angelazuaje22 Angel Azuaje

Espeluznantes asesinatos inquietan a hombres y mujeres de la noche. Mujeres solitarias desaparecen mientras los rumores de espectros rondan por la plaza El Hueco.


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Espectro de mujer — Angel Azuaje

La brocha esponjosa acariciaba los pómulos, esparciendo finos polvos concediendo el rubor deseado, el espejo en frente reflejaba la mirada afligida del quien desea que todo su cuerpo se transforme en la figura de una mujer. Sus labios bañados por el labial carmesí, esbozaba una sonrisa ocultando la tristeza de sus ojos. Deja a un lado el labial y ahora sostiene un collar largo de perlas, se lo pone y se admira en el espejo. El toque final, una peluca con un corte de cabello asimétrico más largo en frente con un fleco levemente ondulado. Se pone en pie y se aleja del espejo, alumbrado por bombillas a su alrededor, que refleja su cuerpo cubierto con un vestido, de colores metalizados dorados, que al final de su corte ondean cortos flecos que rozan sus rodillas. Elogia su gemelo por última vez antes de salir de su apartamento estrecho y ruidoso.

La noche era radiante y fresca, en pleno verano seguía la humanidad celebrando la segunda década de un nuevo siglo. Alfredo Calles quien ahora solo respondía al nombre de Celia, pasaba inadvertida como una mujer, una elegante y sensual mujer. Se dirigía a una pequeña plaza cerca del bulevar de la ciudad, en donde denigrados de la sociedad, por ser diferentes, se reunían. Cualquier excusa era un motivo para celebrar. Hombres y mujeres se acercaban a El Hueco, así llamaban a aquel lugar donde travestis, homosexuales y cualquier persona podía estar seguro de no ser juzgado por sus inclinaciones sexuales. De Celia se decía que era la más bella del lugar y que ningún hombre adivinaba a primera vista que aquella elegante figura no era enteramente mujer. Aunque su alma reflejara la llenura que faltaba. Sabía cómo seducir a un hombre, como halagarlo, como atraerlo, conocía bien el arte de la seducción. Un atributo que probablemente lo llevó a la muerte.

Esa noche conocería con mayor profundidad un hombre que había prometido hacerla brillar, convertirla en lo que deseaba. Pero aquella promesa, Alfredo Calles, sabía que solo Dios podía cumplirla, Dios o el Diablo. «Te puedo hacer una verdadera reina», había dicho su misterioso y posible malqueda, o dios, o diablo. Había llegado la noche, aún estaba tranquila, la algarabía nacería pronto, y moriría cuando los prematuros gallos cantaran. Aunque para Celia la turbación del anochecer ya había llegado. Nerviosa, se acercaba a donde estaba el hombre que decía tener un poder que solo dioses y demonios podían poseer. No estaba solo esta vez, otras dos figuras varoniles lo franqueaban, el hombre sonreía de manera suspicaz a las miradas de Celia, quien le devolvía el gesto mientras se acercaba con un cigarrillo aún sin encender entre sus dedos.

El hombre vestido de negro y con brillantes zapatos de charol, extiende la llama débil de su encendedor, cuando Celia alza el cigarrillo a sus labios.

Sus pulseras producían un tintineo metálico cada vez que llevaba el cigarrillo a su boca, cada calada parecía una tentativa de seducción.

—¿No me dirás tu nombre? —dijo Celia con una voz tratada, delgada, notándose lo forzada que estaba. Era una de las tantas maldiciones que tenía su indeseado cuerpo.

—Fabrizio De Santis —dijo guardando su encendedor.

Luego de varios minutos de cambiar palabras, ella, quien se consideraba maestra en la seducción, descubrió su inferioridad en la materia en ese instante, certeza que la arrastraría a un destino inevitable de sumisión. Fabrizio consiente de su poder alejó a su dos protectores y les habló de forma queda, ordenándoles que era el momento de dejarlos a solas con su nueva compañía. La fiesta estaba a mitad de su apogeo. Convencido en la imposible negación de su bella acompañante, le propuso seguir la faena de la noche en su casa, la cual quedaba a solo poco metros de allí, caminando llegarían sin esfuerzos.

En el camino, alejados del lugar que llamaban El Hueco, Fabrizio se había detenido en el borde de un callejón oscuro, del cual solo brotaba un halo de maldad. En ese instante dos hombres enmascarados salieron de las tinieblas de aquel callejón apuntando con revólveres plateados Smith & Wesson M1917. Los dos sujetos obligaron con amenazas a la pareja a sumergirse en la lobreguez del callejón. Dentro de la profunda oscuridad una luz, proveniente de una linterna, alumbró la mirada pávida de Celia.

—¿Quiénes son ustedes? —dijo sin esforzar en disfrazar su voz varonil.

No hubo respuesta, sino más dudas. Fabrizio se había unido a los dos sujetos armados, quienes le entregaban un gran cuchillo carnicero.

—Fabrizio, ¿Qué haces? —preguntó con voz temblorosa.

Su respuesta fue una sonrisa fúnebre dibujada en su vivo rostro.

Sostenía el afilado metal, tenuemente alumbrado por los reflejos de la luz que rebotaba de la pared y del semblante horrorizado de Alfredo Calles, de Celia. El cuchillo sintió la piel del rostro cubierto de polvo blanco y de allí brotó la sangre caliente. El grito de dolor mezclado con terror se escuchó con mayor intensidad por el eco expansivo del callejón. La furia del cuchillo no enflacaba, seguía sintiendo el desgarro de la piel humedeciéndose de la sangre que brotaba cada vez más rápido. Los gritos lejos de aplacarse crecían endemoniadamente. Se cubrió, por un inútil instinto, su cara con las manos, pero el cuchillo esta vez fue directamente a su corazón. Una y otra vez, y otra vez. Muchas fueron las puñaladas que penetraron la tela de unos corpiños rellenos, de la piel, y finalmente del órgano que se desangraba. Sus gritos se habían transformado en una respiración agitada, en un hálito de muerte.

La mañana del sábado encontraron el cadáver. Una rueda de personas admiraba, con horror, su cuerpo, sus vestiduras rasgadas y manchadas de sangre. Colgaba de un poste de luz eléctrico, con sus muñecas atadas, elevadas al cielo por en encima de su cabeza bañada de una sangre coagulada. Reposaba su mentón en la vértebra torácica. Colgaba de su cuello un cartel que rezaba: La reina travesti.

Esa noche en El Hueco no se hablaba de otra cosa. Una especie de aura de luto imperaba en aquel lugar, la acostumbrada música de jazz no sonaba, todos vestían de negro como si una congregación de zamuros se tratase. Lóbrego era la descripción más cercana. Muchos estaban tristes y al mismo tiempo preocupados por la posible inauguración de una lista de asesinatos homofóbicos. «Hombre vestido de mujer cruelmente asesinado», así rezaría el título del suceso en los ejemplares noticiosos del siguiente día.

El regreso de la algarabía, en aquel escondido lugar llamado El Hueco, atrajo la presencia de una energía renovada y a un hombre, cuyo aspecto las mujeres no podían resistir arrojar sus miradas de escrutinio y violación. Solitario y misterioso conquistaba las sonrisas como si fuera la bombilla encendida en la oscuridad que atrae a pequeñas hormigas voladoras. La figura de una mujer despertó su atención, era de labios carnosos y ojos rasgados. El pelo lo llevaba lacio hasta la espalda media, inusual para la época. Lucía un vestido de un amarillo opaco que le llegaba más arriba de sus rodillas, no llevaba mangas y si un gran escote que anunciaba el comienzo de sus pechos, era más ceñido a su cuerpo de lo que se veía en aquellos tiempos. Sus delicadas manos vestían guantes de seda negra que contrastaban con su blanquecina piel. Sostenía un cigarrillo en una larga boquilla. El hombre misterioso se había acercado a la elegante figura que era tan alta como el mismo. Ella le obsequió sonrisas de bienvenida. Y él en su oído había susurrado una tentativa de halago:

—Esta noche es la más hermosa que he visto, quisiera aprovecharla para conocer a su gemela encarnada.

—¿Quién eres? —preguntó sonriendo.

—Alfredo Calles.

La noche siguió su curso y la bella mujer se encontraba fascinada por la galantería y la elocuencia de su nueva compañía. «Denisse Leroy», había dicho que se llamaba, «Denis, si prefieres». Hora más tarde los dos se encontraban en lo profundo de un callejón solitario, tenuemente alumbrado por las bombillas lejana que yacían en los extremos del travesaño del poste erguido en medio del bulevar.

—¿Allí no fue donde encontraron un cadáver colgado hace días? —dijo Denisse mientras su amante corría el cierre de su vestido.

—Eso creo —dijo en voz baja mientras la besaba en su cuello.

Alfredo Calles la obligó a callarse después de besarla apasionadamente en los labios. Le bajó su vestido, emergieron sus senos desnudos. La arrimó hacía la pared, y la poseyó.

Mientras los gemidos de Denisse empezaban a escucharse, sucumbieron sus parpados, como un instinto, a los besos húmedos y las embestidas de su amante. Al abrir sus ojos un grito de terror tronó en el lugar.

El rostro que la miraba había cambiado de apariencia. Hendijas donde la piel mostraba la carne viva sangrante, pedazos de pequeños pellejos que colgaban. Tinta negra y blanca se mezclaban con el hierro líquido rojo de sus venas. Su ojo derecho se encontraba rajado en dos, y la sangre brotaba por ambas cuencas, escurriéndose y mezclándose en los demás hilos acuoso que surcaban su piel. Su corona una peluca. Su cuerpo estaba cubierto con un vestido dorado metalizado, rasgado y manchado de la sustancia que seguía brotando de su piel.

Denisse quiso escapar de aquel callejón, pero una presión invisible se lo impedía, no podía mover ningún músculo del cuello hacia abajo, solo su cabeza que se balanceaba con desesperación, mientras los gritos resonaban sin que nadie los escuchase, a excepción de ella y su asesino. El cuchillo comenzó a clavarse primero en su corazón, luego en sus pulmones, en su vientre, finalmente en cada parte de su torso sin que los gritos desesperantes menguaran.

—¡No, no, no! ¡Por favor!

Gritos y lágrimas brotaban del rostro horrorizado de Denisse. El cuchillo se hundió extirpando el ojo izquierdo, luego su gemelo. Los gritos no se aplacaban. Y el cuchillo carnicero seguía desgarrando tajos de piel, hasta que finalmente para terminar con su agonía dibujó, con el filo del cuchillo, una línea horizontal en su delgado cuello haciendo sus gritos taciturnos al mismo tiempo que se ahogaba con su espesa sangre.

—Bien, muy bien —dijo una voz oculta en las tinieblas del callejón—. Ya verás que si te convertiré en una reina.

El rostro de Fabrizio de Santis había sumergido en la oscuridad, con una sonrisa malévola.

La mañana del domingo hacía recordar cruelmente el día que asesinaron a Celia, exhibiendo un nuevo cadáver que no mostraba ni un rastro de sangre y tampoco ninguna tela que cubriera su piel blanca y fría. Los transeúntes en el bulevar, hombres con trajes y corbatas, mujeres con vestidos recatados ideales para lucir en las iglesias, admiraban la beldad sin vida. A pesar de que su cuerpo estuviese marcado por las puñaladas que recibió la noche anterior, todavía el aura de hermosura quedaba resplandeciendo en su cuerpo inmóvil. Los hombres se lamentaban que tal perfección fuera terminado de esa manera, anhelando la oportunidad de haberla conocido en vida. Mujeres recriminaban la crueldad del destino, de la injusta manera que la belleza era concebida y exterminada.

Algunas mujeres seducidas por Alfredo Calles no se las volvía a ver. Otras parecían hologramas como si fueran un espectro de la noche. En una ocasión un muchacho en el lindero de la cumbre de la pubertad, había jurado que se atrevió a cortejar una excelsa mujer tan bella como la que describieron muerta en el bulevar, una fémina de exuberante hermosura, pero cuando el joven había volteado porque pareció escuchar un grito de terror en la lejanía, en su distracción, la enigmática figura femenina de gran atractivo había desaparecido. Solo su aroma se había aferrado en el aire. Muchos aseguraban que eran delirios de borracho. Muchos otros contaban historias similares. Solitarias mujeres de la nocturnidad desapareciendo en el descuido de sus deseosos hombres al escuchar un aullido, un grito, algo espeluznante que nacía más allá de su percepción, coincidiendo que en algún lugar un alma estaba cruelmente siendo torturada, porque los gritos transmitían esa sensación de horror, pero siempre les fastidiaba la duda y era mejor para ellos negar aquel absurdo y arrojar lo vivido a la embriaguez y al aura de la noche desenfrenada.

El tiempo había sido eficaz en difuminar el recuerdo de los cadáveres de mujeres exhibidas en medio del bulevar como si fueran sacrificios hacia el dios de la belleza. Y sus noches arrastraban como la corriente de un rio a más almas solitarias, desembocándolas en el lugar llamado El Hueco, donde muchos decían que aquellas almas poseían la belleza de los ángeles, y transmitían la soledad de los demonios.

Muchos hombres se doblegaban a la nueva presencia de una mujer misteriosa que muchos la comparaban con Celia. Regresaban con cuentos de haber pasado la noche con la mujer más hermosa y lujuriosa de todos los mundos reales y los imaginados por los más excelsos poetas. Recordaban su rostro con los mejores rasgos de belleza jamás concebidos, lo cuales ni el dios de los cielos era incapaz de vislumbrar semejante perfección. Todos aquellos hombres que contaban sus historias, decían haber desmayado a causa del aura que emanaba la misteriosa figura exaltada a la divinidad. En la mañana siguiente se encontraban desparramados hediendo a lujuria en lo profundo de un callejón sin salida, el mismo callejón donde hubo el asesinato de Alfredo Calles.

La reina, así la habían bautizado todos en El Hueco, la reina de la belleza, la reina de la lujuria, la reina de la sexualidad.

—Ya todos te conocen como la reina —dijo Fabrizio De Santis.

—¿Debería darte la gracias? Aún siento mi cuerpo viril, no me siento enteramente como una mujer.

—Es cuestión de tiempo, deja de perderlo enredándote con hombres borrachos, y dedicate a asesinar, asesinar.

—Para ti es placentero ¿verdad?

—Es lo que me da la vida, es lo que me da el cuerpo que tengo.

Fabrizio se acercó a Celia, la reina, quien inmóvil sucumbió a las caricias de un espectro que cobraba vida con cada hálito de la noche. La música de jazz se esparcía en cada partícula del aire que reposaba en toda la plaza, hombres y mujeres bailaban y se besaban, hombres con otros hombres se entregaban a sus pasiones, mujeres con otras mujeres descubrían sus más placenteras fantasías. Y así culminó una noche más donde mujeres solitarias seguían desapareciendo tras un lejano grito de dolor y terror.

13 de Mayo de 2021 a las 17:56 0 Reporte Insertar Seguir historia
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Fin

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