra. J. El hombre lo decía sin parar. ¿Quién coño era? ¿Qué coño quería?

- Ha sido un placer tenerte dentro de mí. – dijo la chica, no sé hasta qué punto de forma sarcástica, mientras se puso el bolso sobre el hombro derecho

- Espera, - me levanté y la miré - ¿Cómo te llamas?

- Todos me llama Mal, de Malene. – se le parecía demasiado

- Mal… ¿ayer no te pegué verdad?

- No. – sus cejas se arquearon en señal de incomprensión - ¿Por qué?

- Ya puedes irte. – no le respondí y me di la vuelta

Mal se quedó unos segundos más ahí quieta y luego escuché el traqueteo de sus tacones hasta que lo silenció el cerrar de la puerta. Volví a estar solo. Volvía a estar solo. La voz del hombre me volvió a taladrar la letra j en los tímpanos. Pero esta vez escuché algo más. Croupier, partida, carta, problema, solución y más palabras aletearon alrededor de mi cabeza.

Decidí intentar recordar todo lo posible de la conversación que mantuve anoche con ese misterioso hombre. Poco a poco recordé algunas palabras aleatorias que fui apuntando en una lista. Llegué a apuntar unas treinta, pero no tenían ningún sentido. Solté el boli lleno de mordiscos que, hasta ahora, había estado intacto.

Me levanté, después de una hora, de la cama y me llevé las manos a la cabeza. Las palabras aparecían y desaparecían delante de mis ojos intentando formar patrones, en vano. Empecé a dar vueltas por la habitación como un rinoceronte preso en una jaula mientras me apretaba las mejillas con una mano. Decidí darme una ducha, a ver si me aclaraba mis ideas.

Los chorros de agua congelada se clavaron contra la piel de mi pecho como dos docenas de varillas metálicas. Los pelos de mi cuerpo se erizaron imitando a un puercoespín. Los nervios de mis brazos apretaron mis puños con la primera gota. Las ideas de mi mente se aclararon al instante. Salté de la ducha a la vez que cerraba el grifo y corrí desnudo hasta la mesa donde estaba la lista, atrayendo y acalorando la mirada de alguna vecina cotilla.

Escribía más rápido que mis pensamientos. Mi subconsciente había tomado las riendas de la situación. Como espectador pasivo observaba mis manos rasgar el folio con el lápiz a punto de echar humo. Las imágenes empezaban a aclararse.

Ya recuerdo lo que sucedió anoche. Después de un duro día haciendo… cosas, decidí ir al O’hara a darle al whiskey. Bebí, bebí y volví a beber como si fuese un pez en un río, hasta que un hombre, cuyo aspecto sigo sin recordar se sentó a mi lado. Llevaba una gabardina, pero no distinguía su cuerpo lo suficiente como para diferenciarlo de una sombra. Me dijo que él me conocía, aunque yo a él no.

Me enseñó una foto y me dijo si les reconocía. Dije que sí, pero ahora mismo no podía desemborronar sus rostros. Se guardó la foto y me dijo que nadie se lo había ordenado, pero que, a veces, uno ha de tomarse la justicia por la mano si no quiere que su mano sea tomada por la “justicia”. Puede que no quisiera mostrarse así ante mí, porque después de decirme eso mandó todo a la mierda diciéndose a sí mismo que iba a acabar tan borracho que no me iba a acordar.

Cuánta razón tenía el hijo de puta.

Repitió una vez más la letra, antes de empezar a soltarme el rollo. J. Lo que dijo acabó siendo un sonido sordo en una sala insonorizada. Desde ese momento solo recuerdo imágenes fugaces. Le compré una botella de vodka al del O’hara, me despedí del extraño, botella, di vueltas por la calle, botella, me senté en el bordillo, botella, me escondí de unos polis, botella, creo que le di una paliza a un tonto, botella, me fui a por una puta, botella, me la follé, botella, cerré los ojos… ya no quedaba botella.

La foto. Recordé que había tres siluetas dispuestas en forma de pirámide invertida. Dos adultos y un niño, o una niña, no lo diferenciaba. Un matrimonio y su hijo. Acaso el hombre del bar me hablaba de… Ai. Es imposible que les hubiera encontrado, ese hombre ya se encargó de que nadie fuese capaz de hacerlo.

Volví a la realidad. Mis manos ya habían terminado de trazar el testimonio de mi noche anterior y sujetaban la hoja con fuerza contra la mesa. Como si se fuera a escapar. Meneé un poco mi cabeza para dejarme definitivamente en el presente y empecé a leer la carta que yo mismo me había escrito. ¿Qué coño era eso?

Mis pupilas surfeaban por las líneas torcidas que había plasmado en la hoja, pero mi cerebro se sorprendía a cada palabra que avanzaba en el relato. Suponía que eso fue lo que me dijo el hombre del O’hara, pero lo veía demasiado extravagante y demasiado sin sentido.

Sería algún pirado al que le gusta marear borrachos y acabó por marcarme sus paranoias y esquizofrenias en el coco, atormentándome por algo que seguramente no habría hecho. Arrugué la hoja, convirtiéndola en una bola, y la lancé hacia atrás, encestándola en la papelera. O no. Yo cuento la historia así que la metí.

Me levanté los calzoncillos que descansaban en el suelo, rodeando con sus camales la planta de mis pies. Los cubrí con un ancho pantalón de camuflaje que mantenía como recuerdo de mi estancia en el ejército y lo adorné con una camiseta negra con una “M” y una “A” invertida grises.

Al mirarme en el reflejo del espejo, me centré en el logo de la camiseta. Era un regalo personal, no había otra igual en todo el mundo. Me lo regalaron mis mejores amigos hacía ya más de una década, la personalizaron para mí. Eran las iniciales del alias por el que me llamaban para reírse de mí. Y a mí no me importaba, al fin y al cabo, ¿Quién se va a reír de mí si no lo hacen mis amigos?

Pero hacía ya mucho tiempo que no nos veíamos, el ejército nos separó un poco. Le lancé una última mirada al reflejo de mi camiseta antes de pensar: mañana le llamo. Me enrollé unas vendas en los nudillos de mis manos. Iba a entrenar a un sótano que usaba de gimnasio y prefería no suavizar los golpes con guantes de boxeo, pero tampoco quería dejarme los nudillos en la pared de ladrillo.

Me dirigí a la puerta por la que, hacía unos momentos, había salido la chica con la que me había despertado y, al coger las llaves de la mesa y meterlas en el bolsillo de mi pantalón, noté que ya había algo dentro. Era fino, pero duro, grande, pero plano. Se produjo una sinapsis y una idea alocada se me pasó por la mente, haciendo que mi estómago se comprimiese durante un instante y me temblase el brazo cuya mano sujetaba aquel objeto.

El reverso era azul, con los típicos motivos cluberescos. Le di la vuelta, asustado. Dos J negras en esquinas opuestas de la carta, cubrían una pequeña pica, aunque afilada. En el centro de la carta un doble busto simétrico representaba el perfil de un noble rubio con bigote afrancesado. La J de picas. La J. J.

La última vez que tragué saliva, fue como si una piedra se tomará su tiempo en bajar por mi esófago hasta el estómago, y al llegar a este, simuló la explosión del paquete del Enola Gay sobre Hiroshima. Eso solo podía significar una cosa. Yo me había metido la carta en el bolsillo. Puede que estuviese borracho, pero mis reflejos militares se activarían si alguien me tocase los pantalones. Si yo me la había metido es que aquel hombre se había ganado mi confianza.

Corrí hacia la papelera donde había encestado (sí, encestado) la bola de papel hace tan solo unos minutos. Llevé la esfera papírica a la mesa para poder desarrugarla y aplanarla sobre esta. A pesar de las venas que surcaban la hoja, el texto lo había escrito suficientemente simple como para entenderlo.


J

TUVISTE QUE HUIR, HUIR POR AQUELLO QUE HICISTE EN EL PASADO, HUIR POR PLANTEAR AQUEL PROBLEMA. ES HORA DE SOLUCIONARLO. TE HA TOCADO LA J, AQUEL QUE CUMPLE LA VOLUNTAD DEL RESTO, PERO TAMBIÉN AL QUE NADIE SE ATREVERÍA A HACERLE NADA. SI QUIERES QUE ESO SIGA ASÍ, VE A MEDIA NOCHE A LA NAVE 51 DEL PUERTO. NO REVELES TU IDENTIDAD, NO LLEVES ARMAS, NO HABLES CON NADIE ANTES NI DESPUÉS Y HAZ TODO LO QUE TE DIGAN. ERES LA J, TU DON ES LA FIRMEZA, USA ESA CARTA EN ESTA PARTIDA

- CROUPIER


Al fin.







En fin, que le voy a hacer, ha sido una noche como otra cualquiera. Ahora sólo me espera el paseo de la vergüenza, pero, al haberlo hecho tantas veces, es sólo un paseo. Este no era un mal barrio, económicamente hablando. Sin embargo, no necesitaba mucha investigación para calar a la gente.

Un cincuentón con un suéter rosa sobre los hombros y una veinteañera agarrada al brazo. Una anciana paseando a un perro con más ropa que yo. Un padre de familia que contrastaba sus pantalones cortos y negros de lycra con su cegadora camiseta fosforescente mientras hace footing. Unos niños vestidos conjuntamente, la niña con vestido y el niño con camisa. Un grupo de hombres mostrando los pelos de sus pechos abriendo dos botones de su camisa, con el pelo tan engominado que relucía más que la camiseta del “corredor” y riendo algún chiste homófobo. Si hay algo común a todos ellos son las miradas que clavan en mi espalda cuando paso a su lado.

Tenían sus motivos. ¿Qué hacía una mujer, con un ajustado vestido de cuero negro que “cubría” desde la mitad de sus tetas hasta unos escasos centímetros de las piernas, paseando por un barrio como ese a plena luz del día? Yo era la culpable por recordarles que su Olimpo no era más que una mentira que usaban para mantener sus sonrisas clavadas a la cara. ¿Cómo era capaz de mostrar un cuerpo del que debía sentir vergüenza por haber nacido en mi sexo? A la gente que pertenece a mi gremio se nos tendría que lapidar en una plaza pública entre sofisticadas risas y comentarios de odio usados para desahogarse, al fin y al cabo, nosotras habíamos decidido ser secuestradas o meternos en este oficio por hambre para ser usados como trozos de carne. Nos lo merecíamos. Eso era lo que pensaba que pensaban mientras giraba sus cuellos a mi paso. O al menos las mujeres. Ya sé lo que pensaban los hombres.

No era la primera vez que pasaba por ahí y hoy estaba tranquilo, no tuve que darle un puñetazo a una remilgada ama de casa retrógrada. Respetaba la libertad de pensamiento, ¿quién es alguien para decir lo que tenemos que pensar? Puedo estar de acuerdo o no con lo que piensa una persona, pero respeto ese pensamiento. Y como respeto la libertad de pensamiento, me da completamente igual lo que piense la gente de mí. Lo mismo pasa con la libertad de expresión, yo respeto lo que diga cualquier persona, pero esa persona ha de respetar también que mi expresión tenga forma de puñetazo y le haga volar un diente.

Ese es uno de los problemas de la libertad de expresión, que la gente confunde las críticas con los ataques y los ataques con las críticas. La gente piensa que la libertad de expresión es soltar cualquier barbaridad en cualquier sitio y que toda la población humana se ate las manos y cierre la cremallera de sus labios. Siempre se lo decía a mi hermano: si te metes en una pelea no te quejes cuando te den la primera ostia, sabías a lo que ibas. No esperes negarle la entrada a un centenar de inmigrantes encaramados a una valla huyendo de un genocidio por tu miedo a perder el trabajo y que no se lancen sobre ti. Es normal centrarse tanto en tus derechos como para olvidar tus deberes. Pero que nadie se excluya. Cuando queremos algo, todos nos centramos sólo en lo que nos puede ayudar a conseguirlo.

En fin, veamos cuanto me ha dado el afortunado de esta noche. ¿Por qué tanta soberbia en mí misma? Cuando tu día a día es ser usada y tirada como un pañuelo por el peor postor, más vale que tengas algo que te impida traspasar el umbral a la otra muerte, porque, si hay algo que abunde en un local de la mafia, son cosas con las que suicidarte. Más vale pensar que mi situación de puta mierda es la oportunidad de mi vida con tal de no acariciar mi muñeca con el filo de una navaja suiza. Oh… doscientos pavos, no está mal para ser una propina.

Podré darme algún capricho.

Vi una panadería al girar la esquina y decidí tomar un desayuno como lo hacía toda esa gente tan refinada. La puerta automática de cristal se abrió cuando me acerqué a ella. Era la típica panadería moderna con las paredes de madera clara, almohadones de diseños simples y algunos cuadros con frases hípsters sobre fondos astrales.

Me acerqué a la barra antes de que la baba del dieciochoañero granoso que limpiaba las mesas llegase al suelo. Algo sencillo, media docena de croissants pequeños y un zumo de naranja. Tampoco quería perder lo que podía considerar como unos ahorrillos. La cajera me dio el recibo con una mueca de desapruebo tras inspeccionar de arriba abajo mi conjunto.

Me senté en uno de los sofás del fondo. Siempre elijo el sofá si puedo. Los coches surfeaban sobre el asfalto a través de la puerta de cristal por la que había entrado y hacia la que estaba encarada. Hay un periódico sobre la mesa, pero no me molesto ni en leer el titular sobre el incendio de Notre Dame.

Vamos a ser sinceros. Los medios de comunicación no buscan la verdad, buscan las ventas. Si tiene publicidad es porque alguien paga. Y, ¿qué es lo que más vende? Sentirte mejor que el resto. Por eso solo existen dos clases de noticias. Por un lado, tenemos las noticias desagradables que te hacen sentirte aliviado de no ser el niño llorando en las calles de Bagdad, la mujer apuñalada por su exnovio recién excarcelado o el hombre tiroteado por un narcotraficante. Esas son las que más suelen abundar, ya que nos encontramos en un mundo de sufrimiento. Por otro lado, están las noticias positivas, referentes al sector de la población hacia el que se dirige el periódico. Así, el hecho de que tu país sea el primero en trasplantes de órganos, te hace sentir superior al resto.

No es la cajera la que me trae la bandeja con mis seis croissants y mi vaso de zumo de naranja, sino otra mujer. Esta, me responde con una sonrisa sincera. Aún hay esperanza. Cuando se fue, dirigí la mirada a la bandeja. Curiosa historia la de los croissants. Durante el avance del imperio musulmán, en un pueblo del sur de Francia, amanecía. A primera hora de la mañana, las únicas personas despiertas eran los panaderos, que tenían que empezar a hornear el pan bastante pronto. Justo por ese motivo, descubrieron a los musulmanes cruzando el río que rodeaba al pueblo a esas prontas horas de la mañana y pudieron avisar a los soldados. Los franceses les combatieron y fue una de las pocas batallas que ganaron. Tras la victoria, los panaderos decidieron crear un bollo con forma de la luna creciente (croissant en francés) musulmana. Siempre es curioso saber el porqué de las cosas.

Mi móvil, que reposaba en el borde de la mesa, se iluminó, haciéndome ver la hora. Las putas doce de la mañana. Llevaba dieciséis horas sin hablar con Gustav. Mierda, me iba a matar. Engullí los seis croissants como si fuera una ardilla guardando bellotas e intenté no atragantarme al beberme el vaso de zumo de un trago. Cogí mi bolso, mientras me levantaba y salí corriendo, a la vez que la camarera se despidió de mí. Aún hay esperanza.

Levanté el brazo cuando pasó el primer taxi que se detuvo a medio milímetro de echar chispas con el borde de la acera. Me subí a esa trampa mortal sobre ruedas mientras las últimas miradas altivas se dirigían hacia mí y mientras les regalaba billetes de tren solo de ida a la puta mierda de forma mental.

El taxi me alejó de esa burbuja de esnobismo mientras las calles pasaban por mi ventanilla como una pantalla de cine en la que se proyectaba una escena de variedad cultural y falso respeto oculto tras la máscara de una “corrección política” que me producía arcadas y sudores fríos. Mi mirada se difuminaba entre los tranquilos rayos de sol del mediodía que asemejaban mi reflejo al del recuerdo de un ser querido.

Como un parpadeo intermitente y milisecundial, el reflejo de mi rostro se sustituyó por el de otra persona. Mi corazón latió una vez con su fuerza, mis pelos se tensaron para relajarse, mis brazos temblaron ínfimamente, mis lacrimales segregaron una gota de prolactina que recorrió toda mi mejilla hasta gotear en la barbilla. Sin embargo, ni mi actitud ni mi expresión variaron la seriedad rígida que me regía desde que entré en este oficio.

Decidí liarme un piti, de todas formas, un poco de endorfinas no le vendría mal a mi cerebro emocional después de una noche de trabajo en la zona de la ciudad que más odiaba. Pizqueé un poco de tabaco sobre el papel de liar y lo condensé en el eje central del papel. Moví la cabeza al ritmo de la canción que sonaba en la radio del taxi, un poco deprimente, aunque pegadiza. Cuando me llevé el futuro piti a la boca para lamer el borde del papel, mis ojos se cruzaron con los del conductor. No quería aguantar ni una mirada más de compasión. No quería que nadie se apenase de lo que estaba pasando yo. No quería su lástima.

- Mis tetas están aquí abajo y si no te gustan tienes la carretera delante. – el conductor no desvío la mirada de mis ojos mientras permanecía en silencio hasta que me dijo

- No puedes fumar aquí dentro.

Los serios ojos del taxista se mantuvieron fijos en los míos un segundo más para volver a la carretera. En el mundo hay gente mala y gente buena, generalizar sobre cualquier cosa es una injusticia y la injusticia es una mierda.

- Perdona, es la costumbre.

- No te preocupes, sé cómo te sientes.

- Lo dudo. – miré otra vez por mi ventana

- Has de soportar a gente que solo quiere aprovecharse de algo que tienes y que ellos quieren. En ningún momento piensan en ti como en una persona, sino como en un medio de conseguir un fin. Y una vez han acabado te sueltan una “propina” y se van ignorándote, sin un simple y educado gracias. ¿Me equivoco?

- Eso es en esencia. – extrañé la mirada – Perdona si me meto donde no me llaman, pero, ¿cómo conoces esa sensación? ¿has sido trabajador sexual?

- Peor. Taxista.

Agaché la cabeza mientras soltaba una risilla inocente. Al menos el día que empezaba tenía un toque de humor ya. Cuando la levanté percibí el movimiento de los ojos del taxista de mi cabeza a la carretera, creyendo que no le había visto. La seriedad tenía ya un toque de alegría.

- Era una broma. Pero soy inmigrante. Soy la palabra que usan los políticos para conseguir votantes pero que olvidan cuando los tienen.

- No es lo mismo.

- La gente se fija tanto en mi piel como en tus tetas, tanto en mi acento como en tus gemidos, tanto en mi nacionalidad como en tu ropa. La diferencia es que a mi después de joderme no me dan dinero… Creo que me he pasado.

- Un poco.

- No quiero decir que tu condición sea una tontería. Quería decir que sé cómo te sientes.

- Tranquilo, lo he entendido. ¿Y qué haces para que no te destroce por dentro?

- Gita. – señaló a la foto que tenía pegada sobre la radio, una mujer con una diadema de oro en la frente sonreía al fotógrafo del pasado – Me costó mucho esfuerzo que me conociese, pero ahora es lo que me hace querer sonreírle al puño que está a punto de partirme la cara.

- Menuda mierda de mundo ¿eh? – tras el comentario sarcástico volví a mirar por la ventanilla

- Lo es. Solo hay que saber cómo hacer que eso no sea importante.

- ¿Y cómo consigues eso? – pregunté retóricamente

El taxista comprendió la intención de mi pregunta lanzándome una última mirada por el retrovisor. Está bien saber que no estás solo, pero no soluciona tu problema. Hay tantísima mierda en este mundo que lo único que puedes hacer es pensar cómo sería un mundo limpio, pero no como limpiarlo sin ensuciarte.

Me era muy complicado alegrarme. Alegrarse implica tener a alguien, o algo que te dé alguien, que te lo produzca y eso implica confianza. La confianza es bajar la guardia cuando estás con ese alguien y bajar la guardia ya no me parecía posible. Cuando veía algo ya sólo podía ver la amenaza que podría suponer, sacarle defectos, preparar mi defensa y ver como pasaba por mi lado sin poder disfrutarlo.

Es normal que a la gente no le guste estar con alguien así. A la gente le gusta disfrutar de la vida sin que nadie se la amargue. Pero negarle la confianza a alguien que no la tiene no soluciona el problema, solo hace que se aísle más y que sea cada vez más difícil sacarlo de esa burbuja.

Lo digo por experiencia. Soy una puta. Lo mío es actuar, fingir, y darle al cliente la chica buena que quiere durante un rato. Mi burbuja me permite ofrecer todo eso sin sentir ni una pizca de repulsión. El problema no es el asco sino el vacío que aumenta cada noche que pasa.

Las ostias de la vida fortalecen, y yo tengo para dar y recibir. Sobre todo, recibir. Si lo que no me mata me hace más fuerte, se podría decir que soy bastante fuerte, pero, ¿es esto vivir? ¿Este estado de soledad y aislamiento es lo que implica saber como es la vida? Te permite saber qué hacer en cada momento, pero no disfrutarlo. Son problemas de la vida real que no tienen importancia en la vida real.

Se detuvo de sopetón, meneándome un poco hacia delante y hacia atrás por fuerzas de la física que era incapaz de pronunciar. Miré el letrero del local y suspiré. Abrí el bolsito negro que descansaba sobre mi regazo y le di al taxista quince pavos por pereza a contar lo que le debía.

- La vuelta sale a menos. – abrí la puerta

- Tómalo como un regalo de una nueva amiga. – salí del coche

- Mientras mi mujer no sepa quién es esa amiga tan guapa. – una sonrisa educada y amable acompañó el comentario que interpreté como un cumplido

- No tanto como tu mujer. – cerré la puerta del coche

Esto sí que era la vida real. Los escasos dos metros que separaban la calzada de la puerta del local me hacían dubitar sobre la posibilidad de dar media vuelta y huir de este sitio. Pero recordé porqué hacía eso. Ya iban cuatrocientas treinta y ocho. Los enormes pomos en forma de aspa adornada con motivos barrocos en las puertas de madera roja era la entrada al hogar de Príapo. Cogí aire.

Una leve luz púrpura de origen desconocido iluminaba todas las paredes, originalmente blancas, el olor a perfume erótico recreaba el sabor de la fresa en mis fosas nasales, una canción de Billy Idol hacía vibrar mis tímpanos al ritmo del coro de góspel que sonaba de fondo.

La recepción estaba vacía. El local no abría sus puertas hasta las nueve de la noche, aunque se enorgullecía de su servicio a domicilio. Las chicas dormirían a estas horas, solas si tenían suerte, después de una larga noche de cosificación. Subí los escalones y cuando me dispuse a girar hacia las habitaciones…

- Ven a la mesa, piernas largas.

Cerré los ojos y tragué saliva cagándome en la progenitora de Gustav. Gustav Ahr, sentado en los sofás de la sala de espera que había bajo las escaleras había escuchado el taqueteo de mis tacones. Agaché la cabeza y bajé las escaleras que llevaban a una sala llena de sofás de cuero blanco. Gustav, un argelino que viajó a Francia para traficar con mujeres hasta aquí, me miraba fijamente, con el ceño fruncido. Su camisa, con todos los botones desabrochados, dejaba ver un pecho repleto de pelos morenos rizados.

Avancé silenciosamente hacia el sillón opuesto al suyo, hasta que Gustav me chistó cuando me inclinaba para sentarme. Le miré. Alzó la mano con un dedo levantado y lo bajó hasta señalar su regazo. Me levanté, resignada. De camino a su entrepierna, vi que sobre la mesa de cristal que separaba ambos sillones había restos de un polvo harinoso blanco y una tarjeta de papel. Me empezaron a temblar las rodillas.

Me senté sobre su pierna derecha, excesivamente cerca de su polla, con las piernas juntas y la mirada agachada. El silencio de Gustav no mejoró la situación, tampoco sus lascivas caricias de mis muslos excesivamente cerca de mi coño. Pasado un tiempo, decidió hablar.

- Dime, conejita, ¿dónde estuviste anoche?

- Saldando una deuda tuya. – los nervios y el miedo se notaban en mi tono

- ¿Una deuda mía? – el tono de Gustav era tranquilo

- Con un militar.

- Ah, sí, el militar. ¿Le gustaste? – la mirada de Gustav estaba fija en mis piernas

- Sí.

- ¿Y no te dio ningún premio por hacerlo tan bien, perrita?

- No. Solo saldaba una deuda tuya.

- ¿Y cómo has llegado hasta aquí? – tragué saliva

- He venido en taxi. – sabía por experiencia que lo mejor era ser sincera

- ¿Y cómo lo has pagado? – no respondí

Gustav respondió por mí, dándome una bofetada que me dejó tirada sobre la alfombra de terciopelo. Me acaricié la mejilla donde me había golpeado. Me había hecho una herida. El hijo de puta me había golpeado con el anillo. Me cogió del pelo y me giró para encararme a él.

- No te confundas conmigo. Te dejo llevarte parte de lo que ganas cada noche sólo porque estás aquí por cuenta propia y me ahorras un problema legal, pero no me vas a esconder dinero y mucho menos si sólo ibas a saldar una deuda. A mí no me la vas a liar, zorra. – me soltó del pelo, pero me apretó de las mejillas – Aunque estés aquí por cuenta propia, cuando estés bajo este techo cumplirás mis putas normas y si no te haré lo mismo que a Sweet. La última vez que Mandingo y Lebron se divirtieron con ella, acabó ingresada en un hospital.

Me soltó bruscamente y me metió la mano en el sujetador. Rebuscó dentro de él hasta que sacó los ciento setenta pavos que me quedaban.

- Parece que le gustaste bastante para ser una puta un poco rellenita. – me ofreció la mano para levantarme, que acepté a regañadientes y tras unos segundos de reflexión – Que no se vuelva a repetir. – me puso un dedo a medio centímetro de la nariz – Ahora vete a descansar. – me dio un cachete en la nalga derecha que acabó apretando como una pelota antiestrés, mientras aguantaba las arcadas y me decía – Crystal te grabó una llamada dirigida a ti anoche. Si no es un cliente puedes dormir. Y ponte guapa para esta noche. Te va a tocar el puerto. – me soltó el culo

Gustav se sentó de nuevo en el sofá de cuero mientras rebuscaba en su bolsillo más polvos blancos de capullo integral. Yo, tras unos segundos que me permití tomarme para inspirar hondo y poder calmarme, retomé mi marcha hacia donde lo dejé la última vez y subí por las escaleras hasta las habitaciones.

¿Una llamada para mí? No conocía a nadie que se interesara por mí tanto como para llamarme aquí. Debería ser algún cliente. Algún adolescente con una mentalidad similar al síndrome de Asperger o algún enfermo de los que guardan la almohada sobre la que dormí en un altar. Qué pocas ganas tenía de oír a cualquiera de esos dos. Por lo menos, Gustav me había dicho que la llamada estaba grabada, entonces no tendría que fingir cariño hacia mi interlocutor, simplemente escuchar sus repulsivas excentricidades.

Abrí la puerta de madera blanca con el pomo dorado que estaba a la altura de la cintura. La habitación estaba en una oscura penumbra, siendo el haz de luz púrpura de las luces del pasillo las únicas que me permitían ver el interior. Crystal, con un pantalón corto de deporte y una camisa de tirantes dormía de espaldas a la puerta.

Dirigí la mirada hacia la mesa que había a mi derecha. Entre condones usados, pintalabios, vasos de cristal, restos de cocaína y espejos, estaba nuestro teléfono con una nota en la que estaba escrito mi nombre y un corazón. La historia de Crystal era quizás la más radical de todo el local. Se parecía a la mía, con un toque más doloroso.

Ella también era una chica normal, cogida del brazo de un príncipe azul, ignorando su futuro negro. Tenían una vida normal, una casa normal, un trabajo normal, y como es normal, se acercaba un hijo. El pequeño nació, también con normalidad. Pasaron unos pocos años y el padre, se fue lejos, por trabajo dijo. A pesar de la distancia, hablaban todos los días, les enviaba dinero, les enviaba regalos. Tenían lo suficiente como para sobrevivir las dos con dos sueldos. Pero la crisis atacó y despidieron a Crystal. Envió currículums, currículums y más currículums, pero a nadie le interesaba. Tenía que hacer algo rápido porque no podían mantenerse únicamente con el sueldo del padre. Pero, ¿qué podía hacer? Siempre le habían dicho que era guapa, así que, en un caso de desesperación, empezó a hacer bailes en el local de Gustav. No le gustaba, pero de algo había que vivir. El sueldo del padre y los billetes en el tanga de Crystal alimentaron al pequeño un tiempo más. Pero si algo es demasiado bueno es que no lo es. Una noche como cualquier otra, caminando Crystal de vuelta a casa, se encontró con un hombre al que no tardó en reconocer. Su marido, en un bar con una cerveza en una mano y una mujer en la otra. El mundo de Crystal cayó estrepitosamente al suelo como un plato de porcelana. La denigración a la que se había visto expuesta, los años de mentiras que se acababa de tragar, la vida de su hijo, giraron en torno a ella como el tambor de la pistola que tenía en su bolso, por seguridad. Reaccionó cómo reaccionaría cualquier persona normal: siguiéndole hasta un callejón y vaciando el cargador del revólver. Tuvo que haberlo pensado dos veces. Ahora su hijo se mantendría únicamente con los contoneos de su madre sobre el paquete de sus clientes. Pero, Gustav vio su oportunidad y la aprovechó. Le sugirió a Crystal que se pasara al servicio de los polvos, ya que se ganaba más dinero. Se agarró al clavo ardiente. Pero, a los servicios sociales no les gustaba que la madre de un niño fuese el pack dos por uno de puta y sospechosa del asesinato de su padre, así que se lo requisaron. Ahora, la almohada que tiene Crystal en la cabeza es lo único a lo que puede aferrarse para olvidar su horrible realidad.

Pero no olvidemos mi horrible realidad. Cogí el móvil que descansaba sobre la mesa de los vicios. Al levantarlo, cayó un papel que observé de reojo. Cayó bocabajo, donde diseños geométricos azules inundaban casi todo el reverso de lo que parecía una carta. La cogí y le di la vuelta. La reina de corazones. Que me corten la cabeza, ¿qué coño? Dos inexpresivas reinas me miraban desde las esquinas opuestas, rematadas, ambas, con una q roja y un corazón a la izquierda de sus cabezas. No le di importancia.

Escuché la llamada. Tras la conversación del desconocido con Crystal, el primero, dejó el mensaje que se supone que debía escuchar. ¿Qué coño? Al acabar la llamada miré el móvil con extrañeza, estuve unos segundos cavilando, cogí el boli, le di la vuelta al papel sobre el que había escrito Crystal mi nombre y volví a escuchar la llamada.


Q

TUVISTE QUE HUIR, HUIR POR LO QUE HICISTE EN EL PASADO, HUIR POR PLANTEAR AQUEL PROBLEMA. ES HORA DE SOLUCIONARLO. TE HA TOCADO LA Q, AQUELLA QUE PARECE DÉBIL, PERO QUE PUEDE CONTROLAR TODO SIN DECIR NADA. SI QUIERES QUE ESO SIGA ASÍ VES A MEDIANOCHE A LA NAVE 51 DEL PUERTO. NO REVELES TU IDENTIDAD, NO LLEVES ARMAS, NO HABLES CON NADIE ANTES NI DESPUÉS, VES SOLA, HAZ TODO LO QUE TE DIGAN. ERES LA Q, TU DON ES LA SABIDURÍA, USA ESA CARTA EN ESTA PARTIDA

- CROUPIER


Interesante.












No me gustaba que me llamasen a estas horas para decirme que habían encontrado a un cabrón que había enviado a chirona lanzando billetes de cincuenta contra una stripper. Cuando quería que algo se hiciese se tenía que hacer, así funcionaba esto. ¿El poder? No. El respeto. El poder sin respeto es miedo, y el miedo, a la larga, atrae a los valientes y no me gustan los valientes, dan problemas. Prefiero acomodarme entre el miedo y el respeto. Pero para controlar ambos, hay que ganarse el honor a poseerlos. Y, para eso, hay que mancharse las manos.

El denso humo negro que exhalaba mi habano, inundaba la estancia del coche en el que me encontraba, obligando al chófer a elevar la mampara que separaba ambas estancias. Me gusta el materialismo. Es la prueba de que tienes éxito. La gente podrá decir lo que quiera, pero nadie es alguien sin nada. No me gusta tener cosas por el hecho de tener cosas, sino por el significado de esas cosas. Cuando un hombre trajeado baja de un Jeep negro con un puro en una mano repleta de anillos de oro, no piensas que se pase la noche buscando una caja de cartón donde dormir.

Todo se basa en un simple juego de mentes, en el momento en el que sabes cómo mostrarte, qué hacer y qué decir, tienes al mundo comiendo de la palma de tu mano como una ilusa paloma que descuida el cuello al que acecha el cuchillo en tu otra mano. No necesitas ser una complicada mente criminal, simplemente saber cómo ganarte a la gente.

Basta con mirar los meetings políticos. ¿Acaso alguien sabe cuál es la intención de estos? Adulación y publicidad. Lo primero le sube la moral al político y le anima a realizar lo segundo, lo cual, se trata simplemente de encontrar algo contra lo que enfrentar a sus seguidores fervientes mostrándoles algo en lo que descargar su rabia. Una vez hecho esto, volverán a ti como un rebaño de ovejitas sonrientes y tragando cualquier mierda que les lances contra la cara, sin quejarse.

Una auténtica partida de póker.

Por eso empecé a anhelar el poder. Y ahora aquí estamos, produciendo paranoias y temblores varios en la mente y cuerpo de un pobre expresidiario que tenía la lengua más larga que las manos. Me llevé el cigarro a la boca mientras lucía mi maliciosa sonrisa de titiritero. Mientras planeaba como infundir miedo al pobre infeliz que titiritaba atado a una silla, el coche fue decelerando hasta detenerse. Una nave industrial ocupaba todo el parabrisas delantero que apareció mientras el chófer bajaba la mampara para decirme:

- Ya hemos llegado, señor.

- Gracias, Jarvis. Espérame, no tardaré mucho.

- De acuerdo, señor.

Abrí la puerta del coche, a la vez que soltaba el humo de mi habano, como la exhalación del alma de la que necesitaba desprenderme para realizar mi cometido. Caminé, lentamente, sobre el suelo de áspero asfalto que separaban el coche de la entrada a la nave. En la puerta de esta, entre dos gorilas de aspecto duro, me esperaba tieso un hombre de cabeza cuadrada, peinado elegante, fríos ojos azules tras unas gafas y expresión seria, aunque infantil. Wesley.

La expresión de mi sonrisa varió de malicia a complicidad con un ligero matiz de amistad. Extendí los brazos provocando la misma reacción consecuencial en el cuerpo de mi viejo amigo. Nos enlazamos en un cordial abrazo meramente amistoso con algunas palmadas durante un par de segundos.

- Siempre es un placer verte.

- Lo mismo digo, Wesley. ¿Cómo está tu mujer?

- Genial, ansiosa de que nos invite a otra de tus fiestas.

- Primero tiene que haber motivos para celebrarlas, Wesley, y, tal cual me están yendo las cosas, no creo que divisemos esa supuesta futura fiesta pronto.

- ¿Qué sucede?

- ¿Recuerdas porque metimos a Pit entre rejas?

- Por irse de la lengua.

- No me gustan los chivatos. Los chivatos te la clavan por detrás. Y si un chivato te la clava por detrás, haces saber a todo el mundo que cualquiera puede.

- ¿Y qué pretendes hacer?

- Lo de siempre. Saber cómo ha escapado de esa jaula de mala muerte, segar las malas hierbas y meter al subnormal de Pit en un ataúd a pocos metros bajo tierra. Los suficientes como para que empiece a notar la angustia de la claustrofobia y el estrés de la muerte inminente.

- Vale… - Wesley apretaba demasiado el puño

- ¿Qué sucede Wesley? – le conocía demasiado bien

- Creo que hay algo que tienes que ver antes. – el tono de Wesley había cambiado demasiado rápido de la alegría a la indecisión

- Suéltalo, Wesley.

- El señor…

- No tiene apellido, solo Pit.

- El señor Pit no ha escapado exactamente de la cárcel.

- ¿A qué te refieres?

- Según nos ha dicho él, un agente le visitó a la celda y le dio un permiso de fin de semana.

- ¿Y por qué iba la policía a hacer eso?

- Según nos ha contado Pit, habían movidos hilos desde arriba.

- ¿Desde arriba? Sé directo, Wesley, joder.

- Pit tiene un mensaje. Al parecer querían que lo recibieses así.

- ¿Un mensaje? ¿Qué clase de mensaje?

Wesley rebuscó, con un gesto de incomodidad, en el bolsillo de su americana azulada. Sacó un papel garabateado con la característica letra gótica de Wesley, de un color azul que coincidía con el de su chaqueta. Mi mano, con un movimiento agresivo y directo, le arrancó la hoja a la inocente y temblorosa mano de Wesley.

Mis ojos saltaron de palabra en palabra como una rana de nenúfar en nenúfar. Cada palabra que comprendía aumentaba mi incomprensión. Mis cejas se arqueaban una y otra vez, cada una mostrando mayor extrañeza que la anterior. Al acabar de leer ese entramado de palabras extravagantes, mi extrañeza se tornó rápidamente en furia.

Con el mismo movimiento agresivo y directo con el que le había quitado la hoja a Wesley, se la devolví, mientras le lanzaba una mirada de odio. No hacia él, sino hacía el escritor de la carta, al dictante de la hoja, al rehén de la nave diez, a Pit el limburgués.

Mis latidos se aceleraron, mi respiración se incrementó, mis venas se hincharon, mis puños se apretaron mientras cargaba contra la puerta de la nave como un toro acorralado. La abrí de un portazo y avancé decididamente, mientras Wesley me seguía en carrerilla hacia la silla que se encontraba justo en el centro de la nave.

Sobre esta, descansaba un hombre, visiblemente abatido, aunque estuviese de espaldas. Un pequeño charco de sangre se percibía bajo sus manos atadas a la espalda de la silla. La cabeza estaba colgando, sujeta por los músculos gulares izquierdos, y la boca abierta, casi desencajada. Los ojos, desprovistos de vida, estaban fijados en ningún sitio. Tarareaba una canción.

Me puse frente a él, proyectando mi sombra sobre su figura iluminada por la luz lividiante, pero permaneció inmóvil, mientras una pegajosa estalactita de babas pendía de la comisura derecha de su boca. Observé a aquel pobre hombre en busca de algún rasgo o alguna actitud que produjese en mí el más mínimo sentimiento de pena. Pero, ni su pómulo destrozado, ni las heridas de su costado, ni su rodilla, fracturada de una forma no muy cómoda, me hicieron sentir una pizca de misericordia por el hombre lingualargo. Me incliné hasta dejar que mi boca rozase con el aliento la oreja izquierda de Pit.

- Hay dos formas de hacer de esto: la buena y la mala. – dejé un silencio dramático de tensión – Parece que la buena no ha dado resultado.

Con un movimiento brusco de la cabeza, le golpeé con la frente en el trago de la oreja. Pit cayó sin sentido al suelo mientras el desgarrador grito de dolor me informó de que le había sacado de su viaje astral postraumático. Con la mejilla en el cemento del suelo de la nave, empezó a patalear, sin mucha libertad ya que estaba limitado por las cuerdas y las patas de la silla. Por lo menos su pierna dislocada, se meneaba cómicamente. Al no poder calmarse con las extremidades empezó a gritar más fuerte.

Chasqueé los dedos y dos hombres aparecieron de entre las sombras, uno a cada lado de Wesley que observaba la escena sin mucha empatía. Cada uno cogió uno de los largueros de la silla y volvieron a sentar a Pit, perpendicular al suelo, mientras se agitaba entre las ataduras de la cuerda.

- No me malinterpretes, Pit, no has hecho nada malo. Por lo menos desde que estás fuera de la cárcel. Cuando me han llamado hoy, vine aquí con la idea de amenazarte de alguna forma, meter el dedo en la llaga literalmente – la introducción de mí índice en la herida de su costado reanudó los gritos de Pit – y hacer brotar de tu frente el tinto favorito del conde Drácula. Un acto moralmente cuestionable, lo admito. Pero en este mundo cada uno ha de regirse en base a sus principios y no en causar una buena impresión social. Basándome en esas ideas he conseguido el poder que ahora ostento. Pero el poder simplemente tiene la fuerza de los que se sometan a ese poder. El poder es lo más frágil del mundo. Las palabras de un político no sirven de nada en un auditorio vacío. Por eso se mata tanto en nombre del poder, por eso se hacen tales atrocidades, porque solo lo mantendrás teniendo a tus corderitos bien controlados en su redil. Pero tú eres una ovejita rebelde, no estabas en el redil con las otras ovejitas. Te escapabas por las noches para irte con otros pastores. ¿Qué impedirá a las otras ovejitas seguir tu ejemplo?

- Por favor, no me haga daño, señ… - silencié su voz colocando mi índice sobre sus labios

- Tranquilo, como bien he dicho, esta era mi idea cuando me han llamado. Pero, nada más llegar aquí, nuestro amigo Wesley me ha dejado leer el mensaje que te has molestado en dejarnos. Curioso, ¿sabes? Demasiado general para la mayoría – me acerqué a su oído – y demasiado concreto para la persona adecuada. – volví a enderezarme – Tu vida pende del hilo de las Moiras, y yo tengo las tijeras. Vamos a hacer un trato, cuéntame qué coño está pasando aquí y, si me gusta tu respuesta, puede que no te dejé caer al Inframundo.

- ¿Q-q-qué? – le di un puñetazo, esta vez en la mandíbula, que le volvió a derribar

- Di qué una vez más. – le dije mientras le levantaban mis dos subordinados – Di qué una vez más. Te reto, cabronazo, te reto dos veces.

Pit no volvió a decir qué. Se dedicó a mantenerme una mirada de pena, con las pocas fuerzas que le quedaban y a respirar nerviosamente mientras se le hinchaban las aletillas de la nariz. Miedo. La principal herramienta del poder es el miedo. El poder del gobernante se basa en el poder que le permitan ostentar al gobernante. En el momento en el que la posición del gobernante no signifique nada para los gobernados, su poder será tan inútil como un fajo de billetes de quinientos en una isla desierta. Pero el miedo intimida a los gobernados, presentando la elección entre la obediencia o la muerte. Biológicamente, el hombre está condicionado para elegir la vida, y eso tiene bastante peso en nuestro razonamiento. Cualquiera se va a meter con el empollón de la clase hasta que una mañana venga con una escopeta y atraviese matones con cartuchos de setenta y seis milímetros.

- Te lo pondré fácil, hijo de puta, empieza a soltar esa lengua tan larga que usaste hace unos años para decirme que capullo con placa te ha dejado salir sin mi permiso. Me cuesta quinientos pavos semanales anularte los permisos como para que un inepto con un donut en el índice decida soltarte sin consultármelo. – Pit sonrió - ¿Por qué sonríes?

- Tengo miedo. – la sonrisa se tornó nerviosa

- ¿Y eso te hace sonreír?

- Me hace sonreír estar en tu situación.

- ¿A qué te refieres, capullo?

- Piensas que conseguirás lo que quieras con miedo. Efectivamente tengo miedo, pero no vas a conseguir lo que quieres.

- ¿Por qué? ¿Prefieres morir a revelarme la identidad del poli que te ha soltado dos días?

- Te sonará estúpido, pero sí.

- Sabía que eras un soplón, pero no que le soplaras el culo a la policía también.

- La policía me la suda más que los incendios del Amazonas a Jair Bolsonaro. Pero no mi familia.

- ¿Tu familia? – miré a Wesley – Wesley, apunta dos más para la lista de la compra. – volví a mirar a Pit - ¿Alguien más?

- Nada de lo que digas va a hacer que yo te diga lo que quieres oír.

- ¿Qué tiene que ver tu familia con el gilipollas que te haya soltado un par de días?

- Pues que ese gilipollas le ha dado a mi familia algo que tú, vieja gloria, no le podrás dar.

- ¿El qué?

- Una vida sin ti.

El cabrón de Cliff Booth me había lanzado contra la puerta del coche de Janet. El miedo solo tiene sentido como herramienta si puedes conseguir algo de infundírselo a otra persona. Pero, cuándo tenía a la familia lejos de mi alcance y la felicidad de ella dependía del silencio de Pit, ¿qué podría hacer yo para conseguir la identidad de mi desafiante?

Llevarlo todo al extremo.

Saqué una Zastava del cinturón del pantalón, y, de un movimiento tan decidido como coreografiado, coloqué el cañón de la pistola unos pocos milímetros bajo el flequillo de Pit.

- Estás haciendo que me cabree, Pit, y no me gusta cabrearme. Voy a plantar una puta bala en todo tu hipotálamo y voy a disfrutar viendo como este proyectil de acero destroza los huesos de tu cráneo, y se abre paso a través de tu materia gris mientras arrasa todas las terminaciones nerviosas de tu cuerpo.

- Si tuvieses el futuro asegurado para tu familia, ¿lo mandarías a la mierda por salvar tu vida?

- Tienes toda la puta razón, Pit. No puedo conseguir nada de ti. Pero voy a matarte, igualmente.

- ¿Qué esperas conseguir con mi muerte?

- Que la gente sepa lo que le espera a cualquiera al que se le ocurra seguir tu ejemplo. – disparé

Tal cual había predicho, la bala penetró hasta detenerse dentro de su encéfalo. La cabeza de Pit se echó ligeramente hacia atrás, por la onda del disparo, para después caerse hacia delante, mientras un hilo de sangre, similar al de sus babas, brotaba de su frente y formaba un diminuto charco en el suelo.

Hubo unos segundos de silencio, en los que observaba el cadáver de Pit, con gotas de sangre manchando la parte superior de su cabeza. Ese cabrón, sin necesidad de un par de huevos, me había desafiado y había ganado, aunque estuviese muerto. Pero no era Pit el que había ganado esta noche, sino él. Él.

- Wesley. – Wesley se sobresaltó, como si encontrase inesperado que exigiese su atención – El mensaje. – extendí el brazo derecho con la mano abierta

Wesley dudó unos segundos. Al momento, sus zapatos resonaron sobre el silencio de la nave. Eran unos pasos asustados, más bien temerosos, aunque no extraños para mi oído. Aunque impasible, Wesley solía ser asustadizo. Cuando estuvo lo suficiente cerca de mí, colocó el papel arrugado sobre mi mano.

- También tenía esto. – sacó una carta

Con la mirada furibunda le arranqué la carta de las manos a Wesley. Dos bustos del mismo rey coronado miraban en direcciones opuestas a un trébol negro y simétrico, de perfil. Tenían pelo blanco hasta los hombros, donde terminaba en un tirabuzón, al igual que su barba. Sostenía una firme espada azulada. La ignoré y leí de nuevo la carta.


K

TUVISTE QUE HUIR, HUIR POR AQUELLO QUE HICISTE EN EL PASADO, HUIR POR PLANTEAR AQUEL PROBLEMA. ES HORA DE SOLUCIONARLO. TE HA TOCADO LA K, AQUEL QUE DIRIGE TODO A SU GUSTO, PERO TAMBIÉN AQUEL SOBRE EL QUE CAE TODO EL PESO. SI QUIERES QUE TODO SIGA ASÍ VE A MEDIANOCHE A LA NAVE 51 DEL PUERTO. NO REVELES TU IDENTIDAD, NO LLEVES ARMAS, NO HABLES CON NADIE ANTES NI DESPUÉS, VE SOLO Y HAZ TODO LO QUE TE DIGAN. ERES LA K, TU DON ES EL PODER, USA ESA CARTA EN ESTA PARTIDA.

- CROUPIER


Mierda.











¿Q-qué ha dicho?

Nada, deja (tic) de buscar pelea.

No le hagas caso, míralos, se ríen de ti.

Sabes que (tic) no vas a hacer nada, no vayas de chulo.

No v-voy de nada.

Tampoco serviría de mucho, mírate.

No le hagas (tic) caso.

Cállate. Mírate, estás mendigando en la puta calle. Eres la escoria del mundo. Me das vergüenza.

No le hagas (tic) caso, la culpa no es (tic) tuya.

No… es m-mía…

¿Qué no es suya?

Cállate (tic). La culpa no es tuya, la culpa es de (tic) todos ellos. De los (tic) hombres de blanco y negro. De los (tic) cerdos gordos. Míralos (tic), tan (tic) sonrientes, tan (tic) superiores, tan (tic) indiferentes a la gente como nosotros.

¿C-cómo nosotros?

Somos su carnaza, la escalera que (tic) pisotean para ascender. Les importamos una mierda.

Eso les importamos una mierda.

Sí, les importamos u-una mierda.

¿Qué (tic) has hecho tú para acabar así? Nada. Nosotros sólo tuvimos fe en ellos y ellos nos dieron la espalda.

Sí, nos dieron la espalda.

Mira, por ejemplo (tic), a ese.

¿E-ese?

No (tic), ese. Con lo que (tic) nos ha dejado no nos da ni para una bolsa de chuches. Pero (tic), si se siente mejor supongo que (tic) será lo que (tic) importa. Al fin y al cabo (tic), somos eso ¿no? Su buena obra del día. Somos los que (tic) buscamos su mano para que (tic) nos dé comida.

Somos la lástima personificada.

P-pero…

Pero (tic), tenemos que hacer algo.

Sí, hacer algo.

Ya hemos hecho s-suficientes cosas.

Nunca (tic) son suficientes. Nosotros vivimos en la jungla y ellos en el asfalto. Nosotros tenemos que (tic) sobrevivir y ellos solo vivir. Eso justifica todos nuestros actos.

Hazle caso.

¿Te acuerdas de lo del banco (tic)?

No q-quiero recordarlo.

Pero (tic), te acuerdas.

S-sí.

Necesitábamos dinero (tic) y lo cogimos.

S-sí, p-pero aquel…

Aquel tío sabía perfectamente (tic) en lo que (tic) se metía cuando (tic) decidió hacer lo que (tic) hizo.

T-tienes razón.

Exacto (tic).

Pero, ¿q-qué podemos hacer? Solo tenemos lo que nos ha dado el c-capullo y no llega a un pavo.

Eso, ¿qué podemos hacer?

A ver (tic), mmmmm…

Déjale que piense.

Ya lo tengo (tic). ¿Qué es lo que queremos?

Matar capullos de traje.

No (tic), que (tic) es lo que (tic) necesitamos.

Una pistola.

U-un arma.

Sí, pero (tic), no para matar capullos. No por ahora.

Quiero matar capullos.

Todo a su debido tiempo (tic), necesitamos un arma para (tic) conseguir cosas. No vamos a (tic) conseguir mucho poniendo carita de (tic) pena. A (tic) la gente le damos asco, no pena.

¿Y q-qué tenemos que c-conseguir?

Dinero (tic). Nos gusta el dinero, ¿no?

Sí, nos gusta el dinero.

Sí, s-supongo.

Nos gusta el dinero porque con (tic) él podemos conseguir cosas. Cosas que queremos.

Nos gusta el dinero.

¿Y c-cómo conseguimos el d-dinero?

¿Quién (tic) tiene dinero?

Los capullos con traje.

Exacto. Nos basta con (tic) buscar un capullo con traje y quitarle todo el dinero.

P-pero el capullo no nos lo dará tan fácilmente.

Para eso necesitamos (tic) el arma.

El arma. Para matar capullos.

Cállate. Esa actitud al (tic) final nos va a (tic) jugar una mala pasada. Tenemos que (tic) pensar con (tic) la cabeza fría. ¿Dónde podemos conseguir un arma?

Ya t-tenemos una.

¿Cuál? (tic).

P-pit nos la dio.

Es verdad. Pit nos la dio.

Tienes razón. Nos dio una navaja, para (tic) que (tic) no tuviésemos problemas por (tic) las calles. Bien, pues si ya tenemos el arma, el siguiente paso es encontrar el dinero.

Los capullos con traje tienen dinero.

Sí, es v-verdad.

Pues nos bastará con (tic) encontrar a uno. Como por (tic) ejemplo, ese de (tic) ahí.

Me suena hab-berle visto en algún sitio.

Cállate. Ese parece una buena presa. Mira como canturrea con los pasos y como se pavonea de su traje de capullo.

Sí, y no hay nada que (tic) nos guste menos que (tic) farden delante de (tic) nosotros.

Entonces, ¿vamos?

N-no sé yo.

Ahora o nunca, no podemos permitir que (tic) se nos escape.

Vale, v-vamos.

¿Y ahora qué hacemos?

Solo tenemos que (tic) seguirle hasta (tic) un sitio donde no haya mucha gente. Ahí le sacaremos el arma de Pit y le quitaremos todo su dinero. Nuestro dinero.

Me gusta que sea nuestro dinero.

¿Y no le haremos nada a él? ¿Y si se va de la l-lengua?

Podemos hacerle un corte, pero tampoco vamos a (tic) matarle. Eso puede darnos problemas, y no nos gustan los problemas.

No nos gustan.

V-vale.

Mira, ¿crees que nos ha visto?

Ni de (tic) coña. La gente nunca se fija en (tic) gente como nosotros. Solo somos los habitantes de (tic) la calle.

Capullos con traje. ¿Adónde va?

Se ha metido por la i-izquierda.

No le veo.

Es el que (tic) está silbando esa canción.

Le o-oigo por a-allí.

Callad que no oigo. Es verdad, se ha metido por ese callejón. Parece que lo esté pidiendo a gritos.

Mírale. Seguro que (tic) no sabe ni dónde coño está.

Es el momento, ahora o nunca.

¿Y q-que hago?

Eres un inútil, ¿por qué (tic) no te encargas tú?

Porque él es el que tiene el mando del cuerpo. Venga, imbécil, échale un par de huevos o volveremos a gritar. ¿Te acuerdas cuando gritábamos todo el rato? ¿A qué no te gustaba?

N-no.

Pues, te acercas al capullo con traje. Se dará cuenta cuando estés muy cerca. Cuando se gire, le sacas la navaja y se la pones en el costado. Le dices que o te da la cartera o le creas una mujer como hizo Dios con Adán.

¿C-cómo lo hizo?

Le saco una (tic) puta costilla, subnormal.

Cállate. Venga, idiota, échale un par de huevos.

C-capullo con traje.

No (tic) suena decidido.

Cállate, ahora no le molestes, tiene que estar centrado.

C-cállate. L-levanta las manos… R-rápido… Quiero tu sucia c-cartera de capullo con traje… C-cállate.

Dale una (tic) bofetada… Se la ha dado, no iba en (tic) serio, jajajaja.

Deja en paz al imbécil.

Mira que (tic) cara de (tic) capullo con traje se le ha quedado. Se lo merece. ¿A (tic) quien se le ocurre ir con (tic) una gabardina?

Dame la puta c-cartera… Como le digas alguna mierda a la p-policía, te haré una raja más grande.

El (tic) cabrón le ha rajado.

Muy bien imbécil, lo has hecho muy bien.

Tenía miedo de que g-gritase.

Has sido rápido eso es lo que importa. Lo has hecho muy bien.

G-gracias. ¿Ahora q-qué hacemos?

Metámonos en la casa y veamos lo que tenía el capullo con traje en su sucia cartera.

Si, veamos la (tic) cartera.

No p-parece que esté muy llena. Parece más un t-tarjetero.

A ver, enséñanoslo.

¿Esa mierda tan (tic) pequeña es una cartera? Eres un imbécil, imbécil. Si está prácticamente (tic) vacía.

La has cagado, imbécil. Pensaba que ibas a hacerlo bien esta vez. Te lo has buscado. Esta noche vuelven los gritos.

Espera hay una c-cosa.

No intentes librarte, vienen los (tic) gritos.

Cállate, es verdad, hay algo.

Una c-carta.

¿Qué (tic) carta?

Un as. Pero hay algo más. Mira.

¿Una n-nota?

¿El capullo con traje lleva notas en (tic) su tarjetero?

Léela.


AS

TUVISTE QUE HUIR, HUIR POR AQUELLO QUE HICISTE EN EL PASADO, HUIR POR PLANTEAR AQUEL PROBLEMA. ES HORA DE SOLUCIONARLO. TE HA TOCADO EL AS, AQUEL QUE ES USADO POR TODOS, PERO, TAMBIÉN, AQUEL QUE PUEDE CAMBIAR EL RUMBO DE LA PARTIDA. SI QUIERES QUE TODO SIGA ASÍ VE A MEDIANOCHE A LA NAVE 51 DEL PUERTO. NO REVELES TU IDENTIDAD, NO LLEVES ARMAS, NO HABLES CON NADIE ANTES NI DESPUÉS, VE SOLO Y HAZ TODO LO QUE TE DIGAN. ERES EL AS, TU DON ES EL CAMUFLAJE, USA ESA CARTA EN ESTA PARTIDA.

- CROUPIER


Pues nada.

22 de Mayo de 2021 a las 18:10 0 Reporte Insertar Seguir historia
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La Realidad
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Esto no es un universo fuertemente interconectado, pero siempre he concebido mis historias como algo que ocurría en el mismo mundo, siempre hay algún personaje que aparece en más de una historia o algún suceso que se menciona, esto es un recopilatorio de ello Leer más sobre La Realidad.